Los caballos estaban inquietos después de haber permanecido encerrados en un espacio tan reducido, y uno de ellos empujó a Rafe cuando los guió fuera del cobertizo. Al ver la palidez del rostro masculino, Annie se apresuró a cogerle las riendas de las manos.
– Yo los llevaré -se ofreció-. Tú preocúpate sólo de andar y mantenerte en pie. O mejor aún, ¿por qué no vamos cabalgando?
Rafe negó con la cabeza.
– No iremos muy lejos. -La verdad era que, aunque podría hacerlo si fuera necesario, prefería no tener que montar tan pronto.
Encontraron un buen sitio para que los caballos pastaran a menos de un kilómetro de distancia. El pequeño y soleado prado estaba protegido del frío viento por la ladera de una montaña que se erigía al norte, y los animales inclinaron sus cabezas sobre la hierba con avidez mientras Rafe y Annie se sentaban y dejaban que el sol los calentara. No pasó mucho tiempo antes de que ambos se quitaran el abrigo, y de que el rostro de Rafe recuperara algo de color.
No hablaron mucho. La joven apoyó la cabeza sobre sus rodillas y cerró los ojos, adormecida por el delicioso calor y los sonidos que hacían los caballos. Era una mañana tan tranquila y serena que podría haberse quedado dormida sin ningún problema. No se oían más ruidos que aquellos propios de la naturaleza: el susurro del viento en lo alto de los árboles… el piar de los pájaros… los caballos pastando sin prisas… Silver Mesa nunca estaba tan silenciosa. Siempre parecía haber alguien en la calle y daba la impresión de que los salones no cerraran nunca. Annie, acostumbrada a los ruidos de la ciudad, sintió que la paz de aquel lugar la inundaba.
Rafe cambió de posición de pronto y, la joven, al darse cuenta de que lo había hecho ya varias veces, abrió los ojos.
– ¿Estás incómodo?
– Un poco.
– Entonces túmbate. En realidad, es lo único que deberías estar haciendo.
– Estoy bien.
De nuevo, Annie se abstuvo de discutir inútilmente. En lugar de eso, le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo vas a permitirles pastar? Todavía tengo mucho que hacer.
Rafe estudió la posición del sol y luego miró hacia los caballos. El de Annie había dejado de pastar y estaba descansando plácidamente con la cabeza alzada y las orejas levantadas, atento al sonido de sus voces. El suyo continuaba comiendo con desgana, como si ya hubiera satisfecho su apetito. A Rafe le hubiera gustado poder dejar a los caballos allí, al aire libre, pero no podía arriesgarse a verse sorprendido con los animales tan lejos de la cabaña. Quizá al día siguiente se sintiera con fuerzas suficientes para improvisar un rudimentario corral que les permitiera moverse un poco en lugar de permanecer encerrados en aquel minúsculo cobertizo. Tan sólo necesitaría algunos arbustos y algo de cuerda.
– Podríamos volver ya -contestó finalmente, a pesar de que le hubiera gustado quedarse sentado bajo el sol. Andar le recordaba lo débil que estaba.
En silencio, Annie se acercó a los caballos y los guió de vuelta a la cabaña. Después de llevarlos hasta el arroyo y de permitirles beber a su antojo, los animales se dejaron llevar dócilmente hasta el cobertizo.
Los problemas logísticos que suponía lavarse casi hicieron que Annie se rindiera. No disponía de ningún cuenco o jarra; sólo tenía el cubo que usaba para recoger el agua, y hacía demasiado frío para bañarse en el arroyo, así que se conformó con fregar la cafetera y la olla con la que cocinaba, y con poner agua a calentar en ambos recipientes. Cuando hirvió, la añadió al agua fría que había recogido con el cubo.
– Tú primero -le ofreció Annie-. Estaré fuera, junto a la puerta…
– No -la interrumpió, entrecerrando sus claros ojos-. Te quedarás aquí dentro, donde pueda verte. Si no quieres mirar, siéntate dándome la espalda.
Su inflexibilidad la consternó, pero ya había aprendido que no podría hacerle cambiar de opinión y ni siquiera lo intentó. Sin mediar palabra, Annie se sentó dándole la espalda y apoyó la cabeza sobre sus rodillas dobladas, tal y como había hecho en el prado. Lo oyó desvestirse y escuchó el ruido del agua mientras se lavaba. Unos minutos más tarde, oyó los característicos sonidos que indicaban que se estaba vistiendo de nuevo.
– Llevo puestos los pantalones -dijo Rafe finalmente-. Ya puedes darte la vuelta.
La joven se puso en pie y se giró para mirarlo. Todavía no se había puesto una camisa, aunque había una limpia sobre la manta. Annie intentó que sus ojos no se demoraran en el amplio pecho masculino. Había visto a muchos hombres desnudos de cintura para arriba sin experimentar ninguna emoción que no fuera simple curiosidad; entonces, ¿por qué los latidos de su corazón reaccionaban tan violentamente ante la semidesnudez de Rafe? Su duro y musculoso torso estaba cubierto por vello oscuro y lo había sentido sólido como una roca cuando él la abrazó estrechamente contra sí durante la noche, pero seguía siendo sólo el pecho de un hombre. Sin embargo…
– Sujeta el espejo para que pueda afeitarme -le ordenó.
Su potente voz la sacó de ensimismamiento, y sólo entonces se dio cuenta de que Rafe había sacado una navaja y un pequeño espejo.
La joven se acercó y sostuvo el espejo mientras observaba cómo él se enjabonaba la cara para luego eliminar con cuidado la barba que cubría su rostro. Annie no pudo evitar mirarlo con absoluta fascinación. Su barba negra tenía, como mínimo, una semana cuando ella lo había visto por primera vez, así que estaba ansiosa por verlo recién afeitado. Rafe hizo algunas interesantes muecas con la cara que Annie recordaba haber visto hacer también a su padre, y una suave sonrisa rozó sus labios. Se sentía extrañamente reconfortada al descubrir aquellas pequeñas similitudes entre su amado padre y ese peligroso extraño que la tenía a su merced.
Cuando Rafe acabó, sus facciones, ya a plena vista, dejaron a Annie sin aliento, y tuvo que darse la vuelta con rapidez para ocultar su expresión. Contrariamente a lo que esperaba, la barba, en realidad, había suavizado los rasgos de su rostro. Recién afeitado, parecía incluso más fiero, con sus claros y fríos ojos brillando como el hielo bajo el perfecto arco que trazaban sus negras cejas. Tenía una nariz recta y aguileña, y su boca dibujaba una dura línea delimitada a cada lado por un fino surco. Su mandíbula parecía de granito y su pronunciado mentón, marcado con una leve hendidura que la barba había ocultado hasta entonces, dejaba patente su voluntad de hierro. Era un rostro que no reflejaba ni un ápice de piedad y que revelaba la distante expresión de un hombre que había visto y causado tanta muerte que ya no le afectaba en lo más mínimo. Durante el breve instante en que lo había mirado antes de girarse, Annie había percibido amargura en la línea que dibujaba su boca; una amargura tan intensa que le había dolido verla, y tan arraigada, que seguramente nunca podría borrarse de su rostro. ¿Qué le había ocurrido a aquel hombre para que tuviera aquel aspecto?, como si no creyera en nada ni confiara en nadie, como si nada tuviera valor para él, excepto, quizás, su propia vida, aunque eso era algo de lo que tampoco podía estar segura.
No obstante, seguía siendo sólo un hombre, por muy peligroso que fuera. Además, estaba cansado y enfermo, y a pesar de que la había raptado, no sólo no le había hecho ningún daño, sino que había velado por su comodidad y su seguridad lo mejor que había podido. Annie no olvidaba que a él le convenía mantenerla a salvo, o que cualquier percance que pudiera sufrir sería única y exclusivamente por su culpa, pero, al mismo tiempo, no había sido tan cruel ni brutal como ella había temido, o como muchos hombres habrían sido en su situación. Había dicho y hecho cosas que la habían aterrorizado, aunque nunca por mera crueldad. Resultaba extrañamente tranquilizador saber que siempre había un motivo para sus acciones. La joven empezaba a sentir que podía confiar en su palabra, que una vez se hubiera recuperado, la llevaría de vuelta a Silver Mesa, sana y salva. Por otra parte, si intentaba escapar de él, estaba igualmente segura de que la detendría como le fuera posible, sin descartar la opción de abatirla a tiros.