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Christine Feehan

Posesión Oscura

Carpatos 18

Capítulo 1

Manolito de la Cruz despertó bajo la tierra oscura con el corazón palpitándole en el pecho, lágrimas de sangre surcándole el rostro, y abrumado por el pesar. El grito desesperado de una mujer hacía eco en su alma, desgarrándole, reprendiéndole, apartándole del borde de un gran precipicio, y se estaba muriendo de hambre.

Cada célula de su cuerpo imploraba sangre. El hambre le roía con garras despiadadas, hasta que una roja neblina le cubrió la vista y su pulso martilleó por la necesidad de conseguir alimento inmediatamente. Desesperado, exploró las cercanías de su lugar de descanso, buscando la presencia de enemigos sin encontrar ninguno, atravesó como un cohete las ricas capas de tierra, hacia el aire. El corazón le tronaba en los oídos mientras su mente gritaba.

Aterrizó en cuclillas en medio de unos densos arbustos y espesa vegetación y lanzó una lenta y cuidadosa mirada alrededor. Por un momento todo pareció equivocado… monos chillando, pájaros gritando una advertencia, la exhalación de un depredador más grande, incluso el arrastrar de los lagartos a través de la vegetación. Se suponía que no debería estar allí. En la selva tropical. Su hogar.

Sacudió la cabeza, intentando aclarar su fragmentada mente. Lo último que recordaba con claridad era interponerse delante de una mujer de los Cárpatos embarazada, protegiendo tanto a la madre como al niño nonato de un asesino. Shea Dubrinsky, la compañera de Jacques, cuyo hermano era el príncipe de la gente de los Cárpatos. En ese momento había estado en las Montañas de los Cárpatos, no en Sudamérica, a la que ahora llamaba hogar.

Repasó las imágenes en su cabeza. Shea se había puesto de parto en la fiesta. Ridículo asunto. ¿Cómo podían mantener a las mujeres y niños a salvo en medio de semejante locura? Manolito había presentido el peligro, al enemigo moviéndose entre la muchedumbre, acechando a Shea. Se había distraído, deslumbrado por colores, sonidos y las emociones que se vertían sobre él llegando de todas direcciones. ¿Cómo era posible? Los Antiguos Cazadores Cárpatos no sentían emociones y veían en tonos de gris, blanco y negro… aún así… recordaba claramente que el cabello de Shea era rojo. De un brillante, brillante rojo.

Los recuerdos se dispersaron cuando el dolor explotó atravesándole, haciendo que se doblara sobre sí mismo, mientras oleadas de debilidad le golpeaban. Se encontró sobre las manos y las rodillas, con el estómago encogido en duros nudos y sus entrañas pesadas. Un fuego le quemaba en su interior como veneno fundido. Las enfermedades no atacaban a la raza de los Cárpatos. No podía haberse contagiado con enfermedad humana. Esto era algo provocado por un enemigo.

¿Quién me ha hecho esto? Apretó los blancos dientes en una muestra de agresividad, con los incisivos y caninos afilados y letales mientras miraba con ferocidad a su alrededor. ¿Cómo había llegado esta aquí? Arrodillándose en la tierra fértil, intentó decidir qué hacer ahora.

Otro rayo de dolor cegador fustigó sus sienes, ennegreciendo los bordes de su visión. Se cubrió los ojos intentando bloquear las estrellas fugaces que venían hacia él como misiles, pero cerrar los ojos empeoró el efecto.

– Soy Manuel De la Cruz-murmuró para sí mismo, tratando de forzar a su cerebro a trabajar… a recordar… empujando las palabras a través de los dientes apretados fuertemente en una mueca-Tengo un hermano mayor y tres hermanos menores. Me llaman Manolito para molestarme, porque mis hombros son más amplios y tengo más músculos y, de esa forma, me reducen a la condición de un niño. No me abandonarían si supieran que los necesitaba.

Nunca me habrían abandonado. Nunca. No sus hermanos. Eran leales los unos a los otros… lo habían sido durante largos siglos y siempre sería así.

Empujó a un lado el dolor intentando descubrir la verdad. ¿Por qué estaba en la selva tropical cuando debería estar en las montañas de los Cárpatos? ¿Por qué había sido abandonado por su gente? ¿Sus hermanos? Sacudió la cabeza en negación, aunque le costó muchísimo, ya que su dolor se incrementó y parecía que le estaban clavando clavos en la cabeza.

Se estremeció cuando las sombras se arrastraron acercándose, rodeándole, tomando forma. Las hojas crujieron y los arbustos se movieron, como tocados por manos invisibles. Los lagartos salieron disparados de debajo de la vegetación podrida y se alejaron corriendo como asustados.

Manolito se hizo atrás y nuevamente miró cautelosamente a su alrededor, esta vez examinando sobre y bajo tierra, desmenuzando la región concienzudamente. Había solo sombras, nada de carne y sangre que indicara que había un enemigo cerca. Tenía que controlarse y averiguar lo que estaba pasando antes de que se cerrara la trampa… y estaba seguro de que había una trampa y de que estaba a punto de quedar completamente atrapado.

En todo el tiempo que había estado cazado al vampiro, Manolito había resultado herido y envenenado en muchas ocasiones, pero había sobrevivido porque siempre usaba el cerebro. Era hábil, sagaz y muy inteligente. Ningún vampiro o mago iba a superarle, estuviera enfermo o no. Si estaba alucinando, tenía que encontrar la manera de romper el hechizo para protegerse a sí mismo.

Las sombras se movieron en su mente, oscuras y malignas. Miró a su alrededor, al nacimiento de la jungla y en vez de ver un hogar acogedor, vio las mismas sombras moviéndose… tratando de alcanzarlo… tratando de atraparlo con sus codiciosas garras. Las cosas se movían, las banshees gemían, criaturas desconocidas se reunían entre los arbustos y a lo largo del terreno.

No tenía sentido, no para uno de su especie. La noche le debería haber dado la bienvenida… reconfortándolo. Envolviéndolo en su rico manto de paz. La noche siempre le había pertenecido, a él… a su gente. Debería haberse visto inundado de información con cada respiración que tomaba en su cuerpo, pero en vez de ello su mente le jugaba malas pasadas, veía cosas que no deberían estar allí. Podía oír una oscura sinfonía de voces que lo llamaban, los sonidos aumentaron de volumen hasta que su cabeza palpitó con gemidos y lastimosos gritos. Dedos huesudos rozaron su piel; patas de araña se arrastraron sobre él, haciendo que se retorciera de derecha a izquierda, sacudiendo los brazos, golpeándose el pecho y frotándose la espalda vigorosamente en un esfuerzo por apartar las invisibles telas de araña que parecían pegadas a su piel.

Se estremeció nuevamente y forzó al aire a entrar en sus pulmones. Tenía que estar alucinando, cautivo en la trampa de un maestro vampiro. Si ese era el caso, no podía llamar a sus hermanos pidiendo ayuda hasta que supiera si él era el señuelo que les atraería también a ellos a la tela de araña.

Se aferró la cabeza con fuerza y forzó a su mente a calmarse. Recordaría. Era un antiguo Cárpato enviado lejos por el anterior Príncipe, Vlad, a cazar al vampiro. Hacía siglos que el hijo de Vlad, Mikhail, había asumido el gobierno de su pueblo. Manolito sintió una de las piezas encajar mientras un trozo de su memoria volvía a su lugar. Había estado lejos de su hogar en Sudamérica, había sido convocado por el Príncipe a una reunión en las Montañas de los Cárpatos, una celebración de la vida ya que la compañera de Jacques iba a dar a luz a un niño. Aunque ahora parecía estar de regreso en la selva tropical, en una parte que le resultaba familiar. ¿Podría estar soñando? Nunca había soñado antes, no que recordara. Cuando un hombre de los Cárpatos acudía a la tierra, cerraba su corazón, sus pulmones y dormía como si estuviera muerto. ¿Cómo podía estar soñando?.

Una vez más se arriesgó a una mirada por los alrededores. Su estómago se revolvió cuando los brillantes colores le deslumbraron, haciendo que le doliera la cabeza y sintiera náuseas. Después de siglos de ver en blanco y negro con sombras de gris, ahora la jungla circundante lucía un rabioso color, tonos de vívidos verdes, un desenfreno de flores de colores derramándose por los troncos de los árboles junto con las enredaderas. Su cabeza latía y le ardían los ojos. Se le escapaban gotas de sangre como lágrimas, recorriendo su rostro, en tanto que bizqueaba tratando de controlar la sensación de vértigo, mientras examinaba la selva tropical.