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Aquella tarde la playita estaba como encendida. Había un latido de luz en el aire o dentro de nosotros. No se sabe.

Apenas pisamos la arena Borja se detuvo:

– Quieta -dijo.

Aun teníamos las piernas mojadas por el agua. A lo largo de los tobillos de Borja brillaban los granos de arena, como trocitos de estaño.

El hombre estaba boca abajo, con un brazo extendido en el suelo, arrimado a la panza de la barca como perro que busca refugio para dormir. Seguramente cayó rodando hacia el mar, hasta chocar con la Joven Simón. Cerca, detrás de las rocas, empezó a chillar una gaviota. Entre las barcas desfondadas, quemadas por el viento, las sombras se alargaban, sesgadas.

La arena despedía un vaho dulzón que se pegaba a la piel. A través de las nubes hinchadas, color humo, se intensificaba por minutos, como una úlcera, el globo encarnado del sol. Borja murmuró:

– Está muerto…

Tras la barca surgió primero una sombra y luego un muchacho. Creo que le vi antes alguna vez, en el huerto de su casa, y ya en aquel momento pensé que no me era desconocido. Sería, supuse, uno de la familia de Sa Malene, que tenían su casita y su huerto en el declive. Entre sus muros, vivían como en una isla perdida en medio de la tierra de la abuela, ya muy cerca del mar. Unos pegujales que tenían más allá del declive, les fueron confiscados. Eran una gente segregada, marcada. Había en el pueblo alguna otra familia así, pero la de Malene era la más acosada, tal vez por ser los Taronjí primos suyos y existir entre ellos un odio antiguo y grande. Estas cosas las sabíamos por Antonia. El odio, recuerdo bien, alimentaba como una gran raíz el vivir del pueblo, y los hermanos Taronjí clamaban con él de una parte a la otra, desde los olivares hasta el espaldar de la montaña, y aún hasta los encinares altos donde vivían los carboneros. Los Taronjí y el marido de Malene tenían el mismo nombre, eran parientes, y sin embargo nadie se aborrecía más que ellos. El odio estallaba en medio del silencio, como el sol, como un ojo congestionado y sangriento a través de la bruma. Siempre, allí en la isla, me pareció siniestro el sol, que pulía las piedras de la plaza y las dejaba brillantes y resbaladizas como huesos o como un marfil maligno y extraño. Las mismas piedras donde resonaban las pisadas de los hermanos Taronjí, parientes de José Taronjí, padre de aquel muchacho que salía de tras la barca, y cuyo nombre, de pronto, me vino a la memoria: Manuel. Sin saber cómo, me dije: "Algo ha pasado, y los Taronjí tienen la culpa". (Ellos, siempre ellos. Sus pies, hollando con un eco especial el empedrado de las calles o las ruinas del pueblo viejo, que ardió hacía muchos años y del que sólo quedaba la plaza de los judíos, junto al bosque. Muros quemados, grandes huecos negruzcos y misteriosos, a los que aplicaron puertas y que servían para almacenar piensos y leña.) En la plazuela de los judíos nos encontrábamos a veces con los otros. Viendo a aquel muchacho pensé vivamente en ellos: los de Guiem. Guiem, Toni el de Abres, Antonio el de Son Lluch, Ramón y Sebastián. Guiem, por encima de todos: dieciséis años. Toni, quince; Antonio, quince; Ramón, trece -era el consentido, porque maliciaba más que nadie-. Y Sebastián el Cojo, catorce y ocho meses. (Decía siempre quince.) Pero éste, Manuel, no era de nadie. (De nuevo le recordé, me era familiar. De espaldas, inclinado a la tierra, allí, en el declive. La puerta del huerto, con la madera quemada por el aire del mar, abierta. Y él cara al suelo pedregoso, con flores y legumbres, sobre la pequeña, húmeda y arenosa tierrecilla. De pronto, las flores, como el estupor de la tierra, encarnadas y vivas, curvadas como una piel, como un temblor del sol, gritando en medio del silencio. Y había un pozo, entre las pitas, con un sol gris lamiendo la herrumbre de la cadena. Dentro de los muros se alzaba el verde exultante, las hojas frescas y tupidas de las verduras de que se alimentaban; que era, me dije yo, confusamente, como alimentarse de alguna ira escondida en el corazón de la tierra. Estaba él inclinado, y no era de nadie. Nadie quería ayudarles a recoger la aceituna, ni la almendra de sus pocos árboles. Los Taronjí se llevaron al padre, y el trabajo lo hacían la madre Malene, Manuel, y los dos menores, María y Bartolomé. Su casa era pequeña, cuadrada y sin tejado: un cubo blanco y simple, y en la puerta, tras las columnas encaladas del porche, una cortina rayada de azul que inflaba el viento. Tenían un perro que aullaba a la luna, al mar, a todo, y que enseñaba los dientes desde que los Taronjí se llevaron a José, el padre, de madrugada. Ellos eran como otra isla, sí, en la tierra de mi abuela; una isla con su casa, su pozo, la verdura con que alimentarse y las flores moradas, amarillas, negras, donde zumbaban los mosquitos y las abejas y la luz parecía de miel. Yo vi a Manuel inclinado al suelo, descalzo, pero Manuel no era un campesino. Su padre, José, fue el administrador del señor de Son Major, y luego se casó con Malene. Sa Malene estaba muy mal vista en el pueblo -lo decía Antonia- y el señor de Son Major les regaló la casa y la tierra.) Y otra vez sin comprender cómo, ni por qué, y tan rápidamente como en un soplo, recordé: "José Taronjí tenía las listas", dijo Antonia a la abuela. La abuela la escuchaba mientras dos mariposas de oro se pegaban ávidamente al tubo de la lámpara de cristal, se morían temblando y caían al suelo como un despojo de ceniza. Lauro lo explicó más detalladamente: "Lo tenían todo muy bien organizado: se repartieron Son Major y él lo distribuyó muy bien: quienes iban a vivir en la planta, quienes en el piso de arriba… Y ésta su casa también, doña Práxedes…" Era la misma voz de cuando decía: "En un pueblo de Extremadura han rociado con gasolina y han quemado vivos a dos seminaristas que se habían escondido en un pajar. Los han quemado vivos, malditos… malditos. Están matando a toda la gente decente, están llenando de Mártires y Mártires el país…" (El Chino y los Mártires, las vidrieras de Santa María con sus hermanos muertos allí arriba, y detrás el sol feroz y maligno empujando con su fulgor el rojo rubí, el esmeralda, el cálido amarillo de oro. Y el Chino continuaba como un sonámbulo: "Tendremos altares cubiertos de sangre y en nuevas vidrieras veremos los rostros de tantos y tantos hermanos nuestros…")

Era al padre de Manuel a quien se llevaron los Taronjí, los de altas botas de jinetes que no montaban jamás a caballo. Manuel dejó el convento donde vivía, y estaba allí en el huerto, trabajando para ellos porque nadie del pueblo les ayudaba. Y otra vez recordé la voz del Chino, que decía: "Pues como antes, que iban los leprosos con campanillas a la puerta de David; y se retiraban los hombres puros al oírlos, así debían ir por donde pasan con la peste de sus ideas…" Era Manuel el muchacho que salía detrás la barca; no cabía duda, era aquella la espalda inclinada al suelo, vista por nosotros al otro lado de la puerta corroída por el aire del mar; era su nuca de oscuro color moreno, del bronco color del sol sobre el sudor, no del dorado suave de Borja. Y, también, había sol en el color de su pelo quemado, seco por su fuego, en franjas como de cobre. "Pelirrojo como todos ellos -dijo Borja, entonces -. Pelirrojo. Chueta asqueroso."

3

No sé si lloraba, porque tenía la cara cubierta de sudor.

– Préstame la barca -dijo.

Creí que latiría en su voz la misma ira de las flores, pero era una voz opaca, sin matiz alguno. De frente me parece que no le había visto nunca. No tenía la cara tan quemada como la nuca. Apenas recuerdo sus facciones, sólo sus ojos, negros y brillantes, donde resaltaba la córnea casi azul. Unos ojos distintos a los de cualquier otro. Era alto y corpulento para su edad, y sólo al mirarlo me pareció que no necesitaba pedirle la barca a Borja: se la podía llevar con sólo adelantar un paso y darle a mi primo un empujón. Las piernas desnudas de Borja y sus pies de dedos largos, con una uña rota en el pulgar derecho, aquellas piernas aún húmedas, con la arena pegada, estaban en un desamparo total, junto a la maciza figura de Manuel. Y Manuel, de pronto, no era un muchacho. No, bien cierto era que (quizá desde el mismo instante en que pidió la barca, en la ensenada de Santa Catalina, con una gaviota chillando destemplada, inoportuna) parecía muy distante su infancia, su juventud, hasta la vida misma. Y no había cumplido, seguramente, los dieciséis años.