El local estaba ubicado en la planta baja de un moderno edificio de oficinas. A la altura del segundo piso colgaba un andamio. Tres trabajadores cambiaban un cristal roto. Toda la fachada del edificio estaba hecha con vidrios espejo que daban una imagen completa de la acera opuesta. El cristal era pesado y voluminoso, e incluso los tres hombres fornidos tenían que esforzarse para moverlo.
Kate se arrebujó en el abrigó y probó el café. El sol de la tarde calentaba bastante a pesar de la brisa, pero no tardaría en desaparecer. Las sombras cada vez más largas se extendían poco a poco sobre las mesas. Sintió una molestia en los ojos al mirar el sol sobre los techos de las casas cerradas en diagonal al café al otro lado de la calle. No tardarían en demolerlas para dar espacio a la renovación de la zona. No advirtió que una de las ventanas del primer piso de una de aquellas casas estaba abierta. La casa vecina tenía dos ventanas rotas. La puerta de otra estaba hundida.
Kate miró la hora. Llevaba sentada allí unos veinte minutos. Habituada al ritmo frenético de la oficina del fiscal, el día se le había hecho interminable. Tenía claro que había docenas de policías en la vecindad preparados para lanzarse sobre él en cuanto apareciera. Entonces pensó en una cosa. ¿Tendrían ocasión de decirse algo? ¿Qué diablos iba a decirle? ¿Hola, papá, te han pillado? Se pasó la mano por las mejillas ardientes y esperó. Él aparecería a las cuatro en punto. Ahora era demasiado tarde para hacer nada. Demasiado tarde para cualquier cosa. Pero ella estaba haciendo lo correcto, a pesar de la culpa que sentía, a pesar de la crisis después de hablar con el detective. Cruzó las manos y las apretó. Estaba a punto de entregar a su padre a las autoridades, y él se lo merecía. No lo pensó más. Ahora sólo quería que todo acabara de una vez.
McCarty no estaba conforme. En absoluto. Su rutina era seguir al objetivo, a veces durante semanas, hasta que el asesino comprendía los patrones de comportamiento mejor que la propia víctima. Esto simplificaba el trabajo. Además el tiempo adicional le permitía a McCarty planear la fuga, estudiar las peores situaciones posibles. Esta vez no tenía ninguna de estas ventajas. El mensaje de Sullivan había sido terminante. El hombre ya le había pagado una suma enorme a cuenta, y le pagaría otros dos millones al acabar el trabajo. Ahora le tocaba a él cumplir con su parte. Excepto en su primer asesinato, cometido hacía muchos años, McCarty no recordaba estar tan nervioso. No le ayudaba mucho saber que había polis por todas partes.
Se repitió a sí mismo que las cosas saldrían bien. Había aprovechado el poco tiempo disponible después de la llamada de Sullivan para hacer un reconocimiento de la zona. De inmediato se le ocurrió la idea de apostarse en una de las casas vacías. Era el único lugar lógico. Estaba allí desde las cuatro de la mañana. La puerta trasera daba a un callejón. El coche alquilado estaba aparcado en la esquina. Tardaría quince segundos desde el momento de efectuar el disparo, dejar el fusil, bajar la escalera, salir al callejón y subir al coche. Estaría a casi cuatro kilómetros de distancia antes de que la policía se diera cuenta de lo ocurrido. Un avión le esperaba a los cuarenta y cinco minutos en un aeropuerto privado a quince kilómetros al norte de Washington. Él sería el único pasajero del vuelo a Nueva York.Dentro de cinco horas, McCarty estaría a bordo del Concorde que aterrizaba en Londres.
Repasó el fusil y la mira telescópica por enésima vez, de un papirotazo apartó una mota de polvo del cañón. Un silenciador no le habría venido mal, pero aún no había encontrado ninguno aplicable a un fusil, y mucho menos a uno que disparaba proyectiles de alta velocidad como el suyo. Contaba con la confusión para enmascarar el disparo y la huida. Miró al otro lado de la calle y comprobó la hora. Faltaban unos minutos.
McCarty era un asesino experto pero no tenía modo de saber que otro fusil apuntaría a la cabeza del objetivo. Y que detrás de ese fusil habría un par de ojos tan agudos o más que los suyos.
Tim Collin se había calificado como tirador de primera en los marines y su sargento mayor había escrito en la evaluación que nunca había visto a un tirador de tanta calidad. Ahora, el objeto de estas alabanzas observaba a través de la mira telescópica del fusil; después se relajó. Collin miró el interior de la furgoneta. Habían aparcado el vehículo en la esquina opuesta al café, desde donde tenía un tiro directo al objetivo. Apuntó otra vez. Kate Whitney apareció por un momento en la retícula. Collin abrió la ventanilla lateral de la furgoneta. Estaba en la sombra de los edificios detrás de él. Nadie veía lo que hacía. Además tenía la ventaja de saber que Seth Frank y un grupo de policías del condado estaban ocultos a la derecha del café mientras que otros esperaban en el vestíbulo del edificio de oficinas. Varios coches sin identificación estaban aparcados a lo largo de la manzana. Si Whitney intentaba escapar no llegaría muy lejos. Pero el agente sabía que no tendría ocasión.
Después del disparo, Collin desarmaría el fusil y lo ocultaría en la furgoneta, saldría con la pistola y la placa y se uniría con los demás en la discusión sobre qué diablos había pasado. Nadie pensaría en revisar un vehículo del servicio secreto en busca del arma o del tirador que acababa de matar a su presa.
El plan de Burton le había parecido muy sensato. Collin no tenía nada en contra de Luther Whitney, pero había mucho más en juego que la vida de un delincuente profesional de sesenta y seis años. Muchísimo más. Matar al viejo no era algo que pudiera disfrutar; de hecho, intentaría olvidarlo cuanto antes. Pero así era la vida. Le pagaban por hacer su trabajo, en realidad había jurado hacerlo. ¿Quebrantaba la ley? Desde un punto de vista legal cometería un asesinato. En realidad hacía lo que había que hacer. Daba por sentado que el presidente lo sabía, Gloria Russell lo sabía y Bill Burton, el hombre al que respetaba más que a ningún otro, le había ordenado que lo hiciera. El entrenamiento de Collin le impedía no hacer caso a la orden. Por otro lado, el viejo había entrado en la casa. Le caerían veinte años. No viviría veinte años. ¿Quién quería estar en la cárcel a los ochenta años? Collin le evitaría un montón de sufrimientos. En esas mismas circunstancias, Collin hubiese preferido que le pegaran un balazo.
El agente miró a los trabajadores montados en el andamio que luchaban para enderezar el panel de cristal. Un hombre sujetó la soga de la polea y comenzó a tirar. El cristal subió poco a poco.
Kate dejó de mirarse las manos y en aquel momento le vio.
Caminaba con gracia por la acera. El sombrero y la bufanda ocultaban casi todo el rostro, pero el andar era inconfundible. De pequeña siempre había deseado flotar sobre el suelo como su padre, sin ningún esfuerzo, con tanta confianza. Hizo el ademán de levantarse y se contuvo. Frank no había dicho en qué momento actuaría, aunque Kate pensaba que no tardaría mucho.
Luther se detuvo delante del café y la miró. No había estado tan cerca de su hija desde hacía más de diez años, y no sabía muy bien qué hacer. Ella notó la vacilación y se obligó a sonreír. Sin perder un instante, Luther se acercó a la mesa y se sentó, de espaldas a la calle. Pese al frío se quitó el sombrero y guardó las gafas de sol en el bolsillo.
McCarty apuntó a través de la mira telescópica. El pelo canoso apareció con toda nitidez. Quitó el seguro y acercó el dedo al gatillo.
Unos noventa metros más allá, Collin repetía los mismos movimientos. No tenía tanta prisa como McCarty porque sabía el momento exacto en que aparecerían los policías.
McCarty comenzó a tirar del gatillo. Se había fijado un par de veces en los trabajadores montados en el andamio pero ahora era como si no existieran. Fue el segundo error en todos sus años de asesino.
El cristal se movió hacia arriba bruscamente cuando tiraron de la polea y quedó apuntado hacia McCarty. La luz del sol se reflejó en la superficie, que devolvió los rayos directamente a los ojos de McCarty. Sintió un dolor momentáneo en las pupilas y su mano se sacudió instintivamente en el momento que disparaba. Masculló un insulto y lanzó el fusil al suelo. Llegó a la puerta trasera cinco segundos antes de lo previsto.
La bala dio en el palo de la sombrilla y lo partió antes de rebotar e incrustarse en el suelo. Kate y Luther se arrojaron cuerpo a tierra, y el padre protegió a la muchacha con el cuerpo. Unos segundos más tarde, Seth Frank y una docena de policías, con las armas en las manos, formaron un semicírculo alrededor de la pareja, escrutando cada rincón de la calle.