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Tendido al pie del divino árbol de jade regado con sangre, mientras dos esclavos jóvenes lo abanican, en los días de las grandes procesiones al frente del pueblo, apoyado en la cruz: arma y bastón, en traje de batalla, el esculpido rostro de silex aspirando como un incienso precioso el humo de los fusilamientos, los fines de semana en su casa blindada junto al mar, al lado de su querida cubierta de joyas de gas neón, ¿sólo el sapo es inmortal?
He aquí a la rabia verde y fría y a su cola de navajas y vidrio
cortado, he aqui al perro y a su aullido sarnoso, al maguey taciturno, al nopal y al candelabro erizados, he aquí a la flor que sangra y hace sangrar, la flor de inexorable y tajante geometría como un delicado instrumento de tortura, he aquí a la noche de dientes largos y mirada filosa, la noche que desuella con un pedernal invisible, oye a los dientes chocar uno contra otro, oye a los huesos machacando a los huesos, al tambor de piel humana golpeado por el fémur, al tambor del pecho golpeado por el talón rabioso, al tam-tam de los tímpanos golpeados por el sol delirante, he aqui al polvo que se levanta como un rey amarillo y todo lo descuaja y danza solitario y se derrumba como un árbol al que de pronto se le han secado las raíces, como una torre que cae de un solo tajo, he aquí al hombre que cae y se levanta y come polvo y se arrastra, al insecto humano que perfora la piedra y perfora los siglos y carcome la luz, he aquí a la piedra rota, al hombre roto, a la luz rota.