Se vio a sí misma corriendo ansiosa; tropezó en un ladrillo suelto y cuando volvió a levantar los ojos, los fantasmas cerraron filas y Fabián había desaparecido. Alex permaneció entre ellos, contemplando sus cabezas encapuchadas, sin rostros. «¿Fabián?», preguntó temblando, tratando de dar con su hijo. A empujones se abrió paso entre los encapuchados y vio a uno más alto que los demás, de la estatura de Fabián, que volvía la cabeza y trataba de apartarse de ella. «¿Fabián?», le dio un golpecito en el hombro. «¿Querido?»
Lentamente la aparición se volvió. Debajo de la capucha había un cráneo quemado, unas cuencas vacías que la miraban con desesperación, casi con una expresión de disculpa en su rostro desfigurado.
Se dio cuenta de que estaba a punto de gritar y se sentó erguida, abrió los ojos y miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Dónde diantres estaba? Oyó su propia respiración; debía de ser bien entrada la noche, pensó. ¿Se lo habría imaginado todo? ¿Era cierto que estaban celebrando una sesión de espiritismo? ¿Dónde estaban los demás? Sintió que el sudor la inundaba. Miró a su alrededor, tratando de ver en la oscuridad. Pudo ver una línea de luz; ¿la cortina? ¿La raya de luz que había visto antes? Quiso gritar, decir algo, pero tuvo miedo de hablar en una estancia vacía. ¿Dónde se habían ido todos? No podían haberla dejado sola. Pero ¿por qué no podía oírlos?
De nuevo se oyó la música; los tonos de «El Verano» de Vivaldi invadieron la habitación; los altavoces eran ligeramente chillones y por encima de la música podía oír el débil rasguear del paso de la cinta. Respiró expulsando el aire en silencio, lentamente, y sintió una profunda sensación de alivio. Todo había sido una ilusión, hipnotismo; un truco barato en un escenario cuidadosamente elaborado. Alex cerró los ojos, pensó de nuevo en el cráneo quemado y se estremeció. Volvió a abrir los ojos, inquieta, la espalda rígida en su silla y quiso moverse, pero tuvo miedo de romper el silencio. Presintió la presencia de David, también inquieto, como ella. ¿Qué estaría pensando?
Oyó el roce de un pie sobre la alfombra; el crujir de un muelle, el rasguear de tela y olió el penetrante perfume de Sandy. ¿Qué esperaban que hiciera en esos momentos? ¿Aparecería Fabián de repente? De nuevo miró a su alrededor a las oscuras siluetas. ¿Qué estaría haciendo cada uno de ellos? ¿Se encontraban en trance hipnótico? ¿Adormecidos? ¿O simplemente como ella, sentados en la oscuridad y entregados a sus propios pensamientos?
Alex volvió a cerrar los ojos, una vez más, y trató de concentrarse en el río. Pero había desaparecido, sustituido por el lago de la finca de David, por el gran estanque medieval con su superficie de aguas planas y negras de las que sobresalían las puntas de los juncos como los dedos de los muertos y la ruinosa isla octogonal situada en su centro.
Trató de imaginarse un puente que uniera la isla con la orilla del lago, pero no consiguió hacerlo. Sólo aparecía en su mente el túnel que transcurría bajo las aguas. Pensó en su entrada, con unas escaleras parecidas a las de un refugio de protección antiaérea, pero cubiertas por hierba y moho. Vio la puerta de roble medio podrida, con dificultad hizo girar la llave en la oxidada cerradura y empujó la puerta hasta abrirla. La oyó rozar sobre el suelo de cemento, gemir de sus goznes y vibrar al abrirse, con una serie de chasquidos como los graznidos de una bandada de cuervos. Pudo oler el moho y la humedad y, desde mucho antes de llegar, oyó el gotear del agua. Hacía frío allí, mucho frío. Cautelosamente avanzó, escuchando el eco de sus propios pasos y el salpicar del agua como disparos de pistola.
Llegó a la puerta interior, la abrió y se dirigió al oscuro pasaje, arrastrando sus pies sobre el suelo invisible, preguntándose si a su paso sus pies aplastaban ranas y sapos o simplemente limo y agua. Por debajo del lago alcanzó la siguiente puerta, la que conducía a la sala de baile con su techo de cúpula. Era una pesada puerta de hierro, hermética; la puerta que, de obedecer los consejos de David, nunca debería ser abierta. Si había alguna filtración de agua en la sala de baile y ésta estaba inundada, al abrir aquella puerta… Giró una gran rueda giratoria parecida al volante de un coche, cuatro, cinco, seis veces y la puerta se abrió como si dentro la estuvieran esperando.
Retrocedió, parpadeando sorprendida, y recorrió con la mirada la gigantesca sala acupulada. Era cómoda, cálida, acogedora. Encima del techo, al otro lado del grueso vidrio las carpas y las truchas nadaban lenta, perezosamente, jugando en cálidos charcos de luz. El suelo estaba cubierto de moqueta y un fuego ardía en la chimenea como dándole la bienvenida. Junto a la hoguera había una mujer con uniforme de niñera que se agachó y, con las manos desnudas, cogió del fuego una delgada rama ardiendo y la mantuvo por encima de su cabeza, como un pequeño objeto nudoso del que salían diminutas ramitas quemadas. Esas ramitas comenzaron a moverse, al principio como si fueran agitadas por la brisa, pero después parecieron adquirir vida propia y se convirtieron en un pequeño cuerpecito rosado, con sus bracitos y sus deditos que se abrían y cerraban. Oyó el llanto de un bebé.
– No llores, ahora verás a mamaíta.
La niñera tomó al pequeño en sus brazos y se acercó a ella sonriendo y Alex tembló al darse cuenta de lo mucho que la niñera se parecía a Iris Tremayne.
Sintió después el peso del niño en sus brazos y advirtió el color rosado de sus manos y sus piernecitas y dirigió la mirada a su rostro.
¡Una calavera chamuscada pareció devolverle la mirada!
Se encendió una luz débil y ella parpadeó, sorprendida.
Se dio cuenta de que había cesado la música. Vio a Ford de pie al lado de la puerta y miró a Steven Orme, a Milsom y después a Sandy, que sonreía tratando de infundirle confianza. Evitó mirar a David.
– ¿Cómo fue todo? -preguntó Ford-. Ha sido una meditación prolongada… Tuve la sensación de que todo iba bien, así que no quise interrumpirla.
Alex observó su reloj: las ocho menos diez, había transcurrido más de media hora. Imposible. Acumuló valor y miró a David, que tenía la cabeza baja, una oreja apretada contra la chaqueta y con una extraña expresión de preocupación en su rostro.
– Sandy -preguntó Ford con su voz amable-. ¿Cómo te fue?
– Increíble, Morgan. He visto a Jesús.
Ford inclinó la cabeza levemente y sonrió.
– Estaba frente a mí con una cesta; me dijo que tenía que tratar de desarrollar mis fuerzas curativas y me mostró cómo se deben hacer algunas cosas que me confundían.
Ford miró a Sandy, intrigado.
– Yo también tuve la sensación de que Jesús estaba aquí -dijo Steve Orme con voz nasal y entusiasmada-. Advertí claramente su llegada.
«Son todos unos malditos farsantes», pensó Alex.
– Creo que es posible que viniera para proteger al círculo -dijo Orme-. ¿Qué piensas, Morgan?
– Las curaciones de Sandy son muy importantes; es posible que creyera necesario venir a verla. -Se quedó mirando a Milsom-. ¿Y tú, Arthur?
– Mi mujer -dijo Milsom, y su voz ronca adquirió un matiz casi juvenil-. Siempre que participo en una de estas reuniones se me presenta.
– ¿Qué pasó?
– Bien. Me dijo lo que hace. Está trabajando en un proyecto en colaboración con otros, construyendo una enorme columna de luz, ya sabe.
– ¡Ah, sí! -comentó Ford moviendo la cabeza, y Alex se preguntó qué iba a decir ella.
– ¿Y usted, señor Hightower? -preguntó Ford.
– Creo que me quedé dormido -respondió David.
– Es muy normal -dijo Ford quitándole importancia. Alex se dio cuenta de que Ford se volvía hacia ella-. ¿Y usted, señora Hightower, quiere contarnos lo que vio?
Alex miró a David y lo lamentó. Su mirada parecía decirle: «No te dejes engañar, no seas imbécil.»