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– ¡Bien! Vayamos, pues…

– Tú no vienes.

Lauro el Chino sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente, despacio. Luego se lo llevó un momento bajo la nariz y lo apretó sobre el labio superior, dándose unos débiles golpecitos. Después se secó el cuello, entre la camisa y la piel.

Borja y yo salimos al declive.

2

Salíamos siempre por la puerta de atrás Nos pegábamos al muro de la casa, hasta desaparecer del campo visual de la abuela, que nos creía dando clase. Desde la ventana de su gabinete, ella escudriñaba su fila de casitas blancas, cuadradas, donde vivían los colonos. Aquellas casitas, al atardecer, se encendían con luces amarillentas, y eran como peones de un mundo de juguete, y muñecos sus habitantes. Sentada en la mecedora o en el sillón de cuero negro con clavos dorados, la abuela enfilaba sus gemelos de raso amarillento con falsos zafiros, y jugaba a mirar. Entre los troncos oscuros de los almendros y las hojas de los olivos, se extendía el declive, hacia las rocas de la costa.

La barca de Borja se llamaba Leontina. Por unos escalones tallados en la roca se bajaba al pequeño embarcadero. Nosotros dos, solamente, íbamos allí. En la Leontina bordeábamos la costa rocosa, hasta la pequeña cala de Santa Catalina. No había otra en varios kilómetros, y la llamábamos el cementerio de las barcas, pues en ella los del Port abandonaban las suyas inservibles.

Hacía mucho calor y Borja brincaba delante de mí. Para ir a Santa Catalina, el mejor era el camino del mar. Desde tierra resultaba peligroso, las rocas altas y quebradas cortaban como cuchillos. A través de los últimos troncos, el mar brillaba verde pálido, tan quieto como una lámina de metal.

– ¿Y los otros?

– Bah, no vendrán.

Pensaba en los de Guiem, siempre contra Borja. Con Borja, formaban los del administrador y Juan Antonio, el hijo del médico. Era la guerra de siempre. Pero Santa Catalina era sólo de Borja y mía. Saltamos a la Leontina, que se bamboleó, crujiendo. En tiempos estuvo pintada de verde y blanco, pero ahora su color era incierto. Borja tomo los remos, y apoyando el pie contra la roca hizo presión. La barca se apartó suavemente y entró mar adentro.

Santa Catalina tenía una playa muy pequeña, con una franja de conchas como de oro, al borde del agua, que al saltar de la barca se partían bajo los pies, y parecía que machacáramos pedazos de loza. De la arena dura, en la que apenas se marcaban las pisadas, brotaban pitas y juncos verdes. Siempre me pareció que había en la cala algo irremediable, como si un viento de catástrofe la sacudiera. Allí estaban, despanzurradas, las corroídas costillas al aire, viejas amigas ya, la Joven Simón, la Margelida, con su nombre a medio borrar en el costado. Las otras nadie sabía ya cómo pudieron llamarse en algún tiempo. Del centro de la Joven Simón brotaba un manojo alto de juncos, como una extraña vela verde. Y aún giraba un cable en la polea, tiñendo las palmas de orín.

Dentro de la Joven Simón guardaba Borja la carabina y la caja de hierro con sus tesoros: el dinero que robábamos a la abuela y a tía Emilia, los naipes, los cigarrillos, la linterna y algún que otro paquete suyo misterioso, todo ello envuelto en un viejo impermeable negro. Y, en el fondo de la escotilla, las botellas de coñac que sacamos de la habitación del abuelo, y otra de un licor dulzón y pegajoso que en realidad no nos gustaba y que descubrió Borja olvidada en la cocina. Casi todo aquello fue desapareciendo poco a poco del armario negro del abuelo, gracias a la pequeña ganzúa que Guiem -hijo de herrero- fabricó para Borja en alguna de las treguas entre los dos bandos. Había temporadas en que contemporizaban los de Guiem y los de Borja, y en ellas se intercambiaban los bienes inapreciables de Borja -sólo él tenía la llavecita de hierro de la caja, colgada de la misma cadena que la medalla- y los oscuros utensilios -navajas, ganzúas-, de Guiem. Había también un dispositivo -dos ganchos de hierro enmohecido- para la carabina, envuelta amorosamente en trapos aceitados, vendada y cubierta de ungüento como una momia egipcia. Las balas las guardaba en su habitación. Todo procedía del mismo lugar: era un hurón, un verdadero buitre de las cosas del abuelo muerto. Las tres habitaciones que fueron del abuelo ejercían una gran atracción sobre Borja y sobre mí. Rara suite lujoso-monástica, como toda la casa de la abuela: mezcla extraña de objetos valiosos, mugre, toscos muebles de pesada madera, finas porcelanas y vajilla de oro -regalo del rey al bisabuelo-, armas, herrumbre, telas de araña, poca higiene (siempre recordaré la vieja bañera desportillada, llena de lacras negras, y Antonia, vuelta la cabeza y cerrados los ojos, ofreciéndonos la toalla para frotarnos y sacudirnos como si quisiera volvernos del revés). Borja pudo entrar en las habitaciones cerradas del abuelo -había en la casa una vaga y no confesada superstición, como si el alma de aquel hombre cruel flotase por sus tres habitaciones contiguas- trepando por un extremo de la balaustrada de la logia. Luego gateó por la cornisa hasta alcanzar la ventana, con su cristal roto que despedía resplandores al atardecer, como un anticipo del infierno, y por el agujero del cristal abrió el pestillo. Se hundió en la oscuridad verde y húmeda de tiempo y tiempo, con mariposas laminadas y el cadáver de un murciélago -sí, de aquel murciélago muerto y hecho ceniza detrás de la biblioteca-. En sus rebuscas encontró el libro de los judíos, aquel que describía cómo los quemaban en la plazuela de las afueras, junto al encinar, cuyas palabras me recorrían la espalda como una rata húmeda, cuando en la barca o en la penumbra del cuarto de estudio, sin luz casi, con el balcón abierto al declive (o también alguna noche en la logia, pues la logia era nuestro punto de reunión cuando ya estaban todos acostados y salíamos de nuestros cuartos y saltábamos por las ventanas descalzos y sigilosos), Borja lo leía, paladeándolo, para atemorizarme. Teníamos el día entero para nosotros dos, pero solamente en la noche, fumando un prohibido cigarrillo y sin vernos claramente los rostros, nos hacíamos confesiones que jamás habríamos escuchado ni dicho a la luz del día. Y lo que en la logia y de noche se decía no lo repetíamos al día siguiente, como si lo olvidáramos.

En la Joven Simón, envueltos en un impermeable viejo, permanecían los naipes y las botellas fruto del saqueo. (Pobre Lauro el Chino. También allí tenía Borja, de su puño y letra, la prueba débil y humillante de su culpa, el olor a pescado podrido aún pegado a los maderos de la Joven Simón.) Muchas veces se iba allí él solo, porque le gustaba tumbarse en la cubierta de la barca, panza arriba, debajo del sol. Decía que el sol le hacía bien, y así estaba él de oscuro: como de bronce o de oro, según le daba la luz o la sombra, muros adentro. Bien es verdad -Borja, Borja- que si no pudimos querernos como verdaderos hermanos, como manda la Santa Madre Iglesia, al menos nos hicimos compañía. (Tal vez, pienso ahora, con toda tu bravuconería, con tu soberbio y duro corazón, pobre hermano mío, ¿no eras acaso un animal solitario como yo, como casi todos los muchachos del mundo?) En aquel tiempo, bajo el silencio rojo del sol, detrás de los rostros de los criminales -los Taronjí, las fotografías que venían de más allá del mar- y los viejos egoístas o indiferentes, corroídos como las barcas de Santa Catalina, no nos atrevíamos a confesar nuestra tristeza. Y siempre la sombra presente del padre -El Coronel- y los periódicos de la abuela, con sus horrendas fotografías -¿pastiche? ¿realidad? ¡Qué más daba!- de hombres abiertos, colgando de ganchos, como reses, en los quicios de las puertas. (Y disparos en las afueras, carretera adelante, al borde del acantilado, más allá de Son Mayor. Un grito, acaso, temerosamente oído una tarde, escondidos entre los olivos del declive.) Borja nos enseñó a jugar a las cartas. Ni yo ni los hijos del administrador, ni Juan Antonio, el del médico -los serviles, los suyos- vimos nunca antes la reina de Pies ni la de Corazones, y perdíamos la asignación semanal, el dinero ahorrado y el que no era nuestro. Pero seguíamos en el juego. Hasta Guiem, tozudo y pesado, gran nariz rabina, torpe y cauteloso, logró entender una escalera de color: lo único que a Borja le enseñó su madre, la tía Emilia.