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Apareció en la puerta con el casco en la mano y la mirada baja, como si se estuviera mirando las botas inmaculadamente limpias; después alzó los ojos hasta el nivel de la mesa de trabajo de Alex. Era muy joven, advirtió Alex un tanto sorprendida. Había esperado a alguien mayor, pero el policía era tan joven como su hijo. Tenía la nariz chata de un boxeador, pero unos ojos azules, suaves, amables, casi tímidos.

– ¿La señora Hightower? -preguntó mirando expectante a ambas mujeres.

– Soy yo -dijo Alex.

Nervioso miró a Julie y después a Alex, puso sus manos detrás de la espalda y se balanceó ligeramente de un lado a otro.

– ¿Podría tener unas palabras a solas con usted? -preguntó.

– Está bien así, agente. Mi secretaria lleva muchos años trabajando conmigo.

Otra vez miró a Julie y después a Alex e insistió:

– Creo que sería mejor si pudiéramos hablar a solas.

Alex le hizo un gesto a Julie, que salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.

– Señora Hightower, soy el agente Harper, de la Policía Metropolitana. -Parpadeó como furioso consigo mismo.

Alex lo observó extrañada. Estaba comenzando a hacer que se sintiera incómoda.

– Tiene usted un hijo, creo. Fabián…

– Sí. -Sintió un escalofrío y miró por detrás del policía, a través de las persianas venecianas, a los grises tejados de debajo; vio la lluvia que resbalaba por la ventana dejando unas marcas como arañazos. Su mente comenzó a viajar a toda velocidad.

El policía se desabrochó el botón superior de su guerrera, se lo abrochó de nuevo, dejó caer la gorra, se agachó a recogerla y después recuperó su compostura.

– ¿Es dueño de un Volkswagen rojo Golf GTI?

Alex afirmó con la cabeza. ¿Qué diablos había hecho ahora? La policía ya lo había visitado antes, hacía año y medio, cuando alguien lo denunció por conducción imprudente. Afirmó con la cabeza, sin saber qué decir, cuando el policía le leyó el número de matrícula del coche.

– ¿Viajaba por Francia?

– Sí. Había ido a esquiar con unos amigos… y después a una fiesta en Borgoña, para celebrar la mayoría de edad de la hija de un amigo de mi esposo.

El policía tenía los ojos muy abiertos, fijos en el vacío, y su boca se contraía y temblaba como si una corriente eléctrica estuviera atravesando su cuerpo. Alex apartó su mirada del policía y se vio la cara en la pantalla del procesador de textos, al lado de la mesa. Estaba vieja de repente, pensó, incongruentemente vieja.

– Hemos tenido una llamada de la policía… de la gendarmería, eh… de la policía francesa, en Mácon. Me temo que ha ocurrido un accidente. -Las palabras del agente parecieron flotar a su alrededor, cada una de ellas como una burbuja acuosa; las veía, las oía una y otra vez, repetidamente, en distintas secuencias.

Llevado al hospital. Llegada. Sí. Encontrado. Qué. Pero. También. Llegada. Muerto. Sintió como si una de sus rodillas tropezara con algo duro. Y otra vez. Miró el rostro del policía y vio dos caras… después cuatro.

– ¿Quiere una taza de té?

«¿Quién lo había dicho? -se preguntó de repente-. ¿Él? ¿Ella?» Alex habló de modo mecánico, con seguridad, tratando de ser cortés, pese a la furia que cada vez aumentaba en ella, y de no hacer que el policía se sintiera como un idiota.

– Lo siento mucho -dijo Alex-. Tiene que haber un error, un terrible error. Mi hijo está en casa, durmiendo en su cama. Regresó esta mañana, completamente a salvo.

CAPÍTULO IV

El agente Harper se marchó a toda prisa, nervioso, soltando un rosario de excusas y disculpas. Alex se sentó detrás de su mesa contemplando las huellas de la lluvia en la ventana, tomó el teléfono y marcó el número de su casa.

Oyó el clic del teléfono al ser descolgado y un ronco rumor, posiblemente de algún aparato eléctrico. Después, por encima del ruido, oyó la voz de la mujer de la limpieza.

– No cuelgue, por favor no se vaya. -Se oyó el sonido de un interruptor y cesó el ruido-. Dispense, tenía que apagar el aspirador. La casa de la señora Aitoya.

Tenía un marcado acento extranjero, que olvidaba las haches aspiradas.

– Mimsa, soy la señora Hightower…

– La señora Aitoya no en casa, llame a su oficina, por favor.

Alex esperó pacientemente y después repitió lo mismo, con mayor lentitud y voz más fuerte.

– Hola, señora Aitoya. -Hubo una pausa como si Mimsa estuviera consultando un librito de frases hechas-. ¿Cómo estar usted? -dijo por fin, lentamente, con tono de triunfo.

– Bien, gracias, ¿podría hablar con Fabián?

– ¿El señorito Fabián? No está aquí.

– Está durmiendo, en su cama.

– No, no durmiendo. Acabo de hacer su cuarto. Usted me dijo que venir esta noche. Acabar de limpiar su cuarto para él.

Alex colgó el teléfono, tomó su abrigo y se dirigió al pasillo. Asomó la cabeza en el despacho de su secretaria.

– Estaré de vuelta en una hora.

Julie la miró con ansiedad.

– ¿Algo va mal?

– No, no pasa nada -respondió.

Al llegar a su casa aparcó en doble fila y entró corriendo. Seguía oyendo el aspirador y había un fuerte olor a cera. Vio a Mimsa, agachada como un polluelo pasando el aspirador por la alfombra del cuarto de estar. Corrió escaleras arriba y cruzó el pasillo hacia el cuarto de Fabián, se detuvo junto a la puerta y llamó suavemente. Abrió la puerta. La cama estaba recién hecha y no había ninguna maleta, ni un solo bulto en el suelo y todo olía a limpio, recién aireado, sin la menor señal de que la habitación hubiese sido usada.

Recorrió la habitación con la mirada, que detuvo en el extraño y desvaído retrato de su hijo. El muchacho aparecía con la mirada baja, pero con aire arrogante y la mano en el pecho, bajo la chaqueta, como Napoleón. Los ojos estaban mal pintados, con expresión fría, cruel, completamente distinta a la suya, cálida y llena de vida. Fabián le había dado aquel retrato el año anterior, como regalo de cumpleaños, pero le había causado una impresión desagradable, incómoda. Intentó colocarlo en diversas paredes de la casa hasta que acabó en la propia habitación de su hijo. Sintió un escalofrío al volver a verlo.

Salió de la habitación y miró en el cuarto de los invitados, después en el cuarto de baño; en ninguna parte halló nada que indicara el regreso de su hijo. Entró en su dormitorio, tomó el teléfono y llamó a su marido.

– ¿Puedes esperar un momento? Cuelga y ya te volveré a llamar -le dijo su esposo-. Estoy haciendo algo urgente.

– Yo también -replicó y se dio cuenta de que su voz sonaba más histérica de lo que hubiera deseado-. ¿Está Fabián contigo?

– No -fue la respuesta impaciente-. Anoche estuvo en esa fiesta de cumpleaños en Arboisse. No puede haber vuelto a Inglaterra.

– David, está ocurriendo algo muy extraño.

– Mira… Te llamaré dentro de media hora. ¿Estás en la oficina?

– No, en casa.

Alex se dio cuenta de que alguien estaba tocando el claxon fuera en la calle, cada vez con mayor impaciencia. Colgó el teléfono y corrió escaleras abajo. Al verla aparecer de modo tan inesperado, Mimsa dio un salto, asustada.

– ¡Oh, señora Aitoya, qué susto me ha dado!

Alex salió de la casa.

– Lo siento -le dijo al hombre pequeño y de labios delgados, sentado al volante del gran BMW, que la miró y movió la cabeza con aire de reproche.

Alex subió a su Mercedes, se adelantó un poco y después aparcó en el espacio dejado libre por el BMW. Seguidamente volvió a su casa.

– ¿No ha visto a Fabián, Mimsa?

La asistenta movió la cabeza negativamente. La parte superior de su cuerpo agachado se agitó como si estuviera unido a las piernas por un resorte.

– No, no ver al señorito Fabián. No volver todavía.

Alex cruzó el salón y se dejó caer en un sofá, mirando a su alrededor las paredes de color albaricoque. De repente pensó en lo bonita que era aquella habitación. Súbitamente se le ocurrió lo raro que era estar en casa por la mañana en un día de trabajo. Contempló el jarrón de rosas rojas sobre la mesa junto a la puerta y sonrió. Le habían llegado tres días antes, por Interflora. En una de las rosas aún estaba la tarjeta de Fabián. Rosas rojas, sus flores preferidas. Cerró los ojos y oyó el sonido del aspirador que de nuevo ascendía y descendía, como en oleadas, a medida que Mimsa lo movía adelante y atrás sobre la alfombra.