Pero a mi lado no había nadie.
Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan
bajo el sol.
No cantaba el grillo,
había un vago olor a cal y semillas quemadas,
las calles del poblado eran arroyos secos
y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese gritado:
¿ quién vive?
Cerros pelados, volcán frío, piedra y jadeo bajo tanto esplendor,
sequía, sabor de polvo,
rumor de pies descalzos sobre el polvo, ¡y el pirú en medio del
llano como un surtidor petrificado!
Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos,
dime, luna agónica,
¿no hay agua,
hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos
sobre la espina,
sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía
impío como un cacique de oro?
¿No hay relinchos de caballos a la orilla del río, entre las
grandes piedras redondas y relucientes,
en el remanso, bajo la luz verde de las hojas y los gritos de los
hombres y las mujeres bahándose al alba?
El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,
¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de
la fuente cegada?
¿Sólo está vivo el sapo,
sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,
sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?