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– Sólo transmítele lo que te digo. -Luther se sentó-. Dile que la quiero, que siempre la he querido y la querré. Convéncela, Jack. Lo demás no importa.

– ¿Me estás diciendo que ese alguien pensará que me has dicho algo aunque no me lo hayas dicho?

– Te dije que no aceptaras el caso, Jack, pero no quisiste escucharme.

Jack encogió los hombros, abrió el maletín y sacó un ejemplar del Post.

– Mira los titulares.

Luther echó una ojeada a la primera página. Entonces en un arrebato de cólera arrojó el periódico contra la pared.

– ¡Maldito cabrón! ¡Maldito cabrón! -Las palabras explotaron de la boca del viejo.

Se abrió la puerta de la habitación y un guardia gordo asomó la cabeza, con una mano puesta sobre el arma reglamentaria. Jack le indicó con un ademán que no pasaba nada y el poli se apartó lentamente sin quitar la mirada de Luther.

Jack dejó la silla y fue a recoger el periódico. En la primera plana aparecía una foto de Luther tomada delante de la comisaría. El titular, en letras enormes, reservadas casi siempre para noticias como «Los Skins ganan la Super Bowl», decía: Hoy se presenta ante el juez el presunto asesino de Sullivan. Jack observó el resto de la página. Más muertes en la antigua Unión Soviética mientras continuaba la limpieza étnica. El departamento de Defensa preparaba otro recorte presupuestario. La mirada de Jack pasó por encima pero sin darse cuenta en el anuncio del presidente Alan Richmond sobre la reforma de la asistencia sanitaria y una foto del primer mandatario en un centro infantil de los barrios pobres del sudeste de la capital.

El rostro sonriente había sido como un mazazo en la frente de Luther. Con un bebé negro en los brazos para que todo el mundo le viera. Mentiroso cabrón hijo de puta. En sus recuerdos, el puño machacaba el rostro de Christine Sullivan. La sangre volaba por el aire. Las manos se cerraban sobre la garganta como una serpiente, arrancándole la vida sin ningún remordimiento. Era un ladrón de vidas. Besaba bebés y asesinaba mujeres.

– ¿Luther? ¿Luther? -Jack apoyó una mano sobre el hombro de Luther. El viejo se sacudía como una máquina que necesitaba una puesta a punto, amenazaba con saltar hecho pedazos, sin poder contenerse por más tiempo en el interior de una cáscara que se resquebrajaba. Por un momento, Jack se preguntó si Luther habría matado a la mujer, si su amigo se habría vuelto loco. Sus temores se disiparon cuando Luther volvió a mirarle. Los ojos aparecían serenos una vez más.

– Sólo dile a Kate lo que te he dicho, Jack. Acabemos de una vez con esto.

El juzgado de Middleton había sido desde siempre el centro del condado. El edificio, construido hacía ciento noventa y cinco años, había sobrevivido a la guerra contra los ingleses en 1812, a los yanquis y a los confederados en la guerra de la agresión norteña o la guerra civil según el lado de la línea Mason-Dixon en que estuviera la persona que respondiera. Las obras de reforma de 1947 lo habían remozado y los ciudadanos honrados esperaban que siguiera en pie para disfrute de sus biznietos, y que lo visitaran de cuando en cuando por cosas no mucho más serias que una infracción de tráfico o solicitar una licencia de matrimonio.

Al principio el edificio se erguía solo al final de la calle de doble dirección que era la zona comercial de Middleton, pero ahora compartía el espacio con tiendas de antigüedades, restaurantes, un mercado, un hostal enorme y una gasolinera que era toda de ladrillo, para mantener el estilo arquitectónico de la zona. Apiñadas a muy poca distancia del juzgado había una serie de oficinas donde colgaban los carteles de muchos abogados rurales de prestigio.

Era un lugar tranquilo excepto los viernes por la mañana, que era el día de registro de sumarios de procedimientos civiles y criminales, pero en esta ocasión el juzgado de Middleton ofrecía un espectáculo que hubiera hecho remover en sus tumbas a los fundadores de la ciudad. A primera vista daba la impresión de que los rebeldes y los chaquetas azules de la Unión habían vuelto para dirimir sus diferencias de una vez para siempre.

Seis camiones de la televisión con las letras de sus cadenas pintadas a los costados blancos habían tomado posición delante de las escaleras del juzgado. Los grandes mástiles de las antenas se desplegaban lentamente. Una multitud de diez en fondo se apiñaba y empujaba contra la barrera de alguaciles, reforzada con agentes de la policía estatal de Virginia que miraban imperturbables a la masa de reporteros que agitaban libretas, micrófonos y bolígrafos delante de sus caras.

Por fortuna, el edificio tenía una entrada lateral, que en este momento estaba protegida por un semicírculo de policías, provistos con armas antidisturbios y escudos, que desafiaban a cualquiera que intentara acercarse. La furgoneta que transportaba a Luther se detendría aquí. Por desgracia, el juzgado no disponía de un garaje interior. Pero la policía consideraba que tenía controlada la situación. Luther sólo estaría expuesto durante unos segundos.

Al otro lado de la calle, más agentes con fusiles recorrían las aceras atentos a cualquier destello metálico, a una ventana abierta sin ningún motivo.

Jack miró a través de la pequeña ventana del juzgado que daba a la calle. La sala era tan grande como un auditorio, con un estrado tallado a mano de dos metros cuarenta de alto y casi cinco metros de ancho. Las banderas de Estados Unidos y Virginia ocupaban cada uno de los extremos. Un alguacil solitario ocupaba una mesa pequeña delante del estrado, igual a un remolcador delante de un transatlántico.

Jack miró la hora, observó las posiciones de las fuerzas de seguridad y después miró al grupo de periodistas. Los reporteros eran los mejores amigos o la peor pesadilla de los abogados defensores. Muchas cosas dependían de lo que los reporteros pensaran sobre un acusado o un crimen en particular. Un buen reportero pondría el grito en el cielo respecto a su objetividad en el tratamiento informativo al mismo tiempo que crucificaba al acusado en la última edición, mucho antes de que se llegara a un veredicto. Las mujeres periodistas tendían a ser generosas con los acusados de violación, ya que intentaban demostrar que no tomaban partido por razones de sexo. Por la misma razón, los hombres se inclinaban por las mujeres maltratadas que, por fin, se defendían. Luther no tendría esa suerte. Los ex presidiarios asesinos de mujeres jóvenes, ricas y hermosas, recibían los palos de todos los plumíferos, con independencia del sexo.

Jack había recibido una docena de llamadas de productoras de Los Ángeles que pedían a gritos la historia de Luther. Antes de que el tipo tuviera oportunidad de pedir la absolución. Querían la historia y pagarían por ella. Pagarían bien. Quizá Jack tendría que aceptar, pero con una condición. «Si él les dice algo avisenme, porque ahora mismo, no tengo nada.»

Miró al otro lado de la calle. La presencia de los agentes armados le tranquilizaba un poco. Aunque la última vez también había polis por todas partes y no sirvió de nada. Al menos ahora la policía estaba sobre aviso. Tenían las cosas controladas. Pero no habían contado con algún imprevisto, y éste venía ahora por la calle.

Jack volvió la cabeza mientras miraba al pelotón de reporteros y a la multitud de curiosos volverse en masa y correr hacia la caravana de coches. En un primer momento pensó que llegaba Walter Sullivan, hasta que vio a los motoristas de la policía seguidos por las furgonetas del servicio secreto, y por último los dos banderines estadounidenses en la limusina.

El ejército que acompañaba a este hombre empequeñecía al que se preparaba para recibir a Luther Whitney.

Vio a Richmond salir del vehículo. Detrás de él se situó el agente con el que había hablado en una ocasión. Burton. Ese era el nombre del tipo. Un tipo duro, muy serio. Su mirada recorría la zona como un radar. Mantenía una mano casi pegada al presidente, listo para tirarle al suelo en el acto. Las furgonetas del servicio secreto aparcaron al otro lado de la calle. Una aparcó en un callejón delante mismo del juzgado y Jack volvió a mirar al presidente.

Se montó un podio improvisado y Richmond comenzó la inesperada conferencia de prensa mientras se disparaban las cámaras y cincuenta adultos, todos periodistas licenciados, intentaban apartar al colega para situarse en primera fila. Un pequeño grupo de ciudadanos más discretos y sensatos revoloteaban por el fondo; dos, con cámaras de vídeo, grababan lo que para ellos era, en efecto, un momento muy especial.

Jack se volvió y casi chocó con el alguacil, un gigante negro, que estaba detrás de él.

– Llevo aquí veintisiete años y nunca vi antes a ese tipo por aquí. Ahora ha venido dos veces en el mismo año. Las cosas que se ven.

– Bueno, si tiene un amigo que invirtió diez millones en su campaña estoy seguro de que usted también estaría ahí fuera -comentó Jack con una sonrisa.

– Tiene a un montón de tíos muy grandes contra usted. -No pasa nada. Traigo un bate gigante…