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– Un cigarrillo, un cigarrillo, tengo que fumarme un cigarrillo. -Denise se reunió con ella y abrió un paquete de cigarrillos, encendió uno y dio una honda calada-. ¡Ah, esto está mucho mejor! Ya no tengo ganas de matar a nadie. Holly sonrió; le apetecía mucho pasar tanto tiempo seguido con sus amigas.

– Hol, ¿te importa que duerma en el sofá cama? Así podré fumar…

– ¡Sólo si dejas la puerta abierta, Denise! -soltó Sharon desde el interior-. No quiero levantarme cada mañana apestando a tabaco.

– Gracias -dijo Denise, encantada.

A las nueve de la mañana Holly se despertó al oír los movimientos de Sharon. Ésta le susurró que bajaba a la piscina para reservar unas tumbonas. Un cuarto de hora después, Sharon regresó al apartamento.

– Los alemanes han ocupado todas las tumbonas erijo contrariada-. Estaré en la playa si me buscáis.

Holly murmuró una respuesta con voz soñolienta y volvió a dormirse. A las diez Denise saltó de la cama y ambas decidieron reunirse en la playa con Sharon.

La arena estaba muy caliente y tenían que moverse sin cesar para no quemarse la planta de los pies. Pese a lo orgullosa que había estado Holly de su bronceado en Irlanda, saltaba a la vista que acababan de llegar a la isla, pues eran las personas más blancas que había en la playa. Localizaron a Sharon sentada debajo de una sombrilla, leyendo un libro.

– Esto es precioso, ¿verdad? -dijo Denise, sonriendo mientras contemplaba el panorama.

Sharon levantó la vista de su libro y sonrió. -Es el paraíso.

Holly miró alrededor para ver si Gerry estaba allí. No, no había rastro de él. La playa estaba llena de parejas: parejas poniéndose mutuamente crema solar, parejas paseando cogidas de la mano por la orilla, parejas jugando a palas y, justo delante de su tumbona, una pareja tomaba el sol acurrucada. Holly no tuvo tiempo de deprimirse, ya que Denise se había quitado el vestido de tirantes y daba brincos por la arena caliente, luciendo un brevísimo tanga de piel de leopardo.

– ¿Alguna de vosotras me pondría bronceador solar?

Sharon dejó el libro a un lado y la miró por encima de la montura de sus gafas de leer.

– Yo misma, pero el trasero y las tetas te los embadurnas tú solita.

– Maldita sea -bromeó Denise-. No te preocupes, ya encontraré a alguien para eso. -Se sentó en la punta de la tumbona de Sharon y ésta comenzó a aplicarle la crema-. ¿Sabes qué, Sharon?

– ¿Qué?

– Te quedará una marca espantosa si no te quitas ese pareo. Sharon se miró el cuerpo y se bajó un poco más la faldita.

– ¿Qué marca? Nunca me pongo morena. Tengo una piel irlandesa de primera calidad, Denise. ¿No te has enterado de que el color azul es lo último en bronceado?

Holly y Denise rieron. Por más que Sharon había intentado broncearse año tras año, siempre terminaba quemándose y pelándose. Finalmente había renunciado a ponerse morena, aceptando la inevitable palidez de su piel.

– Además, últimamente estoy hecha una foca y no me gustaría espantar al personal.

Holly miró a su amiga con fastidio por lo que acababa de decir. Había ganado un poco de peso, pero en absoluto estaba gorda.

– ¿Pues entonces por qué no vas a la piscina y espantas a todos esos alemanes? -bromeó Denise.

– Ay, sí. Mañana tenemos que levantarnos más temprano para coger sitio en la piscina. La playa resulta aburrida al cabo de un rato -sugirió Holly. -No te preocupes. Venceremos a los alemanes -aseguró Sharon, imitando el acento alemán.

Pasaron el resto del día descansando en la playa, zambulléndose de vez en cuando en el mar para refrescarse. Almorzaron en el bar de la playa y, tal como habían planeado, se dedicaron a holgazanear. Poco a poco Holly notó cómo el estrés y la tensión iban abandonando sus músculos y durante unas horas se sintió libre.

Aquella noche se las ingeniaron para evitar a la Brigada Barbie y disfrutaron de la cena en uno de los numerosos restaurantes que jalonaban una concurrida calle cercana al complejo residencial.

– No puedo creer que sean las diez y que estemos regresando al apartamento -dijo Denise, mirando con avidez la gran variedad de bares que las rodeaba. Los locales y las terrazas estaban atestados de gente y la música vibraba en todos los establecimientos, mezclándose hasta formar un inusual sonido ecléctico. Holly casi sentía el suelo latir bajo sus pies. Paseaban en silencio, absortas en las visiones, los sonidos y los olores que les llegaban de todas partes. Las luces de neón parpadeaban y zumbaban reclamando la atención de posibles clientes. En la calle los dueños de los bares competían entre sí para convencer a los transeúntes ofreciendo folletos, copas gratis y descuentos.

Cuerpos jóvenes y bronceados se agrupaban en las mesas exteriores, paseando con seguridad por la calle e impregnando el aire de olor a crema solar de coco. Al ver el promedio de edad de la concurrencia, Holly se sintió vieja.

– Bueno, podemos ir a un bar a tomar una copa, si quieres -dijo Holiy con escaso entusiasmo, observando a unos jovencitos que bailaban en la calle. Denise se detuvo y recorrió los bares con la mirada para elegir uno.

– Hola, preciosa. -Un hombre muy atractivo se paró ante Denise y sonrió para mostrar sus impecables dientes blancos. Hablaba con acento inglés-. ¿Te vienes a tomar algo conmigo? -propuso indicando un bar.

Denise contempló al hombre un momento, sumida en sus pensamientos. Sharon y Holly sonrieron con complicidad al constatar que, después de todo, Denise no se acostaría temprano. De hecho, conociéndola, quizá no se acostaría en toda la noche.

Finalmente Denise salió de su trance.

– No, gracias, ¡tengo novio y le quiero! -anunció orgullosa-. ¡Vámonos, chicas! -dijo a Holly y Sharon, dirigiéndose hacia el hotel.

Las dos permanecieron inmóviles en medio de la calle, atónitas. Tuvieron que correr para alcanzarla.

– ¿Qué hacíais ahí boquiabiertas? -inquirió Denise con picardía.

– ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi amiga devoradora de hombres? -preguntó Sharon a su vez, muy impresionada.

– Vale. -Denise levantó las manos y sonrió-. Puede que quedarse soltera no sea tan bueno como lo pintan.

– Desde luego que no», se dijo Holly. Bajó la mirada y fue dando patadas a una piedra por el camino mientras volvían al apartamento.

– Te felicito, Denise -dijo Sharon, cogiendo a su amiga por la cintura. Se produjo un silencio un tanto incómodo y Holly oyó la música que iba alejándose lentamente, dejando sólo el ritmo sordo del bajo en la distancia. -Esa calle me ha hecho sentir vieja -dijo Sharon de pronto.

– ¡A mí también! -convino Denise con expresión de asombro-. ¿Desde cuándo sale de copas la gente tan joven?

Sharon se echó a reír.

– Denise, no es que la gente sea más joven, somos nosotras las que nos hacemos mayores.

Denise meditó un instante y luego dijo: