Mientras el coche descendía la empinada ladera, el lago surgió ante sus ojos a la izquierda, una rara superficie de agua sin vida, con una extraña isla artificial en su centro. El agente inmobiliario lo había descrito como un auténtico estanque medieval, que contenía una rarísima carpa. Entonces esa afirmación lo había excitado y cautivado a David mucho más que todos los edificios de la finca. Una carpa, pensó Alex. Había gentes que creían que el secreto de la eterna juventud radicaba en alimentarse de carpas.
Dejó atrás un gran pajar descubierto, en el que había un tractor oxidado y una pirámide de estiércol, y llegó al patio embarrado frente a la casa de piedra de un solo piso y un tanto extravagante que era el hogar de David y que también fuera el suyo durante un corto tiempo, hasta que el aislamiento y el frío fueron excesivos para ella.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí y pocas cosas habían cambiado. El bloque de establos, en la parte más alejada del patio, aún seguía amenazado de ruina, pese al presuntuoso aviso pintado en la fachada que anunciaba «Château Hightower. Recepción». Volvió a sonreír: la absurda presunción de aquel nombre siempre la hizo sonreír. Un perro pastor lleno de barro salió de la casa y se la quedó mirando con docilidad.
– ¡Hola, Vendange!
El perro se dignó hacer un único movimiento con el rabo y se puso a olfatear algo interesante que debía de haber en el suelo. Alex bajó de su coche, dejó atrás el Land Rover de David y se dirigió a los establos. Abrió la puerta de la «recepción» y miró dentro. Era una sala fría y húmeda, con el suelo de piedra y una vieja mesa de cocina sobre la que había una caja registradora no menos antigua. Dos medias botellas vacías, con la etiqueta «Château Hightower», y los tapones de corcho saliendo a medias de sus cuellos, como sombreros de copa excesivamente pequeños. El resto de la estancia estaba ocupada por cajas de cartón blancas, todas ellas con el nombre «Château Hightower» escrito con un rotulador verde. Salió y la puerta sonó con fuerza al cerrarse tras ella.
Recorrió el patio en toda su extensión para dirigirse a un alto granero de piedra situado al otro extremo y que tenía el aspecto de haber sido una capilla en tiempos pasados. Entró en él. En su interior reinaba el frío y la oscuridad y un olor agrio, como el de una taberna vacía.
Su marido estaba agachado, en el otro extremo, entre dos grandes tinajas de plástico, sumido profundamente en sus pensamientos. Alex dejó atrás una pequeña prensa de uvas, de color rojo, una hilera de otros recipientes de plástico más pequeños y una gran jarra de vidrio llena de un líquido opaco. David levantó un vaso de vino que se llevó a la nariz, lo olió profundamente y después tiró su contenido en un cubo de residuos que había en el centro de la habitación.
– ¡Hola, David! -lo saludó.
Él levantó los ojos, sobresaltado.
– ¡Dios mío! -Sonrió y se acarició la barba-. Me has asustado.
– Lo siento.
David se dirigió hacia ella con los brazos abiertos; vestía una sobria chaqueta de dril y unos viejos pantalones de algodón. Alex sintió que la barba de su marido le hacía cosquillas en la cara y notó la fría humedad de sus labios.
– ¿No te hielas aquí?
– ¿Hace frío? No me he dado cuenta.
Alex le miró los pies.
– Yo creía que los granjeros llevaban botas de goma… no zapatillas de casa.
– Yo no soy un granjero -replicó con expresión herida-, sino un castellano.
Se sonrió.
– Lo siento, lo había olvidado.
– De todos modos las zapatillas conservan mis pies calientes. Ven, quiero que pruebes esto. -Se dirigió a una de las tinajas grandes y llenó a medias el vaso en el grifo que había en uno de sus lados-. Olvídate del color, es muy joven, se aclarará con el tiempo.
Alex miró con desconfianza el sucio líquido grisáceo y lo olfateó. Tenía un olor suave, afrutado.
– Buen aroma, ¿no?
Ella afirmó con la cabeza.
– Ganará en fuerza, pero no está mal, ¿eh?
Probó el vino y el frío la obligó a hacer una mueca. Como quien cumple con un deber, conservó el vino en la boca y miró a su marido, como pidiéndole instrucciones sobre si debía tragarse el vino o escupirlo en el cubo. Vio la desesperada urgencia en sus ojos, como los de un niño que espera una alabanza. En contraste con su agradable aroma el vino tenía un sabor metálico, espeso, casi mantecoso. Se tragó el vino preguntándose si era eso lo que debía hacer.
– Uhm… -dijo con aire pensativo, pero vio cómo la ola de entusiasmo desaparecía del rostro de David y dudó-. Es bueno, muy agradable.
Se frotó las manos con júbilo como si aquella opinión le aportara la mayor felicidad.
– Creo haber acertado, ¿no te parece?
– Todos tus vinos son muy agradables, David.
Él negó con la cabeza.
– Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido una porquería. Una copia, una imitación de otros vinos; un vino de Alsacia de segunda clase. Traté de imitar el Breaky Botton de St. Cuthman o cualquier otro tipo que me parecía bueno. -Sacudió la cabeza y palmeó-. Originalidad. Quiero crear un buen vino inglés, algo diferente, único. -Formó un círculo con el pulgar y el índice-. Y de producción limitada; ése es el secreto. La gente hará cola aquí para adquirirlo.
– Si es que pueden resistir el olor de los cerdos.
La miró ofendido y Alex sintió haber hecho aquella observación.
– De veras… ¿de veras te gustó?
Alex asintió.
– Aún me queda un largo camino por recorrer, te das cuenta, ¿verdad?
– Sí -mintió y le dedicó una sonrisa de ánimo.
David pareció aliviado.
– Sabía que lo harías; aun cuando no captaras otras cosas en el tiempo que estuviste casada conmigo, al menos aprendiste a conocer un buen vino.
Alex sonrió de nuevo, dándole ánimos.
– Creo que Fabián hubiera estado orgulloso de este vino. Estuvo aquí el año pasado, durante la vendimia; me ayudó a recoger estas uvas. Será algo especial, ¿no?
Alex afirmó con un gesto.
– ¡Chardonnay! -exclamó David mirando el techo y después repitió la palabra con más fuerza, con claridad, como un predicador de la Biblia en su púlpito-. ¡Chardonnay!
La palabra resonó con su eco por todo el frío y húmedo granero. Los dientes de David brillaron entre su barba con una expresión maníaca.
Alex se estremeció al darse cuenta de que en esos momentos, de repente, su marido le parecía un completo extraño.
– Montrachet, Cortón Charlemagne. -David se besó la punta de los dedos.
– Tengo que hablar contigo -dijo Alex.
– Puedo producir veinticinco mil botellas este año; no está mal, ¿verdad?
– Tengo que hablar contigo, David -insistió.
Su marido extendió las manos.
– Mira, mira esto.
Alex vio la suciedad de sus uñas y en los poros de la piel.
– Cuando vivía en Londres acostumbraba a ir a la manicura, ¿te acuerdas?
Alex respondió afirmativamente.
– Mis manos eran muy bonitas… pero todo lo que hacía con ellas no valía nada. Ahora mis manos están sucias, pero con ellas creo una gran belleza. ¿No es maravilloso este vino?
– Sí. Y espero que todo resulte bien para ti. ¿Podemos ir a la casa para hablar?
– Claro. -Tomó el vaso de Alex y se dirigió a la puerta; se detuvo en el camino para dar un golpecito cariñoso a un gran tanque de acero inoxidable.