– ¡Que cierren toda la zona! -le gritó Frank al sargento, que transmitió la orden por radio. Los policías se desplegaron, los coches sin identificación fueron a ocupar nuevas posiciones.
Los trabajadores miraron la calle desde el andamio, sin saber de su participación involuntaria en los hechos que sucedían abajo.
Levantaron a Luther, le pusieron las esposas y todo el grupo entró en el vestíbulo del edificio de oficinas. Seth Frank, entusiasmado, miró al detenido por un momento y después le leyó sus derechos. Luther contempló a su hija. En el primer instante Kate fue incapaz de responder a la mirada, pero decidió que era lo menos que podía hacer por él. Sus palabras le dolieron más que cualquier reproche.
– ¿Estás bien, Katie?
Ella asintió y se echó a llorar, y esta vez, a pesar de que se apretó la garganta con mano de hierro, no pudo contener las lágrimas mientras se caía de rodillas.
Bill Burton permaneció junto a la puerta de entrada. En el momento que apareció Collin con cara de asombro, la mirada de Burton amenazó con desintegrarlo. Pero se calmó al escuchar lo que Collin le susurró al oído.
Burton asimiló la información en el acto y descubrió la explicación a lo ocurrido. Sullivan había contratado a un pistolero. El viejo había hecho lo que Burton había intentado atribuirle falsamente. El multillonario subió puntos en la estimación del agente. Burton se acercó a Frank.
– ¿Tiene alguna idea de lo que acaba de pasar? -preguntó el teniente.
– Quizá -respondió Burton.
El agente se volvió. Por primera vez, él y Luther Whitney se miraron cara a cara. Luther recordó todos los episodios de aquella noche. Pero conservó la calma.
Burton admiró su actitud. Pero también fue un motivo de mucha preocupación para él. Era obvio que Whitney no se sentía angustiado por el arresto. Sus ojos le dijeron a Burton -un hombre que había participado en miles de arrestos, cosa que normalmente involucraba a adultos que lloraban como bebés- todo lo que necesitaba saber. El tipo pensaba ir a la policía desde el principio. Burton no entendía por qué y tampoco le importaba.
El agente no dejó de mirar a Luther mientras Frank hablaba con los policías. Entonces Burton miró a la mujer arrodillada en un rincón. Luther había intentado acercarse a ella, pero sus captores se lo impidieron a viva voz. Una mujer policía procuraba consolarla sin éxito. Por las mejillas del padre corrían lágrimas ante el sufrimiento de su hija,
Al advertir que tenía a Burton a su lado, Luther le dirigió una mirada asesina hasta que el agente dirigió los ojos otra vez hacia Kate. Las miradas de los hombres volvieron a cruzarse. Burton enarcó las cejas y las volvió a bajar como apuntando a la cabeza de Kate. Burton había hecho bajar la mirada a algunos de los peores criminales de la región y sus facciones podían ser amenazantes, pero lo que les dejaba helados era la absoluta sinceridad de su rostro. Luther Whitney no era un raterillo, eso se veía a la legua. Tampoco era un cobarde. Pero la pared de cemento que formaban los nervios de Luther Whitney se desmoronaba. Desapareció en cuestión de segundos y los restos se fueron hacia la mujer que lloraba en un rincón.
Burton dio media vuelta y se marchó.
19
Gloria Russell estaba en la sala de su casa. Le temblaba la mano en la que sostenía la carta. Miró la hora. La había traído justo a tiempo un hombre mayor con turbante en un Subaru destartalado. En la puerta del pasajero, el logotipo de Metro Rush Couriers. Muchas gracias, señora. Despídase de su vida. Ella había esperado tener por fin en sus manos la llave para borrar todas las pesadillas que había sufrido, todos los riesgos que había afrontado.
El viento aullaba en la chimenea. Un buen fuego ardía en el hogar. La casa estaba confortable y escrupulosamente limpia gracias a los esfuerzos de Mary, la mujer de la limpieza, que se acababa de marchar. A Russell la esperaban a cenar a las ocho en la casa del senador Richard Miles. Miles era muy importante para las aspiraciones políticas personales de Gloria y ya había dado los primeros pasos en su apoyo. Las cosas volvían a ir bien. Había recuperado el impulso. Después de todos aquellos momentos de humillación. Pero y ¿ahora? Ahora ¿qué?
Miró otra vez el mensaje. La incredulidad la tenía atrapada como una enorme red de pesca que la arrastraba hacia el fondo, donde ya no se movería.
Gracias por la donación benéfica. Será muy apreciada. También aprecio darme soga para colgarla. Sobre el objeto en discusión ya no está en venta. Ahora que lo pienso, los polis lo necesitarán para el juicio. Ah, por cierto, ¡que le den por el culo!
¿Soga para colgarla? Russell no entendía nada, no podía pensar, estaba bloqueada. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a Burton, pero recordó que no estaría en la Casa Blanca. Entonces cayó en la cuenta. Corrió hacia el televisor. En el informativo de las seis estaban dando una noticia de última hora. Una arriesgada operación policial realizada conjuntamente por el departamento de policía del condado de Middleton y la policía de la ciudad de Alexandria había conseguido detener a un sospechoso en el asesinato de Christine Sullivan. Un pistolero desconocido había efectuado un disparo. Se suponía que el blanco era el sospechoso.
Russell contempló las escenas filmadas en la comisaría de Middleton. Vio a Luther Whitney, con la mirada al frente, subir las escaleras sin intentar ocultar el rostro. Era mucho mayor de lo que pensaba. Parecía un director de escuela. Aquel era el hombre que la había mirado. Ni siquiera se le ocurrió pensar que a Luther le habían arrestado por un crimen que no había cometido. Aunque tampoco hubiera hecho nada. En un momento vio a Bill Burton con Collin detrás de él mientras escuchaban al detective Seth Frank que hacía una declaración a la prensa.
¡Vaya pareja de cabrones incompetentes! Luther estaba arrestado. Le habían arrestado y ella tenía un mensaje en la mano que garantizaba que el tipo se encargaría de hundirlos a todos. Había confiado en Burton y Collin, el presidente había confiado en ellos, y habían fracasado de la peor manera. No podía creer que Burton pudiera estar tan tranquilo mientras el mundo entero estaba a punto de estallar en llamas, como una estrella que de pronto se convierte en una nova.
Su próxima acción fue una sorpresa incluso para ella. Corrió al baño, abrió el botiquín y cogió el primer frasco que vio. ¿Cuántas pastillas harían falta? ¿Diez? ¿Cien?
Intentó abrir la tapa pero le temblaban tanto las manos que no lo consiguió. Insistió hasta que las pastillas se volcaron en el lavabo. Recogió un puñado y entonces se detuvo. Se miró en el espejo. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había envejecido. Tenía los ojos opacos, las mejillas hundidas y el pelo como si encaneciera por segundos.
Miró el montón de pastillas verdes que tenía en la mano. No podía hacerlo. Aunque se hundiera el mundo, no podía hacerlo. Arrojó las pastillas al inodoro, apagó la luz. Llamó a la oficina del senador. Una súbita indisposición le impediría asistir a la cena. Acababa de acostarse cuando llamaron a la puerta.
Primero le pareció como un lejano redoble de tambores. ¿Traerían una orden judicial? ¿Qué tenía en su poder que pudiera ser una prueba en su contra? ¡La nota! La sacó del bolsillo y la arrojó al fuego. En cuanto la vio arder, se arregló la bata, se calzó las chinelas y salió de la sala.
Por segunda vez sintió un dolor agudo en el pecho cuando abrió la puerta y se encontró con Bill Burton. Sin decir ni una palabra, el agente entró, arrojó el abrigo sobre una silla y fue directamente hacia el bar.
Ella cerró de un portazo.
– Gran trabajo, Burton. Brillante. Lo ha hecho todo de maravilla. ¿Dónde está su compinche? ¿Ha ido al oculista?
– Cállese y escuche -le replicó Burton mientras se sentaba con la copa en la mano.
En cualquier otro momento la réplica le habría enfurecido. Pero el tono del agente la dejó helada. Se fijó en la pistolera. De pronto comprendió que estaba rodeada de gente armada. Parecían estar por todas partes. Se habían efectuado disparos. Se había mezclado con un grupo de gente muy peligrosa. Se sentó y le miró boquiabierta.
– Collin no llegó a disparar.
– Pero…
– Pero alguien lo hizo. Lo sé. -Burton se bebió de un trago la mitad de la copa. Russell pensó servirse una, pero desistió-. Walter Sullivan. Ese hijo de puta. Richmond se lo dijo, ¿no?
– ¿Cree que Sullivan estaba detrás de esto?
– ¿Quién si no? Piensa que el tipo mató a su esposa. Tiene el dinero para contratar a los mejores tiradores del mundo. Él era la única otra persona que sabía exactamente dónde y cuándo lo iban a detener. -El agente miró a la jefa de gabinete y sacudió la cabeza en un gesto de disgusto-. No sea estúpida, señora, no tenemos tiempo para estupideces.