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Alex recorrió el salón con la mirada; la cabeza le daba vueltas, abrió las cortinas y miró fuera. Pudo ver a Iris Tremayne que caminaba calle abajo, con sus cortos pasos de pato, cada vez más de prisa, como si tuviera ganas de correr, de escapar de allí, y no se atreviera a hacerlo.

CAPÍTULO XIII

Alex volvió a cerrar las cortinas y miró por la habitación. ¿Qué podría haber visto Iris Tremayne?, se preguntó asombrada. ¿Era una solitaria chiflada, o…? Encendió un cigarrillo y aspiró una profunda chupada; notó un olor poco común, como de goma quemada. Recordó que Fabián odiaba que su madre fumara y ella siempre trató de evitarlo en su presencia; repentinamente pensó que lo estaba engañando, tomó otra chupada, casi a escondidas, y arrojó el humo. El extraño olor le hizo arrugar la nariz.

Se dirigió a la cocina tratando de ignorar el ruido de arriba. Sólo otro truco de su mente, se dijo, pero aún podía ver la expresión del rostro de Tremayne, su mirada asustada dirigida al piso superior. Posiblemente fue sólo el radiador. Abrió la puerta del congelador y buscó entre los paquetes congelados, preguntándose qué debía guisar para Philip; después cerró la puerta de nuevo, inquieta, intranquila. Miró su reloj: las siete. Podía llegar de un momento a otro. Que decidiera él, pensó, y ella pondría el plato congelado en el microondas.

Alzó los ojos al techo y escuchó. Todo estaba tranquilo. ¿Qué diantres había querido decir aquella maldita mujer? Cruzó el pasillo y subió la escalera; se detuvo en el descansillo y escuchó con atención. De improviso se sintió nerviosa, incómoda y por un momento deseó no estar sola. En la distancia oyó la sirena de una ambulancia. Abrió la puerta de su dormitorio y encendió la luz. Todo era normal. Después inspeccionó el cuarto de baño; tampoco allí había nada extraño. Subió el último tramo de escalones y se quedó de pie, junto a la puerta del cuarto de Fabián, y escuchó de nuevo. Abrió la puerta, encendió la luz y sintió que la sangre abandonaba sus venas. El baúl estaba en el suelo, caído sobre un lado y su contenido esparcido a su alrededor.

Se sintió vacilar y tuvo que buscar apoyo en la pared para no caerse; la pared pareció resbalar y Alex dio un traspié y tuvo que sujetarse al brazo del sillón de su hijo. Cerró los ojos, respiró profundamente; volvió a abrir los ojos y de nuevo miró a su alrededor asombrada, seguidamente salió del dormitorio de Fabián, cruzó el pasillo y entró en su cuarto de baño. ¿Había estado alguien en la casa? No, era imposible; las ventanas estaban todas cerradas por dentro, seguras. ¿Era posible que el baúl se hubiese caído por sí solo? ¿Lo había dejado mal colocado, demasiado cerca del filo de la cama? No, no era posible. Entonces ¿qué…? ¿Cómo era posible que se hubiera caído? ¿Cómo…?

Volvió al dormitorio de su hijo y contempló el desorden de sus pertenencias en el suelo: ropas, libros, su diario, su viejo sombrero de paja. Después alzó los ojos para mirar su retrato. ¿Cómo…?

Sonó el timbre. Apagó la luz, cerró la puerta y bajó la escalera.

– ¡Siéntate! -Oyó la voz seguida de un furioso ladrido-. ¡Siéntate!

Temblando, abrió la puerta y vio a Philip Main frente a ella, con su desgastada chaqueta de pana, con una arrugada bolsa de papel debajo del brazo y sosteniendo con la otra mano, no sin dificultades, la correa del perro.

– ¡Black, siéntate! -La miró a ella- Perdóname si es que llego algo pronto, pero no podía recordar a qué hora habíamos quedado. -Se dirigió de nuevo a su perro-. ¡Siéntate!

Le ofreció la bolsa de compras.

– Blanco y tinto. Como no sabía qué me ibas a dar para cenar, he traído una botella de cada.

– Gracias. -Tomó la bolsa.

Main se sintió físicamente impulsado hacia atrás.

– ¡Black, siéntate!

El perro dejó escapar un gruñido profundo, como el rugido de una poderosa motocicleta.

– Vamos, entra.

Main tiró de la correa y Black dejó escapar un ronquido sorprendentemente sordo.

– Parece que… no se siente a gusto. Quizás hoy no ha paseado lo suficiente.

El perro se resistía a entrar y clavaba las patas en el cemento del escalón de entrada, y cuando Main tiró de él sólo consiguió arrastrarlo unos centímetros, a la fuerza.

– ¡Black! -El perro alzó la cabeza, se dio cuenta de su derrota y a disgusto siguió a su dueño al interior de la casa. Se detuvo y se sentó en el recibidor.

– ¡Bien, chico! -aprobó Main acariciándolo, pero el animal lo ignoró por completo y se quedó mirando el suelo con aire de desconfianza. Main le quitó la correa-. A veces tienen caprichos extraños.

– Debe de ser difícil tener un perro en Londres.

– A veces. -Enrolló la correa y se la metió en el bolsillo-. Nosotros por lo visto nos arreglamos.

Entraron en el salón.

– ¿Qué quieres beber? -le preguntó Alex.

– Tienes un aspecto terrible.

– ¡Hombre…! ¡Muchas gracias!

– Pálida. ¡Estás blanca como el papel!

– ¿Whisky escocés?

– Supongo que no tienes Paddy.

– ¿Paddy?

– Whisky irlandés.

Ella negó con la cabeza.

– No, lo siento. -Alex tuvo consciencia de su mirada y se sintió incómoda-. Quizás estoy algo cansada.

Philip se sentó y sacó del bolsillo de su vieja chaqueta un arrugado paquete de cigarrillos.

Alex le ofreció su bebida.

– Realmente he tenido un día muy agitado. ¿Cómo fue el tuyo?

– Muy bien. -Se echó adelante y olió su whisky.

– ¿Haces progresos? ¿Tendré pronto un libro tuyo?

– He adelantado un poco, sólo un poco. -Olió de nuevo su vaso.

– No me ganaría la vida si todos mis clientes fueran como tú. Han pasado tres años y todavía no sé de qué trata tu libro.

– El último que escribí estuvo bastante bien, muchacha.

Alex sonrió. En efecto, el libro anterior de Philip Main se había publicado en quince países y fue traducido a doce idiomas. En todos ellos continuó siendo tan incomprensible como en el original.

– ¿Podré entender el nuevo?

– El mundo entero podrá entenderlo, chica. Lo que pasa es que no quieren hacerlo.

Encendió una cerilla y la llevó a la colilla de su cigarrillo.

– Estás completamente decidido, ¿no?

– ¿Decidido?

– A demostrar que Dios no existe.

Sacudió la cerilla.

– Superstición y estupidez, muchacha, hay demasiada superstición en el mundo.

– ¿Estás seguro de que no se trata de una venganza?

– ¿Una venganza?

– Contra tu padre. Era sacerdote, ¿no?

Philip sacudió la cabeza en medio de una nube de humo, después bajó los ojos y miró con tristeza la alfombra.

– Perdió la fe, se dio cuenta de que había estado equivocado, que no supo ser un auténtico vicario. Y dejó de serlo.

– ¿En qué se convirtió?

– En un médium.

Alex lo miró.

– Nunca me lo dijiste.

– Bien, hay cosas de las que a uno no le gusta hablar.

Alex se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? ¿Importa algo? ¿Te involucró en ello?

– ¡Dios mío, claro que sí! En todo momento.

Ella lo miró, sentado allí, su figura alta encogida temerosamente, con el vaso torpemente sujeto con las dos manos, como un anciano. Se sintió incómoda junto a él, con todos sus misterios, sus respuestas y sus conocimientos.

Siempre le había causado la impresión de que en algún lugar, en lo más profundo de él, estaba la verdad de la vida, una verdad que sólo él conocía y que algún día, si se lo rogaba con la suficiente persistencia y profundidad, acabaría por revelarle.

– ¿En qué tipo de cosas?

Main enrojeció y fijó los ojos en el vaso.

– El rescate de espíritus, así era como él lo llamaba.

– ¿El rescate de espíritus?

– ¡Uhhmmm! -Se encogió aún más en su silla.