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Incluso a esa distancia, Jake se sintió sobrecogido ante la belleza de su perfil. Su pelo de color arena brillaba al sol y su alegre risa parecía iluminar la polvorienta calle. Por un instante, deseó con toda su alma que esa mujer hubiera contestado a su anuncio.

Pero aquello era ridículo, claro, porque el anuncio que había puesto Derek no especificaba dónde vivía Jake.

– No sabía que Annie tuviera amigas como esa -comentó Patrick, quitándose el pelo de la frente.

– ¿Por qué no te acercas para que te la presente? -le preguntó Jake, deslizando la vista por el cuerpo de la explosiva rubia.

– Creo que es lo que debería hacer. ¿Vienes?

– Es toda tuya, Patrick -contestó Jake, fingiendo una indiferencia que no sentía.

Esperaría a la noche para enterarse en el Café Fireweed de todo lo relacionado con aquella misteriosa mujer. Annie podía seguir con la idea de hablarle y no tenía ninguna intención de ponerse en ridículo. Y tampoco pensaba demostrar el más mínimo interés por la guapa desconocida. Se imaginaba perfectamente cuál sería la reacción de la mujer si se enteraba del anuncio de Derek.

Se estremeció. De ninguna manera. De momento, volvería al rancho y terminaría sus tareas, tal y como tenía pensado hacer.

Robin oyó unos golpes de martillo que llegaban hasta el porche trasero de la casa de su madre. Estaba descansando mientras su cuñado leía un cuento a sus sobrinos y la abuela se echaba una pequeña siesta.

Robin estaba asombrada de lo que habían crecido sus sobrinos desde la última Navidad. Normalmente los veía dos veces al año en la casa de campo que tenía su hermana en Prince George: en Navidad y en verano.

Esbozó una sonrisa y se sentó en una mecedora de madera. La abuela, sin embargo, parecía que no había cambiado nada. Cuando la había abrazado poco antes en el salón, Robin se había sentido como si de nuevo tuviera dieciocho años.

La casa era la misma y el jardín también, pensó mientras paseaba la mirada por el terreno que dominaba el jardín de su madre. Luego se detuvo en el granero nuevo de la propiedad adyacente. Eso sí que había cambiado.

Se preguntó cuánto tiempo haría que los Bronson se habían ido y recordó su taller de reparación de coches antiguos. Los nuevos propietarios habían tirado el viejo edificio y lo habían sustituido por uno de dos pisos. En vez de las chapas de metal, ahora había sacos de arena bien ordenados y heno para alimentar a las decenas de caballos que pastaban tranquilamente.

En ese momento, un hombre, desnudo de cintura para arriba, salió del granero. Llevaba un cinturón de herramientas de cuero sobre los vaqueros y un martillo en la mano derecha. Tenía el torso brillante por el sudor y aquello resaltaba sus fuertes músculos. Un sombrero de vaquero le ocultaba parte del rostro.

«Magnífico», fue la palabra que se le ocurrió inmediatamente. Si alguna vez se decidiera a tener relaciones sexuales por placer, en vez de pensar en el embarazo, ese sería el tipo adecuado para ella.

Observó al hombre unos segundos y, de repente, frunció el ceño.

Se trataba de Jacob Bronson.

Se sintió como si le hubieran aplastado el corazón contra las costillas antes de poder respirar de nuevo. Nunca había creído que volvería a verlo.

El hombre se quedó quieto de repente, como si hubiera notado su perfume. Entornó los ojos y miró directamente hacia el porche.

No pudo verla. Era imposible que la viera entre las sombras. Y aunque pudiera, jamás la reconocería a esa distancia y después de quince años.

¿Entonces por qué aquellos ojos azules parecieron traspasar el alma de Robin?, se preguntó con un estremecimiento.

No quería recordar. Se negaba a permitir que los humillantes recuerdos la invadieran de nuevo. Había logrado olvidarse de todo aquello desde el día en que había salido de allí y no quería recordarlo en esos momentos. No había ninguna razón…

Aquello había ocurrido quince años antes. La noche antes de terminar la escuela, cuando los veintiún veteranos del Instituto de Forever cumplían con la tradición del solsticio de verano en la playa. Se hacía a media noche, en el momento en que el sol se hundía brevemente en el horizonte y el agua se oscurecía lo justo para preservar la decencia.

El rito era privado y se hacía a diez millas de la ciudad en un lugar al que se llegaba por una carretera polvorienta que se abría en la orilla del río y que permitía a los nadadores ver si se aproximaban visitantes.

Robin había conseguido dejar a un lado sus miedos aquella noche y se había ido con sus compañeras a la playa, a la zona de las chicas.

Tímida y poco decidida, en comparación con sus compañeras, había tardado un rato en armarse de valor y darse cuenta de que los mosquitos de la orilla eran mucho más peligrosos que desnudarse y sumergirse en las gélidas aguas.

Una a una, las chicas se habían ido reuniendo con los chicos. Todavía podía recordar las risas y los gritos sobre el fuego de la hoguera. Esta daba un color anaranjado a los arbustos del trozo de tierra que separaba las dos playas. Hasta su amiga Annie se había ido hacia la playa principal.

Robin caminó por la suave arena y se abrazó los hombros fríos. Estaba comportándose como una estúpida, se dijo. Parecía que todos se estaban divirtiendo y los chicos no estaban aprovechándose de la situación.

Robin dio dos brazadas hacia las voces y trató de ver lo que hacían antes de aproximarse más. Quizá pudiera unirse a ellos de una manera discreta.

Vio primero a Rose y luego a Seth y Alex, que la estaban salpicando. Annie y otras chicas estaban agrupadas en una zona poco profunda y reían alegremente.

Un mosquito picó a Robin en el cuello y ella se dio una palmada, pero entonces sintió otra picadura en la oreja. Sacudió la cabeza y, como si se hubieran pasado la señal unos a otros, fue rodeada de repente por los zumbantes insectos. Robin se sumergió bajo el agua y se alejó de la orilla.

Cuando salió a la superficie, la rodearon de nuevo los pequeños insectos. Se hundió de nuevo en el agua y buceó, alejándose de donde estaba y de las voces y las risas. Salió cuando sus pulmones no aguantaron más.

Entonces tomó aire profundamente. Los mosquitos ya no estaban, pero la corriente la había atrapado y la había llevado lejos de la playa de las chicas. Robin pensó que habría sido mejor haberse quedado en casa.

Se puso a nadar. Era una buena nadadora, pero avanzaba lentamente en medio de aquellas frías aguas. Le sería más fácil al lado de la orilla, donde la corriente era más débil, pero se acordó de los mosquitos y se mantuvo alejada de los arbustos que daban abrigo a los cisnes.

Su pie golpeó una rama oculta bajo el agua. Fue un dolor intenso y agudo, que le hizo dar un grito. Entonces se puso en pie, pero inmediatamente sintió que empezaba a hundirse en el lodo. Con un estremecimiento, volvió a ponerse a flote, tratando de no pensar en las sanguijuelas.

Comenzó a nadar rítmicamente, pensando en su enorme toalla y en la furgoneta de Annie. Se alejó un poco más de la orilla. Su pie volvió a golpear un árbol caído. Dio una brazada, pero su tobillo de repente se enredó en un grupo de ramas que tiraron de ella hacia debajo del agua.

¡Lo que le faltaba! Se puso a flote rápidamente y trató de liberarse de las ramas. Se torció el tobillo en el intento y dio un grito sofocado.

Notó el zumbido de un mosquito al lado de la oreja. Lo esquivó y luego, con mucho cuidado, tocó las ramas que tenía debajo con el otro pie. Estaban cubiertas de lodo. En un momento dado, notó un algo sólido y se apoyó en ello con alivio, tratando de mantener el equilibrio con los brazos.

Le dolía un poco el pie que tenía atrapado, pero estaba segura de que no era nada serio. Además, como el agua estaba muy fría, era como si se hubiera puesto hielo. Lo movió hacia la izquierda y no sintió nada. Lo hizo hacia la derecha, y tampoco.

Bajó la mano por la pierna hasta encontrar las ramas. Se dio cuenta de que no podría agarrarlas sin hundir la cabeza, así que se sumergió y tiró de la rama que la tenía atrapada con todas sus fuerzas.