Alex lo miró con curiosidad.
Dendret levantó el dedo índice.
– Tienen unos ganchos para sacar las cámaras del neumático que no se pueden utilizar en los Peugeot. -Le dio la vuelta a la postal y le preguntó-: ¿Qué puedo hacer por usted?
– Quisiera saber si la persona que escribió la carta es la misma que escribió la postal.
Dendret tomó la lupa y estudió atentamente varias líneas de la carta; después se inclinó hacia adelante e hizo lo mismo con la tarjeta. A medida que iba leyendo fruncía los labios con un gesto que parecía alargar su nariz. Su rostro le hizo pensar a Alex en un agresivo roedor.
Con decisión dejó la lupa sobre la mesa y se echó atrás en su asiento; miró el techo y cerró los ojos durante un segundo, los abrió de nuevo para fijarlos directamente en Alex.
– No, absolutamente no. La tarjeta postal es una pobre falsificación de la escritura de la carta; hay ocho puntos de diferencia claramente visibles sin más ayuda que la lupa. Los trazos superiores de las «t», por ejemplo. -Movió la cabeza-. Sí, son totalmente distintos. Y los espaciados; la presión, la inclinación, las curvas. No hay comparación posible entre las dos escrituras.
Miró irritado a Alex, como quien espera una copa de un buen rioja de reserva y se le sirve un vaso de vino peleón. Cogió las pinzas y con ellas dejó la tarjeta y la carta delante de ella, sin hacer nada por ocultar su desdén.
– Yo… bien, lo siento, soy lega en la materia, yo…
– No, claro, usted no podía saberlo. -El tono de su voz se hizo casi beligerante. Respiró profundamente y durante unos instantes contempló el retrato de la mujer seria, lo cual pareció calmarlo, aunque no lo suficiente. Ya no miraba a Alex, sino a través de ella-. Francamente, creo que hasta un niño de seis años podría darse cuenta de que las dos letras son distintas.
– Desgraciadamente -comentó Alex con la misma acritud- yo no tengo ningún hijo de seis años.
Dendret utilizó un cuaderno que sacó de un cajón de su mesa y una estilográfica Parker de oro para escribir la factura, que secó cuidadosamente con su impoluto secante.
– Son treinta libras -dijo.
Alex miró la impresión que la factura dejó en el secante y después la hoja de papel blanco que el grafólogo puso delante de ella, ahora sin utilizar las pinzas. Le pagó en billetes que él guardó ansiosamente en su cartera. «Como una rata que almacena su comida», pensó Alex.
– Recuerdos al señor Main.
Sentada en su coche contempló la tarjeta con el corazón acongojado. La leyó por enésima vez:
Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño. C.
Miró el matasellos. La palabra Boston apenas podía verse. Alex trató de concentrarse. ¿A quién conocía Carrie en Boston? ¿Había estado en aquella ciudad? ¿En cualquier parte de los Estados Unidos? ¿Quién echó la tarjeta al correo? ¿Y las otras? ¿Fabián? Él nunca estuvo en los Estados Unidos, al menos que ella supiera.
Condujo directamente hacia Cornwall Gardens y llamó al timbre del piso de Morgan Ford. Una voz de mujer sonó automáticamente a través del interfono y la cerradura automática se abrió con un ruidoso zumbido.
Alex subió la escalera, nerviosa. La puerta del piso de Ford le fue abierta por una jovencita de aspecto confuso y gafas de gruesos cristales, con una melena lacia que le cubría casi todo el resto del rostro, que le recordó a Alex un viejo perro pastor inglés.
– Ah, ah -dijo la chica- ¿La señora Willingham? El señor Ford la atenderá en seguida.
Alex deshizo el equívoco.
– No, no estoy citada con el señor Ford. Desearía saber si el señor Ford podría atenderme unos minutos.
La muchacha sonrió nerviosa.
– Creo que sería más conveniente que… pidiera hora. -Hizo pasar el peso de su cuerpo de un pie a otro, mientras movía la cabeza de arriba abajo repetidas veces.
– Lo vi ayer, sabe. Es que me gustaría preguntarle algo… Es muy importante.
La oscilación del cuerpo de la chica aumentó su ritmo.
– Se lo preguntaré de su parte -dijo con seriedad pero sin ocultar sus dudas-. Ah… ¿cuál me dijo que era su nombre?
– Señora Hightower.
La chica movió la cabeza de nuevo y se alejó con pasos largos y desgarbados, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Alex miró el corredor: era estrecho y gris, el suelo cubierto por una llamativa alfombra roja y reproducciones enmarcadas de blanco en las paredes. Nada en él anunciaba la barroca magnificencia del estudio al que conducía.
La chica regresó apretando contra su cuerpo un libro registro.
– Lo siento, pero el señor Ford no la recuerda en absoluto.
– Pero si estuve aquí ayer mismo.
La chica movió la cabeza.
– Eso es lo que él me ha dicho.
– Tiene que constar en su registro, ¿no es así?
La muchacha abrió el libro.
– ¿A qué hora fue? -preguntó.
– A las diez y media.
– No -negó con la cabeza-. A esa hora nos visitó la señora Johnson.
Alex sintió que se ruborizaba. Miró los gruesos cristales de las gafas de la chica y fue como si viera sus ojos en el extremo opuesto de un catalejo.
– Ah, claro, es que di mi nombre de soltera.
– ¿La señora Shoona Johnson? -preguntó la chica incrédula.
– Si.
– Un momento. -Se alejó a buen paso.
Cuando volvió, venía seguida del propio Morgan Ford, que miró a Alex y sonrió cortésmente.
– Sí… ya recuerdo, usted vino… ¿no fue ayer?
Alex afirmó con la cabeza y miró las pequeñas manos rosadas y el enorme anillo con su piedra semipreciosa. Vestía un traje gris, pero distinto al del día anterior, más elegante, con una corbata más chillona y zapatos con hebillas doradas: si el día anterior su aspecto era el de un agente de seguros, hoy parecía el presentador de un espectáculo de variedades.
– Siento mucho molestarle así, de improviso -se excusó la señora Hightower-, pero necesito hablar con usted urgentemente.
Ford miró su reloj y Alex vio en su rostro un leve parpadear de irritación que logró que no se reflejara en su rostro.
– Puedo concederle un par de minutos hasta la llegada de mi próxima visita. No me gusta hacer esperar a nadie, ya sabe -dijo con amabilidad.
Los gatos continuaban en su puesto de centinela cerca de la chimenea con su fuego de gas y la observaron con aire de desconfianza.
– Quizá podría recordarme cuál era su asunto -le pidió Morgan.
– Mi hijo resultó muerto en un accidente de tráfico en Francia, cuando un conductor invadió en el lado contrario de la autopista.
– Sí, me suena. -Inclinó la cabeza como si se saludara a sí mismo-. Debe excusarme, pero veo a tanta gente…
– Ayer usted se excitó mucho.
Él frunció el ceño.
– ¿Lo hice?
Por un momento Alex quiso gritarle, darle un tortazo en la oreja. Pero la desesperación se impuso sobre la furia que resbaló sobre ella.
– Es una pena -replicó- que no pueda recordar lo ocurrido: le quería consultar sobre algo que dijo mi hijo.
– Por favor, siéntese.
Alex se sentó en la misma silla que el día anterior y el gato atigrado se acercó a ella lentamente y describiendo un amplio círculo.
Ford le sonrió con una expresión distante en sus ojos.
– ¿Podría darme algún objeto que esté en contacto directo con usted, una pulsera o un reloj?
– Ayer le di mi reloj de pulsera.
– Entonces eso mismo será lo mejor.
Alex asintió y se desabrochó la correa.
Morgan se sentó a su lado sosteniendo el reloj en la mano.
– Ah, sí -dijo-, ah, sí. Sentimientos muy fuertes. -Movió la cabeza-. Increíble. Notabilísimo. ¿Qué es lo que quiere saber?
– Ayer fui un poco agresiva con usted, porque no creía lo que me estaba diciendo. Desde entonces han ocurrido algunas cosas. -Lo miró atentamente, buscando alguna expresión en su rostro, un parpadeo, un sonrojo, algo que indicara que se sentía incómodo. Pero todo lo que vio fue una sonrisa cortés-. Me dijo usted que mi hijo Fabián deseaba regresar. ¿Qué quiso decir con ello?