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Cuidadosa y suavemente Alex dejó el auricular sobre la carpeta de su mesa y se dirigió de puntillas hacia la puerta. El teléfono continuó llamando. Alex trató de sacar la llave en silencio, pero temblaba demasiado y no pudo evitar que chirriara, golpeara y acabara por caer al suelo, donde rebotó sobre el rodapié con un ruido como de dos trenes que chocaran.

– ¡Oh, no! -exclamó en voz alta-. ¡No, no!

Se puso de rodillas y con las manos tanteó la alfombra tratando de dar con ella. Cuando la encontró, la tomó con fuerza entre los dedos, se dio la vuelta y, asustada, volvió a fijar la mirada en el pasillo que llevaba a la escalera, sin dejar de oír el timbre del teléfono, y después entró de nuevo en su oficina, dio un portazo y se apoyó contra la puerta. Trató de poner la llave en la cerradura, pero se le cayó de nuevo.

– ¡Oh, no! -exclamó de nuevo.

Tomó la llave, logró por fin introducirla en la cerradura y trató de girarla. Pero la llave no se movió.

La giró de nuevo, con tanta fuerza que vio que la llave empezaba a doblarse.

– Que se cierre, por favor, que se cierre -suplicó.

La introdujo un poco más y de pronto la llave giró con toda facilidad, sin necesidad de hacer fuerza. Durante un momento Alex se quedó con la cabeza apoyada en la puerta mientras sentía que una sensación de alivio recorría su cuerpo y el corazón le latía con tanta fuerza que era como un puño que golpeara su pecho. Estaba sudando y respirando con ansiedad.

– Diga, diga. -La voz sonaba como si una radio permaneciera encendida-. ¡Diga…!

Cogió el auricular como si fuera el primer alimento que caía en sus manos después de una semana de ayuno.

– Diga.

Oyó la expiración de humo de tabaco que le era tan familiar.

– ¿Alex? -preguntó Philip Main: su voz, casi como un murmullo, tenía un tono de incredulidad.

De nuevo tuvo aquella extraña sensación de una presencia misteriosa y no quiso hablar, para evitar ceder ante el terror.

– Sí. -De pronto oyó su voz, que respondía como en un suspiro, suavemente.

– ¿Alex?

– ¡Ayúdame! -dijo con mayor fuerza y de pronto volvió a sentirse vulnerable; la puerta era fuerte, pero no lo bastante para detener a alguien decidido a atacarla.

– ¿Eres tú, Alex?

– Sí. -El sonido, extraño y agudo, pareció salir de lo más profundo de su interior y casi no pudo reconocer su propia voz.

– ¿Te encuentras bien? -Su tono era amable y preocupado.

Alex no quería decirlo, no quería que la otra persona que los estaba escuchando supiera que estaba asustada. «Normal. Haz que tu voz suene normal, por lo que más quieras habla con normalidad.»

– Quiero ver a una médium. ¿Conoces a alguna? -Se dio cuenta de que su voz había cambiado de nuevo hasta convertirse en la de un autómata monótono y sin matices, que le sonó como la voz de un completo desconocido.

– ¿Estás segura de ello?

«¡Oh, Dios, no empieces ahora a preguntar cosas! ¡Por amor de Dios, no lo hagas! ¡Ahora no!»

– ¿Alex?

– Sí, estoy segura -respondió el autómata.

– Me pareces un poco rara.

– Estoy bien -replicó el autómata.

– No sé nada de médiums. Creo que es algo que debes pensar con detenimiento.

– Por favor, Philip, tengo que hacerlo.

– No sé. Creo que deberíamos hablar de ello.

– Por favor, Philip, ¿conoces a alguna?

Alex escuchó excitada por el silencio.

– No, no personalmente. ¡Dios mío, no! -Hizo una pausa-. Me dijiste que una amiga te lo había sugerido. ¿No conoce a nadie?

– Ya me mandó una. Era horrible.

De nuevo el silencio.

– Tienes que conocer a alguien, Philip.

– Puedes buscar en las páginas amarillas

– Por favor, Philip, pórtate con seriedad.

Hubo otro silencio; Alex escuchó con toda atención tratando de oír cualquier cosa, lo que fuera. Se volvió a mirar la puerta. Le pareció que el pomo de la cerradura se movía, giraba.

Dejó escapar un grito, un grito mortal, agudo, penetrante, que cesó de modo tan repentino como había comenzado. El pomo no se movía en absoluto, nada. Lo que se movía eran las persianas agitadas por el aire del radiador, enviando sombras a través de la puerta.

– ¿Alex? ¿Qué pasa?

– Hay alguien rondando por aquí, en este edificio, escuchando esta conversación telefónica. Por favor, llama a la policía, creo que voy a ser atacada.

Colgó el teléfono y vio cómo se apagaba la luz del panel. Luces. Respiraba a grandes bocanadas intermitentes. Luz: allí había sólo una luz encendida. Si hubiera alguna otra persona escuchando, tendría que haber otra luz encendida en la centralita, ¿no era así? Primero miró la puerta después la ventana, las persianas que se agitaban. De pronto algo que había sobre la mesa captó su mirada: el calendario. Lo observó y de pronto sintió que la invadía la sensación de que un chorro de agua helada caía sobre ella y llenaba cada uno de los vasos sanguíneos de su cuerpo.

La fecha en el calendario era martes 4 de mayo.

– ¡Oh, Dios -dijo-, no dejes que me vuelva loca! Por favor, no dejes que me vuelva loca.

Miró de nuevo las letras, las cifras y después comprobó la fecha en su Rolex: 22 de abril. Miró a su alrededor por la habitación, esperando ver algo, un fantasma, un espectro, un… Vaciló al pensar en el olor de huevos fritos, la rosa en el parabrisas de su automóvil. Asustada, miró a su derecha, a la pantalla de su ordenador que estaba cubierta por su funda; deseaba quitar la funda, mirar la pantalla apagada. Y entonces, de repente se sintió furiosa, tuvo ganas de levantarse, abrir la puerta de par en par y gritar: «¡Estoy aquí! Tómame. Haz de mí lo que quieras.» Pero en vez de eso se vio sacando el listín telefónico de las páginas amarillas.

Hojeó varias páginas del listín. Médiums. No había nada bajo esa denominación. ¿Dónde mirar? ¿Psiques? Pasó unas páginas más. Tampoco encontró nada. Probó en clarividentes. Por fin halló algo: «Véase quirománticos y clarividentes.»

La lista era corta. Había un nombre que parecía indio que se repetía dos veces y otro nombre más. Vaciló. Ninguno de aquellos nombres le pareció bien. Se fijó en el original de Stanley Hill, Vidas predichas. Mi poder y el de otros. De mala gana lo abrió y pasó unas hojas. De pronto el original le pareció agradable, confortante. Se sintió en un terreno familiar.

Pronto se dio cuenta de que las palabras se hacían confusas; no podía leerlas. Vio que sus manos temblaban incontrolables y volvió a dejar el manuscrito sobre la mesa.

Un nombre captó la atención de sus ojos: Morgan Ford. Lo vio de nuevo unas cuantas páginas más adelante y otra vez, como si atrajera su mirada como un imán. «Morgan Ford, un modesto médium que actúa bajo trance, niega que frecuentemente haya preparado sesiones para miembros de la realeza en su piso de Cornwall Gardens.»

«Modesto.» Le gustó esa palabra. Tomó el listín telefónico de la estantería que había detrás de su mesa.

Tomó el teléfono y oyó un sonido seco, después el zumbido de la línea. Esperó que volviera a sonar de nuevo el clic de la extensión, observando el panel para ver si se encendía alguna luz, pero no pasó nada. Su línea estaba libre de escuchas. Marcó el número y esperó.

El tono de la voz del hombre la sorprendió. Por alguna razón había esperado que fuese una voz amable, cálida, acogedora, pero en vez de ello oyó una voz fría, irritada, con un acento galés que aún la hacía más extraña. Había creído que el hombre le diría: «Sí, Alex, había estado esperando tu llamada. Sabía que me ibas a llamar, los espíritus me lo habían dicho.» Pero en vez de ello el hombre dijo:

– Aquí Morgan Ford, ¿quién habla?

«No le digas tu nombre. Piensa un nombre falso.»

– Espero que no le moleste que le llame a estas horas -dijo Alex nerviosa, insegura de cómo debía reaccionar, escuchando atentamente en espera de oír el sonido del teléfono de la extensión extraña-, pero se trata de algo extremadamente urgente.