Richmond cogió el pesado abrecartas que tenía sobre la mesa, se sentó otra vez y miró hacia la ventana. Russell se estremeció al ver el objeto. Ella había tirado el suyo.
– ¿Alan? ¿Qué quieres que haga? -Le miró la nuca. Él era el presidente. No podía hacer otra cosa que sentarse y esperar, aunque tuviera ganas de estrangularle.
Por fin, él giró el sillón. Sus ojos se veían oscuros, fríos e imperiosos.
– Nada. No quiero que hagas nada. Será mejor que llame a Sullivan. Dime otra vez el lugar y la hora.
Russell pensó lo mismo que había pensado antes cuando le dio la información. «Vaya un amigo.»
El presidente cogió el teléfono. Russell estiró la mano y la puso sobre la del hombre.
– Alan, los informes mencionan que Christine Sullivan tenía golpes en la mandíbula y marcas en el cuello correspondientes a un intento de estrangulamiento.
– ¿De veras? -replicó Richmond sin mirarla.
– ¿Qué pasó en aquel dormitorio, Alan?
– Bueno, por lo poco que recuerdo ella quería jugar un poco fuerte. ¿Las marcas en el cuello? -Hizo una pausa y dejó el teléfono-. Cómo te lo puedo explicar. A Christy le gustaban las cosas raras, Gloria. Incluida la asfixia sexual. Ya sabes, hay gente a la que le gusta quedarse sin respiración mientras se corre.
– Estoy enterada de esas cosas, Alan. Sólo que nunca se me había ocurrido que tú accedieras a hacerlo. -El tono era duro.
– No olvides cuál es tu lugar, Russell -le advirtió Richmond, tajante-. No tengo que responder ante ti ni ante nadie por mis acciones.
– Desde luego, lo siento, señor presidente -contestó Russell en el acto mientras se apartaba.
Richmond relajó las facciones; se levantó y abrió los brazos en un gesto de resignación.
– Lo hice por Christy, Gloria, qué más puedo decir. Las mujeres a veces causan un efecto extraño en los hombres. Yo, desde luego, no soy inmune.
– Entonces, ¿por qué intentó matarte?
– Ya te lo dije, ella quería jugar un poco fuerte. Estaba borracha y perdió el control. Por desgracia, esas cosas pasan.
Gloria miró hacia la ventana más allá del presidente. El encuentro con Christy no había «pasado». El tiempo y la planificación invertidos en aquella cita habían sido los mismos de una campaña electoral. Sacudió la cabeza mientras recordaba las imágenes de aquella noche.
El presidente se acercó por detrás, la sujetó por los hombros y le hizo darse la vuelta.
– Fue una experiencia terrible para todos, Gloria. Desde luego, no quería ver a Christy muerta. Era la última cosa en el mundo que hubiese deseado. Fui allí con la intención de pasar una discreta velada romántica con una mujer muy hermosa. Dios, no soy un monstruo. -En su rostro apareció una sonrisa encantadora.
– Lo sé, Alan, pero son todas esas mujeres a todas horas. Algo malo tenía que pasar tarde o temprana.
– Como te dije antes, no soy el primer hombre en este cargo que se dedica a estas actividades extra oficiales. -Richmond se encogió de hombros-. Tampoco seré el último. -Cogió a Gloria de la barbilla-. Tú conoces mejor que nadie las exigencias que soporto, Gloria. No hay otro trabajo igual en todo el mundo.
– Sé que las presiones son enormes. Me doy cuenta, Alan.
– Así es. Es un trabajo que requiere más de lo que uno humanamente puede dar. Algunas veces hay que enfrentarse a esa realidad aliviando parte de la presión, escapándote por unas horas de la tenaza que te oprime. Es importante saber cómo me alivio de la presión, porque eso dicta cómo serviré a las personas que me han elegido, que han depositado su confianza en mí. -Regresó a su mesa-. Además, disfrutar de la compañía de mujeres hermosas resulta una manera bastante inofensiva de combatir la presión.
Gloria le miró furiosa a sus espaldas. Como si él esperara que ella, entre tanta gente, se tragara el rollo patriótico.
– Desde luego que no fue inofensiva para Christine Sullivan.
Richmond se volvió hacia ella. Esta vez no sonreía.
– De verdad que no quiero hablar más de este asunto, Gloria. Lo que pasó ya ha pasado. Comienza a pensar en el futuro. ¿Entendido? Ella asintió muy seria y salió del despacho.
El presidente cogió el teléfono. Le daría todos los detalles de la operación policial a su buen amigo Walter Sullivan. Richmond sonrió mientras esperaba la comunicación. No tardarían mucho. Ya casi lo tenían. Podía contar con Burton. Contar con él para que hiciera lo correcto. Por el bien de todos.
Luther miró la hora. La una. Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se arregló la barba. Se demoró en el peinado hasta que lo dejó a su gusto. Hoy tenía mejor aspecto. La llamada de Kate había obrado maravillas. Había escuchado el mensaje cien veces, sólo para disfrutar del sonido de su voz, de las palabras que nunca había esperado volver a oír. Se había arriesgado a ir a una sastrería del centro para comprar unos pantalones nuevos, una americana y zapatos de cuero. Había pensado incluso en comprarse una corbata pero desistió.
Se probó la americana nueva. Le sentaba bien. Los pantalones le venían un poco grandes de cintura; había adelgazado. Tendría que comer más. Quizá podía comenzar invitando a su hija a una cena temprana. Si ella aceptaba. Tendría que pensarlo; no quería apresurar las cosas.
¡Jack! Tenía que haber sido Jack. Él le había hablado de su encuentro. Que su padre estaba metido en problemas. Ahí estaba la conexión. ¡Desde luego! Había sido un estúpido al no verlo desde el principio. Pero ¿qué significaba esto? ¿Que ella se preocupaba? Sintió un temblor que le comenzó en el pecho y acabó en las rodillas. ¿Después de tantos años? ¡Maldita inoportunidad! Pero había tomado una decisión y no la cambiaría. Ni siquiera por su hija. Algo tan terrible debía ser castigado.
Luther estaba convencido de que Richmond no sabía nada de las cartas a la jefa de gabinete. La única esperanza de la mujer era comprar discretamente lo que Luther tenía y asegurarse de que nunca más nadie vería el objeto. Comprarlo, con la esperanza de que él desaparecería para siempre. Luther ya había comprobado que el dinero había ingresado en la cuenta. Lo que había pasado con el dinero sería la primera sorpresa.
La segunda les haría olvidar la primera. Lo mejor de todo era que Richmond ni siquiera se lo imaginaba. En realidad dudaba que el presidente fuera a la cárcel. Pero si esto no era suficiente para que le destituyeran, entonces ya no sabía qué más hacía falta. Esto convertía el caso Watergate en una inocentada. Se preguntó qué hacían los ex presidentes destituidos. Esperaba que se consumieran en las llamas de su propia destrucción.
Luther sacó la carta del bolsillo. Lo arreglaría todo para que ella la recibiera en el momento en que esperaba las últimas instrucciones. La venganza. Ella recibiría su merecido. Como todos los demás. Valía la pena dejarla sufrir como si él supiera que ella tenía todo este tiempo.
Por mucho que lo intentaba no conseguía olvidar el recuerdo del plácido encuentro sexual de la mujer delante de un cadáver todavía caliente, como si la mujer muerta hubiese sido un montón de basura que no merecía ninguna consideración. Y Richmond. ¡El borracho hijo de la gran puta! Una vez más le enfureció el recuerdo. Apretó las mandíbulas, y de pronto sonrió.
Aceptaría cualquier trato que Jack pudiera conseguir. Veinte años, diez años, diez días. Ya no le importaba. Que le dieran por el culo al presidente y a todos los que le rodeaban. Que le dieran por el culo a toda la ciudad, los hundiría.
Pero primero pasaría algún tiempo con su hija. Lo demás ya no le interesaba.
Iba hacia la cama cuando se estremeció. Se le acababa de ocurrir otra cosa. Algo que dolía, pero que comprendía. Se sentó en la cama y bebió un vaso de agua. ¿Si era verdad cómo podía culparla? Además podía matar dos pájaros de un tiro. Mientras descansaba un rato pensó que las cosas demasiado buenas para ser verdad nunca lo eran. ¿Merecía algo mejor de parte de ella? La respuesta era clara: no.
En el momento que la transferencia llegó al banco, las instrucciones automáticas se encargaron en el acto de repartir y enviar los fondos a cinco centrales bancarias diferentes; cada transferencia era por un importe de un millón de dólares. A partir de ese momento, los fondos siguieron un largo circuito hasta que la suma total volvió a reunirse en otro lugar.
Russell, que había colocado un rastro en el flujo de dinero desde el inicio, no tardaría en descubrir qué había pasado. No se sentiría muy contenta. y mucho menos le agradaría el próximo mensaje.
El Café Alonzo llevaba abierto poco más de un año. Tenía la típica terraza con mesas y sombrillas de colores instalada en un pequeño espacio de la acera marcada con una verja de hierro negro de un metro cincuenta de altura. Servían varios tipos de café y tanto la bollería como los bocadillos eran muy populares entre la clientela del desayuno y la comida. A las cuatro menos cinco sólo había una persona sentada en la terraza. Hacía fresco y las sombrillas plegadas parecían una columna de pajitas gigantes.