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Su voz se convirtió casi en un susurro, como si estuviera hablando consigo mismo.

– No, Dios mío, no es una alucinación. -Alzó los ojos al techo y después su mirada recorrió las paredes, pensativo, todavía conmovido por la ansiedad-. Más bien agotamiento.

– Lo siento -dijo Alex, que se agachó para recoger la tarjeta y la carta-. ¿Quieres un café?

– ¿Puedo tomar un poco de whisky?

– Sírvete tú mismo. Yo haré un poco de café.

Main se dirigió al pequeño armario y se sirvió un whisky largo. Después tomó la tarjeta y la carta y se dirigió a un sillón. Olfateó de nuevo, miró el techo con los ojos medio entornados y se sentó despacio. Sostuvo el whisky bajo la nariz y lo olió agradecido, después acabó de cerrar los ojos.

– Padre nuestro -musitó-, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

– Philip, ¿te has dormido?

Main abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que sus mejillas se ruborizaban.

– Uhmmm -respondió mientras buscaba sus cigarrillos.

– ¿Qué piensas?

– ¿Pensar?

– Sobre la carta.

Leyó la carta con detenimiento. Se encogió de hombros.

– Parece muy clara, tajante. ¿Qué quiere decir con «raro»?

– No me refiero al texto -dijo-. Es la escritura. Mira la tarjeta.

– Es un poco diferente -concedió-. Pero puede haber sido escrita sentada, sobre las rodillas, o cuando estaba ebria o drogada; básicamente la letra me parece la misma.

– ¿Podría decírnoslo tu amigo Dead Rat?

– ¿Dendret?

Alex vio de pronto que Main giraba la cabeza, como si tratara de ver algo a sus espaldas, con mirada airada.

– ¿Te encuentras bien?

– ¿Qué?

Alex se sentó en el brazo del sillón y se estremeció.

– Me parece que no puedo dejar las ventanas abiertas de modo permanente. Además no parece haber mucha diferencia.

– ¿Diferencia?

Alex puso su mano en la frente de su acompañante. Estaba húmeda y fría.

– ¿Quieres echarte un rato?

Main tenía la mirada perdida por encima de su vaso de whisky y no respondió nada. Alex fue a la cocina a buscar el café; cuando regresó Main seguía inmóvil en su sillón. El olor en la habitación era repugnante.

Ella volvió a sentarse sobre el brazo del sillón de Philip, a su lado, y vio una vez más cómo el sudor bañaba su rostro.

– Creo que debemos irnos a la cocina, se está mejor allí. -Se lo quedó mirando, sin saber si la había oído y de nuevo le puso la mano sobre la frente. Por un momento temió que fuera víctima de una embolia.

– Éste no es mi sitio -dijo Philip de repente-. No soy querido aquí.

– ¿Quieres que llame a un médico? -preguntó Alex alarmada por su incoherencia. Chasqueó los dedos delante de los ojos de su amigo, pero no se produjo la menor reacción-. Philip -repitió-, ¿quieres que llame a un médico? -Esperó un momento-. ¿Puedes oírme?

– ¡Hola, madre!

Las palabras sonaron amables, limpias como el cristal; como si Fabián estuviera allí, a su lado.

Alex se dio la vuelta y se quedó mirando el recibidor y después la ventana. Corrió hacia ella y miró fuera. La calle estaba vacía; nada excepto la oscuridad, los coches aparcados y la lluvia.

Pero no se lo había imaginado.

Se quedó mirando a Main, que temblaba con violencia.

– ¡Madre!

Las palabras procedían de Main.

Lo contempló, temblando, respirando con dificultad, y se dio cuenta de que la habitación se hacía cada vez más fría. Vio cómo el sudor corría por el rostro de Philip y que apretaba los nudillos con tanta fuerza que pensó que sus manos iban a quebrarse.

Siguió observándolo.

Madre.

La palabra parecía resonar dentro de ella.

De improviso, Philip dio un salto, se puso de pie, separó los brazos del cuerpo y gritó, ahora con su propia voz:

– ¡No, he dicho que no!

Miró alrededor de la habitación, desorientado, perdido, confuso. Respiró profundamente y después miró a Alex con los ojos llenos de terror, unos ojos que apenas la reconocieron.

– Tengo… que irme -dijo lentamente, vacilando después de cada palabra-. Tengo que irme… ahora mismo. No debí haber venido.

– ¿Qué ha pasado, Philip? ¡Dímelo, por favor!

Philip volvió a mirar la habitación, con la misma expresión en su rostro que Alex viera en el de Iris Tremayne, y después caminó decididamente hacia el recibidor.

– ¡Quédate y cuéntame lo que ha sucedido!

– Ven conmigo.

Ella movió la cabeza.

– Te esperaré en el coche.

– Dendret -dijo Alex-. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Philip abrió la puerta y salió a la calle, convertido de pronto en un completo desconocido.

– ¡Philip! -Alex oyó su propia voz, aguda, asustada, como la llamada de ayuda de una niña perdida.

Se dio la vuelta y miró en el recibidor. Cogió el bolso, el abrigo y las llaves; cerró la puerta y corrió por la acera.

Main estaba sentado en el Volvo, en medio de una espesa nube de humo de cigarrillos; cuando Alex cerró la puerta de un portazo, él puso en marcha el coche y se alejó.

– Philip, quiero quedarme aquí.

Él ignoró las palabras de la mujer y giró a la izquierda por la Fulham Road. Ella miró su rostro carente de expresión. Conducía a mucha velocidad y ella estaba medio tumbada en su asiento. El sistema de alarma del cinturón de seguridad se encendía de modo intermitente y zumbaba como un insecto furioso. Alex trató de ignorarlo. Philip Main no dijo nada hasta que ambos estuvieron dentro de su piso.

Le ofreció un brandy a Alex y se sentó con el vaso de whisky en la mano; miró al suelo y dejó escapar un débil silbido. Alex olió su brandy y bebió un poco; sintió que el líquido le quemaba en el fondo del estómago, apretó la copa de balón entre sus manos y bebió agradecida.

– ¿Qué pasó?

Philip silbó de nuevo y sacó sus cigarrillos.

– ¿Era Fabián quien hablaba o tú?

Él le ofreció el paquete, todavía sin decir nada, y Alex negó con la cabeza y tomó uno de los suyos.

– No quieres admitirlo, ¿verdad? -Vio cómo se enrojecía su rostro cuando el tormento aumentó en su interior y por un momento deseó no haber dicho nada-. ¡Lo siento!

Alex oyó el clic de su encendedor y lo observó mientras él parecía estudiar la pequeña llama que bailaba en el aire; la miraba con tanta intensidad como si fuera un genio al que hubiese pedido que acudiera en su ayuda.

– Muy poco frecuente -dijo Philip de repente.

Por vez primera ella se dio cuenta de cuan cansado parecía; la piel colgaba fláccida en su rostro, como una tela de franela puesta a secar, después de haberla estrujado por completo.

– ¿Qué quieres decir?

Él se encogió de hombros y no dijo nada.

– ¿Te acuerdas de algo que escribiste en tu último libro?

Dio una fuerte chupada a su cigarrillo y fijó la mirada en el espacio. Alex se estremeció un instante, mientras el humo se arremolinaba alrededor de Philip; le recordó una fotografía que vio en cierta ocasión de unos seres diabólicos y tristes en un fumadero de opio.

– Dijiste que todos nosotros somos prisioneros de nuestros genes.

No hubo la menor respuesta.

– Dijiste que no podíamos luchar contra nuestros programas genéticos y que nunca lograríamos cambiarlos; la única libertad a nuestro alcance es la de mostrarnos en desacuerdo con ellos.

Lentamente Philip afirmó con la cabeza.

– Esos programas fueron elegidos para nosotros en el momento de nuestra concepción, al azar entre la selección de genes del esperma del padre y del óvulo de la madre. En esa fracción de segundo se determina todo lo que vamos a heredar o rechazar de nuestro padre y de nuestra madre. ¿Correcto?

Main se volvió y miró vagamente en su dirección.

– Has heredado los poderes de tu padre y no quieres admitirlo.

De nuevo Philip apartó la mirada de ella y la fijó en el vacío.

– Por favor, Philip -le suplicó-, por favor, explícame lo sucedido.