Ésta negó con la cabeza:
– No, gracias.
La mujer se limpió la boca con el dorso de la mano.
– Se pasan el tiempo molestando, llamando a las puertas. El ayuntamiento dice que no puede hacer nada. -Tomó otro trago de la botella-: ¿Quién dice que es su hijo?
Alex se la quedó mirando horrorizada, al darse cuenta de que la mujer estaba borracha y lo había estado todo el tiempo.
– ¡Está muerto, señora Needham! -respondió con toda la calma que le fue posible, sintiendo que la piedad y la rabia luchaban en su garganta-. ¡Muerto!
– Sí. Bien, eso es algo que nos espera a todos -dijo la señora Needham, con un guiño que torció su rostro y le dio una expresión horriblemente impúdica.
CAPÍTULO XII
Alex conducía su coche por la Fulham Road, contenta de verse por fin fuera del piso de la señora Needham y lejos de la claustrofóbica desolación de aquella finca.
Sentía que la rabia crecía en ella, una furia que se dirigía contra aquella mujer, por vivir como vivía, por no tener en cuenta que Fabián estaba muerto; rabia por su comportamiento patético, porque pudiera existir, siquiera, un lugar como aquél. Después pensó en aquella vista, aquella magnífica vista que se ofrecía desde la ventana, y le pareció absurdo que el único elemento de belleza en todo el lugar fuera la contemplación de algo que estaba fuera de allí, en alguna otra parte.
Su casa estaba tranquila; tomó los periódicos del domingo que estaban junto a la alfombra de la entrada y con ellos en la mano se dirigió a la cocina. Oyó el leve zumbido del reloj eléctrico, el sordo respirar del calentador eléctrico. Todo parecía normal, sonidos normales, olores normales. La casa susurraba, suspiraba, crujía, como ese viejo amigo que siempre fue para ella. Se sintió cómoda, segura. En casa.
Sonó el teléfono: era David.
– ¡Hola, Alex! ¿Te encuentras bien?
La voz sonó torpe, como una intrusión en su paz e, instantáneamente, se sintió enfadada con él; pero después recordó cómo lo había tratado la noche anterior y se sintió triste y arrepentida.
– ¡Hola, David! -le contestó haciendo un esfuerzo para que su voz sonara complacida, como si se alegrara de su llamada-. Sí estoy bien… Mira, siento mucho lo ocurrido la noche pasada… No sé lo que me pasó.
– Debieron de ser los nervios, la tensión, querida. Los dos estamos bajo una gran tensión, la terrible impresión de lo que nos ha sucedido.
«¡Grítame, por lo que más quieras! Ponte duro conmigo, no seas tan asquerosamente amable y tolerante; insúltame, llámame puta, haz que te tenga miedo», pensó, pero no pudo decirlo.
– Sí, tienes razón -dijo simplemente-. Corrí detrás de ti, te llamé a gritos, agité los brazos, todos debieron de pensar que estaba chiflada.
David se rió.
– ¿Por qué?
– Quería pedirte disculpas.
– Te llamé al llegar a casa. No me contestó nadie. Estuve muy preocupado, casi me sentí enfermo.
– Me fui a mi despacho.
– ¿A la agencia?
– Pensé que me vendría bien intentar trabajar algo. Así lo hice. Acabé durmiendo allí.
– Creo que el trabajo ayuda mucho en estas circunstancias, nos hace pensar en otras cosas, ¿sabes? Pero no debes abusar. Tienes que tratar de descansar.
Alex vio su propio reflejo en la tostadora y al ver sus ojos apartó la mirada, incapaz de enfrentarse consigo misma. Allí estaba, mintiendo a sabiendas y sabiendo que estaba siendo creída, pensó. Era como engañarse a sí misma.
– He ido a ver a la madre de Carrie.
– ¿Carrie? ¿Lo sabía?
– No. Nada. Por lo visto no ve a su hija con frecuencia. Carrie está ahora en algún lugar de Estados Unidos.
– Era una chiquilla muy bonita. -Su voz cambió de tono-. ¿Qué te parece si salimos a cenar alguna noche de esta semana?
– Me encantaría.
– ¿El martes?
– De acuerdo.
Suspiró mientras colgaba el teléfono y por un momento pensó en el tiempo que habían estado juntos, cuando eran felices. ¿O sólo habían pretendido serlo? ¿Había sido todo, simplemente, un engaño prolongado? Se preparó un bocadillo y se lo llevó consigo al salón, encendió la chimenea, puso una casete de Don Giovanni y se acurrucó en el sofá.
Era ya casi de noche cuando se despertó con la cabeza pesada como quien ha tenido una pesadilla. Se sentía confusa y ardiendo. Soñó que iba en coche con Fabián, por algún lugar: su hijo hizo un chiste sobre algo y ambos se rieron; su hijo pareció tan real en el sueño, tan increíblemente real, que tardó varios segundos en recordar que ya no podría viajar con él por ninguna parte, que ya no podrían volver a reír juntos. Se sentía triste, engañada y defraudada. Defraudada por el sueño y defraudada por la vida. Se levantó con el corazón lleno de tristeza y pesado como si fuera de plomo, se dirigió a la ventana y abrió las cortinas para dejar entrar el resto de luz del atardecer.
Deseó con toda el alma que su madre no hubiera muerto, que aún viviera alguien querido, mayor y más inteligente, en quien poder confiar; alguien que hubiese pasado antes por ese mismo trance. Había cosas en el hecho de ser un adulto a las que nunca se había habituado. En cierto modo era como si hubiera llegado a ser esposa y madre sin dejar de ser una niña.
Abrió su bolso y sacó de él la tarjeta postal que cogió en casa de la madre de Carrie: era una amplia vista panorámica sobre un río, que mostraba en su orilla una avenida con grandes edificios universitarios. Le dio la vuelta: «Massachusetts Institute of Technology, Boston, Massachusetts» estaba impreso en la parte baja del reverso de la tarjeta. Miró la letra: grande, clara, recta.
Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño, C.
Había una «X» escrita sin excesivo entusiasmo detrás de la inicial de su nombre. Con la tarjeta en la mano Alex subió la escalera y entró en la habitación de Fabián. El baúl estaba sobre la cama como un ataúd, pensó con un estremecimiento. F.M.R. Hightower, había sido escrito con grandes letras blancas, que ya empezaban a desvanecerse por el tiempo entre los arañazos y raspaduras de la tapa. Abrió la primera cerradura y el resorte de muelle saltó con violencia y la golpeó en el dedo dolorosamente, por lo que procedió con mayor precaución al abrir la segunda. Alzó la tapa del baúl, rebuscó entre las ropas y cogió el diario de su hijo. Lo abrió y sacó las tarjetas postales sin escribir que había encontrado en la mesa de trabajo de su hijo en Cambridge y las comparó con aquella que tenía en la mano y que había cogido de casa de la madre de Carrie; aunque las vistas y fotografías eran diferentes, la marca y los datos de la compañía impresora eran exactamente los mismos. Frunció el ceño intrigada y su mirada recorrió la habitación. Captó la mirada del retrato de Fabián, que le hizo bajar la vista, como si se sintiera cortada, culpable de lo que estaba haciendo.
La contraportada del diario tenía un pequeño departamento cerrado con cremallera y Alex lo abrió; en su interior había unas hojas de papel de color rosa de las que se utilizan para tomar notas, con algo que parecía escrito con la letra de Carrie. El mensaje tenía la fecha 5 de enero y estaba dirigido a la dirección de Fabián en Cambridge. Decía así:
Querido Fabián:
Por favor, deja tus persistentes llamadas telefónicas, que están resultando molestas y enojosas para todos. Ya te he dicho que no quiero volver a verte y no hay nada que pueda hacer cambiar mi decisión. No hay ningún otro como tú sigues insistiendo en creer. Es sólo que no puedo resistir más tus extraños hábitos. Por favor, déjame sola. Con cariño, C.
La misma «C» curvada y el mismo estilo de escritura de la tarjeta postal, pero había algo diferente que llamó la atención de Alex, aunque ésta no pudiera decir de qué se trataba. Leyó la nota de nuevo. Hábitos extraños. «Hábitos extraños», pensó, intrigada, consciente de que otra vez empezaba a sentir frío en aquella habitación, una sensación desagradable de frío e incomodidad. Sonó el timbre de la puerta. Miró su reloj: las seis y cuarto. Volvió a dejar todo en su sitio, en el diario; dejó éste sobre el baúl y se dirigió al piso de abajo.