– ¿Shoona Johnson?
Por un momento Alex estuvo a punto de decir: «No, no, soy Alex Hightower», pero supo contenerse a tiempo. A través de la puerta, detrás del médium, pudo ver un pequeño despacho, en el que sobre un escritorio había un montón de cartas y periódicos muy bien ordenado.
– Sí -respondió Alex.
Ése era el nombre de pila, recordó. Shoona. ¿Por qué diantre había elegido ese nombre?, se preguntó. Nunca, en toda su vida, había conocido a nadie que se llamara Shoona.
El hombre le ofreció una mano pequeña y rosada en la que destacaba un vulgar anillo con una piedra tan falsa como llamativa. La mano era tan pequeña que Alex se preguntó si se trataba de una deformidad. Tuvo la impresión de que estrechaba la mano de un niño.
– Pase. Gracias por ser tan puntual -había un tono acogedor y cantarino que destacaba en su acento galés, y hacía que su voz sonara muy distinta de cuando habló con él por teléfono-. Lo siento, pero hoy está esto un poco desordenado. Mi secretaria no ha podido venir.
Alex tuvo una sensación de desencanto cuando entró en el pequeño recibidor. Todo aquello parecía tan vulgar; sin nada que insinuara la magia, la solemnidad de una ceremonia espiritista. Un hombre con traje gris que disponía de un despacho y que se lamentaba de la ausencia de su secretaria. La verdad era que no había esperado encontrarse con alguien que de modo tan obvio demostraba que ejercía su trabajo como una forma simple de ganarse la vida.
El estudio del médium le hizo cambiar de opinión. Un gran salón con muebles color vino de Borgoña, con una fantástica vista sobre los jardines. Estaba amueblado en exceso con bellos muebles y antigüedades caras, casi en una vulgar exhibición de dinero. En la chimenea ardía un gran fuego de gas que dejaba escapar un silbido suave. Dos gatos se sentaban uno a cada lado del hogar, inmóviles como centinelas; uno de ellos un gato ordinario de color pajizo y el otro un bello ejemplar birmano de color gris-humo. El primero saltó a la alfombra y lleno de curiosidad empezó a dar vueltas en torno a la visitante.
En ese momento vio el florero lleno de rosas rojas sobre la mesa que había en el centro del estudio.
Alex comenzó a temblar e inició unos pasos hacia atrás. Empezó a sonar el teléfono.
– Por favor, siéntese.
Ford pasó junto a ella y descolgó el auricular.
– ¡Diga!
Alex lo observó mientras hablaba, en aquel mismo tono frío y lejano:
– Hay una cancelación el jueves a las once y media. Puedo recibirla a esa hora. Muy bien. Por favor, ¿cuál es su nombre?
¿Le decía lo mismo a todos? ¿Había siempre un cliente que cancelaba su cita oportunamente? Alex se sentó en un incómodo sillón Victoriano y volvió a mirar las rosas.
– Espere un momento. Voy a buscar mi diario y confirmaré la hora.
El hombre vio cómo Alex miraba las flores.
– Le gustan las rosas, ¿verdad? Éstas son muy hermosas, ¿no le parece?
Cuando el médium salió de la habitación, Alex se preguntó si sus palabras habían sido una simple observación inocente o si efectivamente era cierto el malicioso guiño que había creído ver en los ojos de Ford. Volvió a mirar las rosas; posiblemente todo era una mera coincidencia, pues las rosas hacían juego con los gatos, la chimenea y el mobiliario. Un salón extraño, que no parecía el más adecuado en la vivienda de un hombre de mediana edad. A su juicio parecía más propio de la casa de un anciano aristócrata viudo.
Alex miró un cuadro en la pared. Tres rostros fantasmagóricos, cuyos ojos eran como cortes en sus caras, aparecían muy juntos, blancos sobre un fondo blanco. En un anaquel, situado exactamente debajo del cuadro, descansaba una estatua de Buda. Vio que había otros cuadros, todos ellos igualmente siniestros; la estancia comenzaba a asustarla. Miró las rosas, tan iguales a aquellas otras que le había regalado Fabián. Se dirigió al florero y las contó. El mismo número. El mismo color. ¿Se trataba de un mensaje? ¿Una señal? Ridículo. Cuando miró las rosas tuvo la impresión de que se encendían, como si adquirieran vida propia; cerró los ojos, movió la cabeza y se giró. Oyó el ruido de los pasos de Ford y un sonido seco cuando se sonó la nariz. Alex se dio cuenta de que el ambiente cambiaba de inmediato cuando Ford entró en la habitación. Todo quedó en calma, en paz de nuevo; Alex se sintió tranquila. Volvió a mirar las rosas; eran muy bonitas, alegres, e hicieron que repentinamente se sintiera bien.
El gato callejero la miró y saltó a su regazo. Le dedicó una sonrisa nerviosa, preguntándose si el gato iba a atacarla y, con temor, le acarició el cuello y la nuca. El gato se tranquilizó, dejó descansar la cabeza en sus muslos y la miró sin parpadear. Se sintió tranquilizada con el contacto, por sentir bajo su mano, sobre la panza del animal, el calor del cuerpo a través de su pelo, por la regularidad rítmica de su respiración.
– Déjelo en el suelo, es un pesado.
– No, no, está bien así.
– Hay mucha gente que tiene ideas extrañas sobre los gatos.
– Este es simpático.
Ford estaba de pie frente a ella, las manos unidas detrás de la espalda, y le dedicó una amable sonrisa, después miró al aparador.
– Hemos empezado con retraso, así que le concederé un tiempo extra.
De nuevo Alex se sintió incómoda por su actitud más propia de un hombre de negocios. Estaba segura de que nadie podía ser un médium por horas, o por períodos de tiempo aún menores, como si fuera un abogado o un gestor atendiendo a un cliente.
– ¿Tiene usted algo que yo pueda sostener?
– ¿Cómo dice?
– Algo que usted suela llevar. Su reloj, una pulsera…
Se quitó su Rolex y se lo entregó.
– Bien, ahora dígame: ¿hay algo especial que quiera saber o empezamos sin más para ver qué ocurre?
Alex se encogió de hombros sin saber qué decir.
Sin esperar la respuesta, el hombre se sentó en una silla próxima a la suya, sostuvo el reloj de Alex sobre su mano abierta y después cerró los dedos sobre él.
– Algo que la perturba -dijo amablemente-. Siento que hay algo que la trastorna, algo que afecta el ritmo normal de su vida, algo trágico que sucedió recientemente, muy recientemente, hace sólo unas semanas, ¿es así?
El médium se la quedó mirando.
– ¿Quiere usted que le responda?
– Como usted desee -sonrió Ford-. No es necesario que lo haga si no quiere, pero me sería útil que me ayudara diciéndome si voy por el buen camino.
– Está en el buen camino.
El médium siguió sentado, inmóvil y frunció el ceño, después echó la cabeza hacia atrás y mantuvo los ojos muy abiertos.
– Sí -dijo-. Sí presiento algo muy peculiar, alguien muy próximo, joven, enérgico, una gran cantidad de energía. Es un niño… No, no es un niño, pero tampoco un adulto, eso está claro. Una persona alrededor de los dieciocho o los veinte años. -Miró a Alex con aire interrogativo, pero ella no le respondió nada-. Varón.
El rostro del hombre hizo un gesto preocupado, ceñudo, y Alex vio la misma extraña expresión nerviosa que ya viera en el rostro de Iris Tremayne el día anterior. Ford siguió sentado muy quieto y durante un momento no dijo nada.
Alex acarició al gato, volvió a mirar las rosas, los tres espíritus y las llamas que quemaban sus cuerpos; después volvió los ojos a Morgan Ford. El cuerpo del médium parecía contraído, agarrotado como un puño cerrado. Temblaba visiblemente y había un gesto de firme determinación en su rostro, como si se estuviera llevando a cabo una terrible batalla en su interior.
– Esto es extraordinario -dijo-. Está tratando de decirme su nombre. Pero es muy pronto, demasiado pronto, son necesarios meses, varios meses hasta que un espíritu logre asentarse y tranquilizarse. En las primeras semanas están demasiado inquietos y resultan muy difíciles. -Su voz se cortó y sonó extraña, lejana-. Claridad, es muy difícil conseguir claridad. Algo violento, no aquí, no en Inglaterra, en algún lugar al otro lado del Canal; veo llamas, veo llamas, una explosión. ¿Hay un camión implicado en el asunto? Sí, un camión, alguien que grita en medio del desorden que se trata de un camión.