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No. No servía.

De acuerdo. El mayor compartimiento de la bóveda del Federal contenía una pared de oro de tres metros de ancho por tres de alto por seis de profundidad. Lo cual significaba unas 107.000 barras. Unos diecisiete mil millones de dólares.

Me ardía la cabeza por los cálculos febriles. El volumen en esta habitación era un tercio de lo que había en aquélla.

Volví a mi cálculo inicial de 37.879 barras de oro. El oro se vendía no a 400 dólares la onza sino a algo así como 330. De acuerdo. Así que a 330 la onza, una barra de oro de cuatrocientas onzas valía 132.000 dólares.

Lo cual nos llevaba a…Cinco mil millones de dólares.

– Cinco -dije.

– ¿Cinco mil millones?

– Correcto.

– Eso es algo que ni siquiera puedo concebir -dijo Molly-. Estoy sentada… apoyada sobre esto… y no puedo ni concebir cinco mil millones de dólares… y son todos míos…

– No.

– ¿La mitad?

– No. Pertenecen a Rusia.

Ella me miró, los ojos fríos y después dijo:

– No me causa ninguna gracia.

– Cierto. Y él dijo diez -la interrumpí.

– ¿Qué?

– Tal vez hay cinco mil millones aquí. Orlov me dijo diez mil.

– Estaba equivocado. O te mentía.

– O la mitad desapareció.

– ¿Desaparecer? ¿Qué quieres decir, Ben?

– Pensé que habíamos encontrado el oro -dije en voz alta-. Y en realidad no es más que una parte.

– ¿Qué es esto? -dijo ella, sorprendida, de pronto.

– ¿Qué?

Como un sandwich entre dos pilas verticales de oro, a nivel del piso, había un pequeño sobre de papel.

– ¿Qué mierda…? -dijo ella, tirando para sacarlo.

Salió con facilidad.

Con los ojos muy abiertos, Molly dio vuelta el sobre en blanco, vio que no tenía nada escrito y lo abrió.

Era una tarjeta de bordes azules, una tarjeta de Tiffany al parecer, con el nombre de Harrison Sinclair en letras de imprenta arriba de todo.

Había algo escrito en el centro de la tarjeta, en la letra de su padre.

– Es… -empezó a decir Molly pero yo la interrumpí.

– No lo digas en voz alta. Muéstramelo.

Dos líneas.

La primera: Caja 322. Banque de Raspail.

La segunda: Boulevard Raspail, 128, París 7e.

Eso era todo. El nombre y la dirección de un Banco de París.

Un número de caja, seguramente una caja de seguridad, ¿Y qué significaba eso? Cajas chinas, cajas dentro de cajas: ésa era la esencia del asunto.

– ¿Qué…?

– Ven -le dije, impaciente, metiéndome la tarjeta en el bolsillo-. Necesitamos otra charla con Eisler.

47

Según las Vidas de Plutarco: "Los muertos no muerden". Según creo fue Dryden el que escribió hace doscientos años: "Los muertos no hablan".

Error, dos veces error. Hal Sinclair seguía hablando mucho después de su funeral, y lo que decía seguía siendo misterioso.

El brillante jefe de espías Harrison Sinclair había sorprendido a cientos de personas en sus seis décadas de vida sobre la Tierra: amigos y socios, superiores y subordinados, enemigos en el mundo y en Langley. Y ahora, después de su muerte, las sorpresas, las vueltas y los recovecos no habían terminado. ¿Quién hubiera esperado tanto de las huellas de un muerto?

Para cuando Molly y yo terminamos de charlar en voz baja, la secretaria privada de Eisler nos esperaba en el corredor, fuera de la bóveda. La habíamos llamado y pedimos ver al director inmediatamente.

– ¿Hay algún problema? -preguntó ella, la cara toda preocupación.

– Sí -dijo Molly pero no explicó más.

– Estaremos encantados de ayudar en todo lo que podamos -dijo ella, escoltándonos hacia el ascensor para subir a la oficina de Eisler. Era toda eficiencia, pero su reserva suiza se había derrumbado en parte: tarareaba algo como si de pronto fuéramos viejos amigos.

Molly conversó con ella, mientras yo permanecía en silencio, tocando la Glock con los dedos, allá abajo, en el bolsillo.

Entrar en el Banco y pasar por los detectores de metales había sido toda una hazaña y debo agradecer al entrenamiento de la CIA por haberlo logrado. Un conocido mío de mis días en la Agencia, Charles Stone (cuya saga extraordinaria seguramente le es conocida a usted) me describió una vez la forma en que había metido una pistola Glock por la puerta de embarque del Aeropuerto Charles de Gaulle de París. La Glock es casi toda de plástico y Stone (creo que la idea es ingeniosa) desarmó el arma en sus componentes, puso las partes chicas de metal en una bolsita con implementos de afeitarse y las más grandes dentro de la manija metálica del equipaje (ambas pasaron por el aparato de rayos X). Dejó las partes de plástico sobre su persona.

Desgraciadamente, esa técnica no me hubiera servido allí porque no tenía el lujo de que me revisaran con dos aparatos: uno de rayos X y un detector de metales. Todo tenía que estar en mi cuerpo y sin duda, la pistola hubiera disparado la alarma.

Así que inventé mi propio método, aprovechando una desventaja de todos los detectores de metales, que no son tan sensibles en los extremos del campo como en el centro. Y la Glock tiene poco acero. Lo que hice fue atar la pistola a una cuerda de nailon larga que me colgaba del cinturón y entraba por un agujero al bolsillo derecho. La pistola colgaba de mi pierna derecha dentro de la manga del pantalón, cerca del zapato. La mantuve quieta poniendo una mano en el bolsillo sobre la cuerda mientras pasaba por el detector. Esencialmente, pateé la pistola para que pasara por el detector en el perímetro del campo magnético tan atenuado que casi no detecta nada. Naturalmente, mientras pasaba, estaba duro de miedo, pensando que tal vez el truco no funcionaría, y que algo me saldría mal. Pero pasé sin incidentes. Después fui al baño y volví a poner la pistola en el bolsillo del pantalón, un lugar mucho más cómodo.

El doctor Eisler parecía todavía más perturbado que su asistente. Nos ofreció café. Dijimos que no, gracias, con toda amabilidad. El hombre tenía la frente arrugada de preocupación cuando se sentó en el sofá enfrente de los dos.

– Bueno -dijo en su voz refinada y grave-, ¿cuál es el problema?

– El contenido de la bóveda -contesté-. No está completo.

Él me miró fijo un largo rato y después se encogió de hombros, furioso.

– No sabemos nada del contenido de las bóvedas de los. clientes. Lo único que hacemos es mantener todas las precauciones de seguridad que nos parezcan necesarias y que son nuestra obligación…

– El Banco es responsable.

El rió una vez, secamente.

– Lamento decirle que no. Y de todos modos, su esposa no, es más que una de los dueños.

– Parece que falta una gran cantidad de oro -seguí diciendo-. Demasiado para que desaparezca fácilmente. Me gustaría saber adonde fue a parar.

Eisler dejó escapar aire por la nariz y asintió con amabilidad. Parecía aliviado, de pronto.-Señor Ellison, señora Sinclair, seguramente los dos entienden que no se me permite discutir transacciones de ningún…

– Como las transacciones se hicieron en mi cuenta -dijo Molly-, estoy segura de que tengo derecho a saber adonde se lo llevaron.

Eisler asintió otra vez, después de un momento de duda.

– Señora, señor… en el caso de cuentas numeradas, nuestra responsabilidad es permitir el acceso a cualquiera que cumple con los requerimientos estipulados por la persona o personas que han establecido la cuenta en este Banco. Más allá de eso, y para proteger a todos los involucrados, mantenemos el mayor de los secretos.

– Estamos hablando de mi cuenta -dijo Molly, con severidad-. Y yo quiero saber adonde está ese oro.

– Señora Sinclair, la confidencialidad es una tradición del sistema bancario nacional al que el Banco que presido pertenece. Lo lamento muchísimo. Si hay algo que podamos hacer…

Saqué en un sólo movimiento la Glock y la apunté a la frente alta, fruncida.

– La pistola está cargada -pronuncié con tranquilidad-. Estoy totalmente preparado para usarla… -Solté el seguro cuando vi que él empezaba a deslizar el pie hacia la derecha con tanta lentitud que uno veía inmediatamente dónde estaba el botón de la alarma. -No sea tonto, deje esa alarma silenciosa.

Me le acerqué para que el cañón de la pistola estuviera a pocos centímetros de su frente.

No tenía que concentrarme mucho: los pensamientos fluían fácilmente, con claridad. Y recogí bastante: ondas de ideas, sobre todo en alemán, pero con algo de inglés de tanto en tanto. Preparaba expresiones de sorpresa, de furia, objeciones…

– Como ve, estamos desesperados -dije. Mi expresión era evidente: yo estaba realmente desesperado y él se dio cuenta de que era capaz de dispararle en cualquier momento.

– Si es usted tan tonto como para matarme -dijo Eisler con sorprendente tranquilidad-, ni conseguirá lo que quiere ni podrá salir jamás de esta habitación. Mi secretaria oirá el disparo y hay sensores de movimiento en esta habitación y…

Estaba mintiendo. Yo lo sabía por sus pensamientos. Estaba asustado, lo cual era comprensible. Nunca le había pasado algo así antes. Siguió diciendo:

– Incluso si les diera la información que buscan, cosa que no pienso hacer, no podrían salir del Banco.

En eso, parecía estar diciendo la verdad, pero no hacía falta una percepción extrasensorial para entender esa lógica.-Sin embargo, -siguió diciendo después de un momento-, estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para dar por terminado este episodio bochornoso. Si deja esa pistola y se va, no pienso denunciarlo. Entiendo que estén desesperados. Pero amenazándome no ganan nada.