– ¿No podemos comer algo antes? -A pesar del gran esfuerzo que hizo por ocultarlo, la joven no pudo evitar que se filtrara un leve matiz de desesperación en su voz. Se sentía débil por el hambre y sabía que él debía de estar mucho peor, aunque su rostro, duro y sin rastro de emoción, no se lo confirmara.
– Lo haremos cuando lleguemos a la cabaña. No tardaremos mucho.
Le costó una hora encontrarla y a Annie le costó un poco más darse cuenta de que habían llegado, ya que la pequeña y humilde construcción estaba tan cubierta de maleza que apenas podía reconocerse como algo hecho por el hombre. Podía haber llorado ante tal decepción, pues había esperado una choza, o incluso una tosca casucha, ¡pero no eso! Por lo que podía ver a través de los arbustos y de las enredaderas que casi la cubrían por completo, la «cabaña» no era más que algunas rocas rudimentariamente apiladas y unos pocos troncos medio podridos.
– Desmonta.
Annie le lanzó una furiosa mirada, cansada de aquellas lacónicas órdenes. Estaba hambrienta y asustada, y le dolían todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Sin embargo, le obedeció e incluso empezó a acercarse para ayudarlo cuando vio que desmontaba con dificultad, aunque, finalmente, se limitó a seguir sus movimientos con la mirada al tiempo que cerraba las manos formando puños.
– Hay un cobertizo para los caballos.
Al oír aquello, Annie miró a su alrededor incrédula. No veía nada que se pareciera en lo más mínimo a un cobertizo.
– Allí -le indicó él leyendo acertadamente la expresión de su cara.
Rafe guió a su caballo hacia la izquierda y Annie lo siguió sujetando las riendas de su propia montura. Él tenía razón. Había un cobertizo a pocos metros, construido aprovechando los árboles y la inclinación de la tierra, en el que cabían dos animales a pesar de que el espacio era muy limitado. Ambos extremos del cobertizo estaban abiertos, aunque el más alejado estaba parcialmente bloqueado por un rudimentario abrevadero y más arbustos. Rafe descolgó un cubo de madera que colgaba de una rama rota, lo examinó y, por un momento, se reflejó en su demacrado rostro una expresión de satisfacción.
– Hay un arroyo que pasa justo por el otro lado de la cabaña – le indicó a la joven-. Desensilla los caballos y luego coge el cubo y ve a por agua para los animales.
Annie se quedó mirándolo con cara de incredulidad. Se sentía débil a causa del hambre y tan cansada que apenas podía andar.
– Pero, ¿y nosotros?
– Primero hay que encargarse de los caballos. Nuestras vidas dependen de ellos. -Su voz era implacable-. Lo haría yo mismo, pero aparte de permanecer de pie aquí, lo único que soy capaz de hacer ahora es dispararte si intentas huir.
Sin pronunciar una palabra más, Annie se puso manos a la obra a pesar de que sus músculos temblaban por el esfuerzo. Descargó su maletín y el saco que contenía la comida, las dos sillas de montar y las alforjas de él, y lo dejó todo en el suelo. Después, cogió el cubo y Rafe le indicó el camino hacia un arroyo que tan sólo estaba a unos veinte metros de la cabaña, pero que discurría alejándose en diagonal en lugar de fluir paralelamente a la maltrecha construcción. Sólo tenía unos treinta centímetros de profundidad, que se convertían en menos en algunos lugares y en más en otros.
Rafe la siguió hasta el arroyo y de vuelta al cobertizo, en silencio y con un paso no muy firme. Annie hizo dos viajes más al arroyo con él siguiendo cada uno de sus pasos, hasta que Rafe decidió que el abrevadero estaba bastante lleno.
– Hay una bolsa con grano en mi alforja izquierda -dijo él observando cómo los caballos bebían ávidamente-. Dale dos puñados a cada uno. Tendremos que reducirles la ración durante un tiempo.
Una vez cumplida esa tarea, Rafe le ordenó que metiera las pertenencias de ambos en la cabaña. La tosca puerta estaba formada por unos cuantos troncos sujetos con una mezcla de cáñamos y enredaderas, y sus dos goznes eran de piel. Annie la abrió con cuidado y tuvo que reprimir un grito de consternación. No parecía que hubiera ninguna ventana, pero la luz que entraba a través de la puerta abierta revelaba un interior cubierto de telarañas y de suciedad, y habitado por una gran variedad de insectos y pequeños animales.
– No pienso entrar ahí -exclamó horrorizada al tiempo que se giraba para enfrentarse a él-. Hay ratas, arañas y seguramente también serpientes.
Sólo por un instante, una expresión divertida sobrevoló los labios de Rafe logrando suavizar sus duros rasgos.
– Si hay ratas, puedes apostar lo que quieras a que no hay serpientes. Las serpientes se comen a las ratas.
– Este lugar está cubierto de mugre.
– Hay una chimenea -repuso él con voz llena de cansancio-. Y cuatro paredes para protegernos del frío. Si no te gusta el aspecto que tiene, entonces límpialo.
Annie empezó a decirle que podía limpiarlo él mismo, pero una simple mirada al pálido y demacrado rostro de Rafe bastó para que las palabras se detuvieran en sus labios. La culpabilidad le remordió la conciencia. ¿Cómo había podido siquiera permitirse a sí misma pensar en dejarlo morir? Era médico, y aunque era probable que la matara cuando ya no le fuera de ninguna utilidad, ella se esforzaría al máximo por curarlo. Consternada por aquellos pensamientos que la habían invadido horas antes y que suponían una traición tanto a su padre y a sí misma como a su vida entera, se juró que no lo dejaría morir.
Al examinar con más detenimiento la pequeña y mugrienta cabaña, se dio cuenta de que la magnitud de la tarea a la que se enfrentaba era tan enorme que dejó caer la cabeza totalmente desesperanzada. Intentando armarse de valor, respiró hondo e irguió los hombros. Iría poco a poco. Recogió un resistente palo del suelo y avanzó con cautela hacia el interior de la pequeña construcción. El palo le sirvió para abrirse paso entre las telarañas y para apartar de un golpe las ratoneras que iba descubriendo. Una ardilla huyó correteando y una familia de ratones salió disparada hacia todas las direcciones.
Decidida, Annie los busco con su palo. Después, metió la gruesa rama por la chimenea para sacar los viejos nidos de pájaros y asustar a algunos nuevos ocupantes que estaban fuera de su alcance. Si había otros nidos más arriba, el fuego en la chimenea alentaría a sus habitantes a evacuar la zona rápidamente.
Cuando sus ojos se ajustaron a la tenue luz, descubrió que la cabaña tenía una ventana en cada lado y que estaban cubiertas por toscas tablas que podían empujarse hacia arriba y sujetarse con un palo. Annie las abrió, dejando entrar una gran cantidad de luz que pareció alegrar la estancia, aunque, ahora que lo podía ver mejor, el interior de la cabaña se veía aún más sucio.
No había muebles, a excepción de una tosca mesa con dos patas rotas que se apoyaba en un rincón. Lo mejor que podía decirse de aquel lugar, aparte de que tenía una chimenea y cuatro paredes, como Rafe ya había señalado, era que el suelo era de madera y que, a pesar de que había rendijas entre las tablas, al menos no dormirían directamente en el suelo.
Sabiendo que era la forma más rápida de conseguir un mínimo de habitabilidad, Annie cargó cubos de agua desde el arroyo y limpió el interior de la cabaña con abundante agua, ya que contaba con que el líquido se escurriría a través de las rendijas. Mientras se secaba el suelo, apiló leña y astillas junto al hogar. Durante todo el proceso, Rafe no la perdió de vista ni un minuto, aunque la joven estaba asombrada de que todavía pudiera seguir en pie. Cada vez que lo miraba le parecía que estaba aún más pálido.
Finalmente, la cabaña estuvo lo bastante limpia como para que no le horrorizara la idea de dormir en ella, y parecía que había logrado derrotar a los otros ocupantes. Aprovechando que todavía tenía fuerzas, Annie arrastró las sillas de montar y las provisiones hasta el interior, e hizo un viaje más al arroyo para llenar el cubo y la cantimplora.