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– Para la fermentación -explicó con orgullo-. Ningún otro cosechero en Inglaterra tiene otro como éste.

Miró a Alex y ella le devolvió la mirada con sus tristes ojos pardos. Éste era el mundo por el que había rechazado Londres, su vida de ejecutivo, su elevado sueldo, sus rápidos automóviles deportivos, sus trajes caros y elegantes y sus caras manicuras; pero él lo había dejado todo para hacer lo que le gustaba en ese frío edificio con su acre olor, sus máquinas extrañas, los viñedos, las ovejas y la soledad.

– ¿Eres feliz? -le preguntó.

– Estoy haciendo lo que me gusta.

– Pero ¿eres feliz?

Se encogió de hombros y siguió andando. Ella lo siguió fuera del edificio a la clara luz del día, cruzó el patio con el olor a barro, a perros y a estiércol y se agachó detrás de su marido para cruzar la baja puerta de entrada de la casa.

Llenó de agua la cafetera en el grifo del fregadero de piedra y lo puso sobre el hornillo de gas. Alex se sentó junto a la mesa de pino e instintivamente apartó algunas migas de pan con la palma de la mano.

– ¿Quieres comer algo?

Ella movió la cabeza y tiró las migajas en una gran bolsa de papel marrón que servía de cubo de la basura.

– Me alegro mucho de verte. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí.

Vio el montón de platos y fuentes sucias sobre el fregadero y sonrió.

– Deberías comprarte un lavavajillas.

David movió la cabeza.

– No sirven para lavar los vasos de vino, dejan residuos en el fondo.

– Pones las cosas difíciles.

– Después del anochecer no suelo tener mucho que hacer, así que puedo lavar la vajilla.

La cafetera produjo un débil silbido, «como un suspiro», pensó Alex, quien le dijo a David:

– Fui a ver a un médium.

Cuidadosamente, secó con un trapo una taza alta y miró a Alex.

– ¿Y bien?

– Se puso en contacto con Fabián.

David dejó la taza y sacó una lata de tabaco de su bolsillo.

– Ya sé cuáles son tus sentimientos sobre el tema, pero es posible que hayan sucedido algunas cosas, algunas cosas muy extrañas.

– ¿Qué tipo de cosas?

Alex contempló el viejo reloj de madera que había sobre una estantería: las cuatro y quince.

– ¿Es esa hora? -preguntó con voz débil mirando su propio reloj para confirmarlo.

– Normalmente va unos minutos adelantado.

– Tenía que estar en Penguin a las cuatro. -Movió la cabeza.

David se la quedó mirando.

– ¿Era importante?

– Me costó un mes arreglar el asunto.

– ¿No puede ir nadie en tu nombre?

– No.

– Pensaba que tenías algunos buenos colaboradores.

– Así es, pero en esta ocasión tenía que estar yo personalmente. -Miró su reloj-. Tendré suerte si estoy allí a las seis.

Se dio cuenta de que estaba culpando a David, como si fuera él la causa de que se hubiera olvidado de su cita, de que estuviera allí, en aquella sucia cocina, en medio de una maldita tierra de nadie, y de que, posiblemente, hubiera estropeado uno de sus mejores negocios.

– ¿Puedo usar tu teléfono? -dijo dócilmente.

– No tienes que preguntarme, la mitad es tuyo.

– No quiero un discurso -replicó con acritud-, sólo usar este jodido… -Se detuvo y se mordió el labio; no tenía razón para ponerse furiosa ni para culpar a David… ni a nadie.

David sonrió cuando Alex colgó el teléfono.

– Eres muy convincente -comentó.

– Creo que he salvado el negocio. -Metió las manos en los bolsillos de su abrigo.

Las botas de agua que se había puesto le estaban un poco grandes y sus pies resbalaban dentro de ellas. Se preguntó de quién serían.

La senda chapoteaba y parecía moverse bajo el peso de sus pies mientras caminaba entre los viñedos, filas interminables de cepas retorcidas y nudosas, libres de todo adorno de verde o de flores, como un regimiento de esqueletos a las puertas del infierno. Alex se estremeció, preocupada por los horribles pensamientos que habían entrado en su mente recientemente. Resbaló y se cogió con fuerza al brazo de David; era rígido, poderoso y su fuerza la sorprendió. Se había olvidado de lo fuerte que era.

– ¿Estás bien?

– Muy bien.

– Acabé la poda el domingo -le contó orgullosamente-. Después de tres meses, día más día menos.

– Fantástico -dijo tratando de expresar un entusiasmo que no podía sentir.

La luz del atardecer se estaba debilitando y el aire se hizo frío y cortante. Se oyó el balido de las ovejas y el ruido de un ligero avión que volaba muy alto por encima de ellos.

– Crees que me estoy derrumbando, ¿verdad? -preguntó.

– No, no lo creo -respondió y de repente pareció enojado-. ¿Cómo demonios pudo llegar aquí esa oveja? Mira. -Alex siguió con la mirada la dirección de su índice hasta la ladera que descendía de la colina, más allá del viñedo.

– ¿Es que Vendange no las tiene bajo control?

– A ese maldito perro no le interesan las ovejas; lo único que hace es dormir y cazar conejos.

– Debe de haber algo erróneo en sus genes.

David la miró extrañado y después volvió la vista a sus viñedos.

– ¡Maldita sea! Tiene que haber otro agujero en la cerca. -Movió la cabeza-. Creo que estás sufriendo una gran tensión que empieza a hacer su efecto, ¿no es así? Siempre fuiste supereficiente y eso fue lo que te hizo triunfar; en el pasado jamás olvidaste una cita. Rosas en el parabrisas y en un florero. Hay montones de rosas rojas en el mundo, Alex. Es bonito creer que son un mensaje de Fabián, pero es bastante improbable que sea así; te estás aferrando a una serie de coincidencias a las que tratas de dar significado y te lastimas tú misma en el proceso.

– No, yo no me estoy lastimando -replicó furiosa.

Al final del viñedo la senda se bifurcaba.

– ¿Quieres dar un paseo junto al lago?

– Claro -respondió.

Atravesaron un pequeño bosquecillo y llegaron a la orilla del lago. Alex lo miró y se sintió inquieta; nunca le había gustado, y ahora le causaba una sensación siniestra, casi amenazadora. Un estanque medieval; la descripción del agente de la inmobiliaria nunca abandonó su mente desde el momento en que leyó el folleto publicitario por primera vez. Se preguntó si habría sido dragado alguna vez y cuántos secretos estarían enterrados en su fondo. Le llegó el olor del agua estancada, vio los gruesos juncos que sobresalían, como dedos de hombres muertos, y la extraña isla octogonal de cemento a unos setenta metros de la orilla, en el centro del lago. Había una sala de baile edificada en el fondo del lago. «El agente nos llevó allí en una ocasión, una rápida visita a toda prisa.» Había sido construida a finales del siglo pasado por un ingeniero millonario, excéntrico y caprichoso que tuvo algo que ver con la planificación del Metro londinense, según el agente. Ahora ya no se la consideraba un lugar seguro.

Se estremeció al recordar aquel lugar. Habían entrado por una puerta entre los arbustos, que estaba por allí cerca, y descendieron por un túnel que transcurría bajo el lago. A su paso hasta llegar a la sala tuvieron que abrir y cerrar varias puertas estancas… Una medida de precaución contra posibles inundaciones, les informó el vendedor.

Poco después llegaron a una amplia estancia con un techo de cristal en forma de cúpula, cubierto de fango y de hierbas entrelazadas, al otro lado del cual ocasionalmente pasaba la sombra de un pez que apenas podía distinguirse en el agua turbia y fangosa. Había un gran charco de agua en el suelo y el agente apartó la mirada, nervioso y declaró que el techo podía derrumbarse en cualquier momento. Desde entonces habían pasado cuatro años.

– ¿Recuerdas cuando fuimos a la sala de baile? -le preguntó a David, quien le respondió afirmativamente-. ¿Aún se conserva?

– Más de una vez he pensado en echar un vistazo. Uno de estos días iré en la lancha con un tubo de submarinista para ver si sigue en pie.