Miró el panel con los nombres de los inquilinos. Allí estaba: E. Needham. De repente se sintió invadida por una confusa mezcla de emociones. Hubiera sido mejor que no estuviera el nombre: habría intentado llevar a cabo su propósito y ahora podría regresar a casa con la conciencia tranquila.
Apretó el botón y se abrió la puerta del gran ascensor, que más bien parecía un montacargas. CHÚPATE LOS HUEVOS. El artista del spray también había dejado allí muestras de su talento. Alex pulsó el botón del tercer piso y la puerta se cerró lentamente, a tirones. Se preguntó si no hubiera sido mejor subir a pie. Se produjo un pequeño choque casi imperceptible y las puertas frente a ella comenzaron a pasar lentamente, con lentitud casi agonizante. El ascensor olía mal, casi como un retrete público, y de pronto, con horror, descubrió el charco de una meada en el suelo, cerca de sus pies. Se movió a un lado. Se produjo un chasquido y vio cómo el ascensor dejaba atrás la señal del primer piso.
Finalmente el ascensor se detuvo y Alex salió a un tétrico pasillo con el suelo de piedra. En el muro habían pintado ligeramente el símbolo contra la bomba atómica y un poco más abajo alguien grabó en la pared con un cincel la palabra CERDOS. Se detuvo junto al apartamento número 33, frente a una puerta pintada de azul con una gran mirilla, y buscó el botón del timbre; lo pulsó, oyó un extraño zumbido como el chillido de un insecto furioso y esperó. Un momento más tarde una voz de mujer preguntó desde el interior:
– ¿Sí?
Alex se quedó mirando la puerta.
– ¿Señora Needham?
Esperó, pero no sucedió nada. En algún lugar en el pasillo oyó el llanto de un niño pequeño y sobre todo el sonido de una música pop. Volvió a pulsar el timbre.
Hubo otra larga pausa.
– Sí, ¿quién es?
– ¿Señora Needham?
– ¿Quién es?
La voz sonó más próxima, oyó el arrastrar de pasos y por el agujero de la mirilla pudo apreciar ciertos movimientos.
– ¿Qué desea? -La voz sonó hostil.
– Deseo hablar con la señora Needham, por favor.
– ¿Es usted del ayuntamiento?
– No. Me llamo Alex Hightower. Mi hijo solía salir con su hija.
Hubo un largo silencio. Alex oyó una tos contenida y después de nuevo se hizo el silencio.
– ¡Oiga! -exclamó nerviosa.
– Sí, ¿qué es lo que quiere? Ya pagué el impuesto de la televisión.
Alex frunció el ceño, extrañada.
– Sólo quiero hablar unas palabras con usted sobre su hija, Carrie. Tiene usted una hija con ese nombre, ¿verdad?
– Sí.
Otra pausa.
– ¿Qué ha hecho?
– Nada, señora Needham. Tengo que darle unas noticias. Por favor, abra la puerta.
Hubo otra tos seca y oyó el ruido de los cerrojos. La puerta se abrió unos centímetros. Alex se encontró frente a una mujer más joven de lo que había esperado, más o menos de su misma edad, pero con el rostro chupado, pálido, envejecido por el abandono, el cutis áspero y cetrino, como de quien necesita desesperadamente un poco de aire libre. Debió de haber sido muy guapa años antes e incluso entonces podría resultar atractiva si se esforzaba en ello. Estaba allí, frente a ella, en el cabello un nido de rulos, el cigarrillo pendiente de sus labios. Vestía una bata sucia de color azul y la miró de arriba abajo.
– ¿No es usted del ayuntamiento?
– No.
– Es que a veces esos tipos tienen extrañas ideas.
Alex vio cómo los ojos de la mujer se fijaban en ella y después iban nerviosamente de un lado para otro. La señora Needham movió la cabeza bruscamente y dio unos pasos hacia atrás. Alex tomó aquello como una invitación y entró en el pequeño recibidor que olía a leche acida y a cigarrillos. Por la puerta que había a su derecha podía ver la cocina, la mesa llena de botellas de cerveza vacías. La mujer la invitó a entrar en una pequeña combinación de sala de estar y dormitorio en forma de «L».
– Me hablaba de Carrie, ¿no?
Alex movió la cabeza afirmativamente y se fijó en la cama sin hacer, las paredes desnudas, vestidos, cosas inútiles, revistas viejas y platos sucios por todas partes. Las ventanas estaban sucias y ocultaban la magnífica vista de Londres a sus pies.
– Mi hijo Fabián solía salir con su hija… hasta hace poco; creo que rompieron poco después de Navidad.
La mujer la miró con la mirada perdida, vacía; pese a que el cigarrillo se había consumido casi hasta el filtro, dio una profunda chupada, frunció la nariz y tiró la colilla.
– Hace mucho tiempo que no la veo. No suele venir mucho por aquí. -Miró el rostro de Alex y tosió una vez más, una tos seca y persistente. Se volvió y le dijo-: Siéntese, ponga esos periódicos en el suelo. Siento cómo está esto, pero es que ahora el ayuntamiento no ofrece gran cosa a las personas que están solas.
Alex apartó del sofá un montón de periódicos y una libreta de cupones de compra casi llena y se sentó.
– Mi hija vive su propia vida, si entiende lo que le quiero decir.
Alex sintió que la mujer la miraba de arriba abajo.
– Todos los hijos son difíciles, de un modo u otro.
– Yo no sé nada de Fiiban… ¿es ése el nombre, Fiiban?
– Fabián.
– No sé nada de él. Nunca me dijo nada.
– Se mató en un accidente de coche hace dos semanas y media. Sé que apreciaba mucho a Carrie y pensé que debía saberlo.
– ¿Ah, sí? -dijo la mujer, y Alex tuvo la sensación de que ni siquiera había entendido sus palabras.
– Pienso que Carrie debería asistir al funeral, ¿sabe? -Alex se mordió el labio: deseaba salir de allí, lejos de aquel olor desagradable, de aquella mujer ajada, del piso sucio.
– Se lo diré cuando la vea, querida… Pero no sé cuándo será. Siento no haberle ofrecido nada… pero una no recibe muchas visitas, excepto la gente del ayuntamiento.
– No es necesario, muchas gracias.
– ¿Quiere una taza de té?
– No gracias, de veras.
– Mi hija está en Estados Unidos. -Miró el aparador y Alex vio una tarjeta postal con un rascacielos.
– ¿Desde cuándo está allí?
La mujer se encogió de hombros.
– Nunca sé cuánto tiempo está en ninguna parte; sólo recibo postales, nada más. Aunque con regularidad, supongo. -Se estremeció-. Ya sé que algunas madres ni siquiera tienen eso.
Alex sonrió.
– Creo que Carrie es una buena chica, simpática y bonita.
La mujer se estremeció.
– No sé cómo será ahora, no tengo idea de cuál será su aspecto estos días; tenía algunas fotografías de ella, de antes, pero no recuerdo qué he hecho de ellas.
Sonó el timbre y después alguien golpeó la puerta con insistencia.
– ¿Quién es? -preguntó con voz ronca.
El timbre volvió a sonar, dos veces seguidas, y de nuevo golpearon la puerta.
– ¡Está bien, está bien, ya voy! -Se levantó y tosiendo se dirigió a la puerta arrastrando los pies.
Alex se dirigió al aparador y miró la tarjeta postal. En pequeñas letras impresas podía leerse: «John Hancock Tower.» Había algunas otras postales a su lado. Massachusetts Institute of Technology, Cambridge. Mass. Newport, Rhode Island. Vermont, New Hampshire. Oyó el clic de la puerta al abrirse, risas burlonas y pasos que se alejaban corriendo. Miró nerviosa a su alrededor, cogió la postal del Instituto de Tecnología de Massachusetts y se la guardó en el bolso.
– ¡Malditos críos! ¡Jodidos golfos! -gritó la señora Needham; se oyó el ruido de la puerta al cerrarse violentamente y la mujer regresó a la habitación, llevando en la mano una botella de cerveza, con el rostro rojo de rabia-. Son unos golfos, unos sinvergüenzas, los niños de por aquí. -Destapó la botella, tomó un trago y se la ofreció a Alex.