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Sólo entonces le indicó a Rafe con una mano que entrara. Le temblaban todos los músculos del cuerpo y le flaqueaban las rodillas, pero, al menos, ahora podía sentarse. Se dejó caer sobre el suelo que acababa de limpiar, dobló las rodillas y apoyó la cabeza sobre ellas.

El ruido de las botas de Rafe al arrastrarse sobre la madera le hizo levantar la cabeza de mala gana. Lo vio allí de pie, con los ojos entrecerrados por la fiebre y su enorme cuerpo balanceándose levemente. Conmovida, Annie se forzó a sí misma a arrastrarse hasta las sillas y a coger una de las mantas. La dobló por la mitad y la extendió sobre el suelo.

– Ven -dijo ella con la voz ronca por la fatiga-. Túmbate.

Más que tumbarse, Rafe se derrumbó. Annie lo sujetó para evitar que cayera y su peso casi la derribó.

– Lo siento -gruñó él en un jadeo, casi sin fuerzas para poder moverse.

Annie tocó su rostro y su garganta, y descubrió que le había subido la fiebre, si es que eso era posible. Preocupada, empezó a desabrocharle el cinturón que sujetaba su pistolera, pero sus fuertes dedos se cerraron sobre los de ella sujetándolos con tanta fuerza que le hacía daño, y continuó así durante un minuto antes de pronunciar palabra.

– Yo lo haré.

Al igual que el día anterior, Rafe dejó la pistolera cerca de su cabeza. Annie observó la enorme arma y se estremeció ante su aspecto frío y mortífero.

– Ni se te ocurra pensar en intentar cogerla -le advirtió él en voz baja.

La joven alzó rápidamente la mirada para encontrarse con la suya. Febril o no, aquel hombre todavía estaba en plena posesión de sus facultades. Sería más fácil para ella huir si la fiebre lo hacía delirar, pero se había jurado a sí misma que lo ayudaría y eso significaba que no podía abandonarlo aunque cayera inconsciente. Hasta que se recuperara, estaba obligada a quedarse allí.

– No pensaba en eso -respondió. Pero él permaneció con la mirada atenta y Annie supo que no le había creído. Sin embargo, no estaba dispuesta a discutir con aquel hombre sobre su honradez; no cuando se sentía débil, hambrienta y tan cansada que sólo tenía fuerzas para sentarse con la espalda erguida. Y todavía tenía que ocuparse de él antes de empezar a pensar en sí misma.

– Voy a quitarte la camisa y las botas para que puedas estar más cómodo-anunció en tono decidido mientras se movía para cumplir la tarea.

De nuevo, apareció su mano para detenerla.

– No -se opuso y, por primera vez, Annie percibió una nota de inquietud en su voz-. Hace demasiado frío para quitarme la camisa.

Era evidente que la tarea de limpiar la cabaña la había hecho entrar en calor, y hacía mucho tiempo que se había quitado el abrigo. Pero independientemente de que ella estuviera acalorada, lo cierto era que el sol había hecho subir varios grados la temperatura y que el aire era agradable. Aun así, Annie podía sentir cómo Rafe temblaba bajo sus dedos.

– No hace frío. Es que tienes fiebre.

– ¿No tienes nada en ese maletín tuyo que haga bajar la fiebre?

– Prepararé un té a base de cortezas de sauce una vez haya examinado tus heridas. Eso hará que te sientas mejor.

Rafe sacudió la cabeza nervioso.

– Prepáralo ahora. Tengo tanto frío que siento como si se me hubieran congelado los huesos.

Annie suspiró, ya que no estaba acostumbrada a que sus pacientes decidieran cómo debía llevarse a cabo su tratamiento; pero el orden en el que hiciera las cosas no cambiaría nada y, de ese modo, también podría hacerse una taza de café. Así que lo tapó con otra manta, se dirigió a la chimenea, y apiló astillas y ramitas de pino bajo algunos gruesos trozos de madera.

– No hagas un fuego muy grande -murmuró él-. Produciría demasiado humo. Tengo algunas cerillas en mi alforja, en el lado derecho, envueltas en lona.

La joven encontró las cerillas y encendió una frotándola contra la piedra de la chimenea, al tiempo que volvía la cabeza para apartarse del acre olor del fósforo. La ramitas de pino se prendieron en tan sólo unos segundos. Annie se inclinó y sopló suavemente las llamas hasta que se sintió satisfecha al ver que empezaban a extenderse con fuerza. Después, volvió a sentarse y abrió su gran bolsa. Parecía una maleta de vendedor ambulante en vez de un maletín de médico, pero a ella le gustaba llevar consigo una buena provisión de hierbas y ungüentos siempre que trataba a un paciente, ya que no podía depender de encontrar lo que necesitara en el bosque. Sin perder tiempo, sacó la corteza de sauce, que había envuelto cuidadosamente en una bolsa de malla, y el pequeño cazo que usaba para hacer el té.

El desconocido permaneció tumbado bajo la manta, observando con ojos entrecerrados cómo ella vertía una pequeña cantidad de agua de la cantimplora en el pequeño cazo, y luego lo colocaba sobre el fuego para que hirviera. Mientras el agua se calentaba, cogió una gasa, puso un poco de corteza de sauce en ella, añadió una pizca de tomillo y de canela, y ató los cuatro extremos de la gasa para formar una bolsita porosa que sumergió en el agua. Finalmente, para endulzar el té, Annie abrió un tarro y añadió un poco de miel.

– ¿Qué le has puesto? -preguntó Rafe.

– Corteza de sauce, canela, miel y tomillo.

– Cualquier cosa que me des, tendrás que probarla tú primero.

Aquella ofensa hizo que la espalda de la joven se tensara, sil embargo, no discutió con Rafe. El té de corteza de sauce no le haría ningún daño, y si ese hombre pensaba que era capaz de envenenarlo, no había nada que pudiera hacer para convencerlo de lo contrario. Además, su conciencia todavía la seguía mortificando por los horribles pensamientos que había tenido esa mañana, y quizá él se había dado cuenta de ello.

– Si has añadido algo de láudano, tú también te dormirás -le advirtió Rafe.

¡Al menos, sólo la estaba acusando de pensar en drogarlo, no de intentar matarlo! Furiosa, Annie sacó una pequeña botella marrón de su bolsa y la levantó para mostrársela.

– El láudano está aquí. Y te informo de que la botella está casi llena, por si quieres ir comprobándolo de vez en cuando. Aunque quizá te sientas mejor si la guardas tú.

Le ofreció el pequeño recipiente y él miró a la joven en silencio, taladrándola con sus fríos ojos como si pudieran leer su mente. Y tal vez así fuera.

Rafe se debatía entre creerla o no. Deseaba hacerlo, sobre todo, cuando miraba aquellos suaves ojos marrones, sin embargo, se había mantenido con vida esos últimos cuatro años gracias a que no había confiado en nadie. Sin pronunciar palabra, alargó el brazo y cogió la botella marrón, dejándola en el suelo junto a su pistolera.

Ella se dio la vuelta sin hacer ningún comentario, pero Rafe supo que la había herido.

Con el ceño fruncido, Annie sacó las provisiones y las colocó en el suelo para poder hacerse una idea de lo que disponían. Estaba tan hambrienta que las náuseas amenazaban con provocarle arcadas y se preguntó si sería capaz de comer algo.

Llenó de agua la cafetera que Rafe llevaba en las alforjas y añadió los posos del café, haciéndolo más fuerte de lo normal porque pensó que probablemente lo necesitaría. Luego volvió a girarse hacia las provisiones. Las manos le temblaban mientras intentaba decidir qué preparar. Había patatas, beicon, judías, cebollas, un pequeño saco de harina, sal, melocotones en conserva y pan, además de arroz, queso y azúcar que había cogido de su casa. Le quedaba poca comida y había planeado llenar su despensa, pero la llegada del bebé de Eda le había impedido hacerlo.