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– ¿Desde cuándo?

– Desde ayer. ¿De qué se trata todo esto, Ben?

– Lo lamento -dije, con el pecho agitado. Los Sabios. -Tengo que irme corriendo. Gracias. -Y colgué.

A la mañana siguiente, caminamos por Bahnhofstrasse, a unas cuadras de la Paradeplatz, hasta que encontramos el número que buscábamos. La mayoría de los Bancos tenía las oficinas centrales en los niveles superiores de los edificios, arriba de los negocios de moda.

A pesar de su nombre grandilocuente, el Banco de Zúrich era pequeño, muy discreto y pertenecía a una familia. La entrada estaba escondida en una callecita lateral que terminaba en Bahnhofstrasse, junto a un Konditorei. Una placa de bronce, pequeña, decía solamente: B.Z. et Cié. Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.

Entramos en el vestíbulo y justo en ese momento, tuve la sensación de que veía un movimiento detrás de nosotros. Me volví con cuidado y vi que era probablemente alguien sin importancia, alguien de Zúrich que pasaba por la puerta. Alto, delgado, en un traje color gris paloma, seguramente un empleado, o un banquero rumbo al trabajo. Me relajé, le pasé el brazo por la cintura a Molly y entramos en el vestíbulo.

Pero algo se quedó en mi mente y volví a mirar. El supuesto empleado ya no estaba.

Era la cara. Pálida, extremadamente pálida, con círculos amarillos y grandes bajo los ojos, labios pálidos y flacos y un cabello fino, muy claro, peinado hacia atrás.

Me parecía extrañamente familiar. De eso, no había duda alguna.

Por un instante, me acordé de la tarde del tiroteo en la caHe Malborough en Boston, me acordé del hombre que había pasado por allí, alto, fantasmal…

Era él. Mi reacción había sido terriblemente lenta, pero ahora estaba seguro. El hombre de Boston estaba aquí, en Zúrich.

– ¿Qué pasa? -preguntó Molly.

Me volví y seguí caminando hacia el Banco.

– Nada. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.

45

– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó Molly, asustada-. ¿Había alguien ahí afuera?

Pero antes de que pudiera decir nada, una voz masculina nos preguntó quiénes éramos, por el intercomunicador.

Le di mi nombre real.

La recepcionista me contestó con apenas una huella de deferencia:

– Entre, por favor, señor Ellison. Herr Director Eisler lo espera.

Tenía que aceptar que los buenos oficios de Knapp servían de mucho. Evidentemente era un hombre de poder en la ciudad.

– Por favor, asegúrense de no tener objetos de metal encima -dijo la voz sin cuerpo-. Llaves, cortaplumas, monedas, pongan lo que sea en ese cajón. -Mientras la voz hablaba, salió un cajoncito de la pared. Los dos depositamos allí todo lo que teníamos, todo lo de metal, por lo menos. Una operación impresionante y cuidadosa, me pareció.

Hubo un zumbido leve y el par de puertas que teníamos enfrente se abrió de par en par electrónicamente. Yo levanté la vista hacia un par de cámaras de vigilancia japonesas, montadas cerca del cielo raso, y Molly y yo pasamos a una pequeña cámara a esperar que se abriera el segundo de los juegos de puertas.

– No estás armado, ¿no? -susurró Molly.

Meneé la cabeza. Las segundas puertas se abrieron también y nos recibió una mujer rubia, joven, simple, un poco robusta, con anteojos de borde de acero que seguramente le hubieran quedado bien a cualquiera menos a ella. Se presentó como la secretaria privada de Eisler y nos llevó por un corredor alfombrado en gris. Yo me detuve un segundo en el baño y luego me uní al grupo de nuevo.

La oficina del doctor Eisler era pequeña y simple, con paredes revestidas en nogal. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas acuarelas color pastel en marcos de roble, y casi nada más. Ninguno de los toques de decoración que yo hubiera esperado: nada de alfombras orientales, relojes de péndulo, muebles de caoba. El escritorio del director también era simple: una mesa de vidrio y cromo.

Enfrente, dos sillones individuales aparentemente muy cómodos, de cuero blanco y diseño sueco moderno, y uno grande del mismo material.

Eisler era bastante alto, más o menos como yo, pero algo porcino en su traje de lanilla negra. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, una cara redonda, papada, ojos muy hundidos y orejas grandes. Alrededor de la boca se veían con claridad las líneas profundas de la edad, que también subían hacia la frente y entre las cejas. Y estaba totalmente calvo, con la cabeza brillante. Era una figura impresionante aunque algo siniestra.

– Señora Sinclair -dijo, tomándole la mano a Molly. Él sí sabía cuál era el centro de su atención: no el esposo, sino la mujer, legítima heredera de la cuenta numerada del padre según lo disponía la ley bancaria suiza. Se inclinó profundamente. -Y señor Ellison… -Tenía una voz baja, grave; el acento era una mezcla de alemán suizo e inglés de Oxford.

Nos sentamos en las sillas de cuero mientras él se acomodaba frente a nosotros, en el sillón grande. Nos presentamos, y él hizo que la secretaria nos trajera una bandeja con café. Mientras hablaba, las líneas que le marcaban la frente se hicieron más profundas y gesticuló con las manos bien cuidadas en movimientos tan delicados que parecían casi femeninos.

Sonrió con algo de tensión como para indicar que la reunión en sí ya había comenzado. ¿Qué era lo que queríamos de él?, decía su expresión.

Yo saqué el documento de autorización firmado por el padre del Molly.

Él lo miró.

– Supongo que quieren acceso a la cuenta numerada.

– Correcto -dijo Molly, como una mujer de negocios.

– Hay algunas formalidades -dijo él, como pidiendo disculpas antes que nada-. Tenemos que asegurarnos de su identidad, verificar la firma y todo lo demás. Supongo que tienen referencias bancarias de los Estados Unidos…

Molly asintió y sacó un grupo de papeles con la información que él necesitaba. Él los tomó, apretó un botón para llamar a la secretaria y le entregó todo a ella.

Luego hablamos unos cinco minutos del tiempo y la Kunthaus y otras visitas obligadas en Zúrich. Finalmente, sonó el teléfono. Él lo levantó, dijo "Ja!", escuchó unos segundos y volvió a poner el receptor en su lugar. Otra sonrisa tensa.

– El milagro del fax -dijo-. Esto llevaba mucho más tiempo hace unos años… ¿Si fuera usted tan amable…?

Le dio una lapicera a Molly y una pizarra con una sola hoja membretada del Banco de Zúrich y le pidió que escribiera el número de la cuenta, en palabras -la firma numérica-, sobre la línea de puntos grises en el centro.

Cuando ella terminó de escribir el número que su padre había codificado con tanto cuidado, él llamó otra vez a la secretaria, le entregó el papel y charlamos otro rato mientras estudiaban la escritura con máquinas especiales. Él explicó al pasar que se la comparaba con la firma de la tarjeta que habíamos firmado alguna vez en nuestro Banco de Boston.

El teléfono volvió a sonar, él lo levantó, dijo "Danke" y colgó. Un momento después, volvió la secretaria con una carpeta gris marcada con el número 322069.

Evidentemente, habíamos pasado la primera prueba. El número de cuenta era el correcto.

– Ahora -dijo Eisler-, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Con toda intención, yo había elegido el asiento más cercano a él. Me incliné hacia adelante, puse la mente en blanco, enfoqué mi cerebro en el problema.

Aproveché el momento de silencio. Enfoqué otra vez.

Llegó. Alemán, claro está, una frase tras otra.

– ¿Señores? -dijo él, mirándome con la cabeza baja y el ceño fruncido.

No era suficiente. Yo sabía algo de alemán, había tenido entrenamiento intensivo en la Granja, pero él estaba pensando demasiado rápido para mis habilidades.

No podía.

– Nos gustaría saber cuánto hay en la cuenta -dije.

Me incliné hacia él otra vez, enfoqué, traté de aislar cualquier cosa que pudiera entender en el flujo continuo de alemán, algo a qué aferrarme.

– No se me permite discutir particularidades -dijo Eisler en tono flemático-. Y además, no lo sé.

Y entonces oí una palabra. Stahlkammer.

Sin duda, era la primera palabra que me saltaba a la mente. Stahlkammer.

Bóveda.

– Hay una bóveda que tiene que ver con esta cuenta, ¿verdad? -pregunté.

– Sí, señor -admitió él-. Una grande, debo decir.

– Quiero acceso. Inmediatamente.

– Como desee -dijo él-. Sin duda. Ahora mismo. -Se levantó del sillón. La cabeza calva reflejaba el brillo de las luces en el cielo raso. -Supongo que tienen el código de la combinación para acceder a ella. Molly me miró. Estaba fuera de su elemento.

– Supongo que es el mismo de la cuenta -dije.

Eisler rió una vez y después se sentó de nuevo.

– Realmente no lo sé. Aunque por razones de seguridad, aconsejamos a nuestros clientes que no usen ese número. Y de todos modos, no es la misma cantidad de dígitos.

– Tal vez lo tenemos -dije-. Estoy casi seguro… En alguna parte. Mi suegro nos dejó muchos papeles. Usted podría ayudarnos. Decirnos, por ejemplo, el número de dígitos.

El miró el archivo.

– Imposible -dijo.

Pero yo oí, varias veces, un número que él estaba pensando y no decía, que articulaba en algún lugar de su centro de habla. "Vier"…

Cuatro dígitos, ¿era eso?

– ¿Es de cuatro dígitos? -le pregunté.

El rió de nuevo, se encogió de hombros. Este juego es divertido, decía su cuerpo, pero creo que ya no queda mucho más que decir.

– Hay una cuenta numerada que nosotros administramos y atendemos -explicó con el tono que se usa para explicarle algo a un grupo de niños pequeños-. Ustedes pueden sacar o transferir esos fondos, como quieran. Pero también hay una bóveda, una caja de seguridad, digamos. Nosotros la mantenemos pero no tenemos acceso a ella. Nunca, excepto en las circunstancias más extraordinarias. Como estipuló el fallecido señor Sinclair, para abrir la bóveda se requiere un código de acceso.