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Cuando consiguió llegar al cobijo que le ofrecía otro enorme pino, se agachó apoyándose sobre una rodilla y se mantuvo inmóvil y en silencio mientras escuchaba. Estaba en inferioridad de condiciones y lo sabía. Lo único que Trahern tenía que hacer era colocarse en algún lugar desde el que pudiera vigilar a su caballo, y, entonces, McCay estaría perdido. Su única posibilidad consistía en localizar al cazador de recompensas antes de que él descubriera su posición, aunque sabía muy bien que muchos hombres habían muerto intentando hacer precisamente eso.

Al percatarse de que sólo quedaban unos pocos minutos de luz, esbozó una sonrisa sin rastro de humor que hizo que las comisuras de sus labios se elevaran. McCay era el mejor escabullándose en medio de la oscuridad. Cerró los ojos y dejó que sus oídos captaran cualquier sonido, libres de la distracción de la vista. Notó un aumento gradual del nudo característico de los insectos y de las ranas de San Antonio, indicando que los moradores de la noche empezaban su rutina. Cuando volvió a abrir los ojos, unos diez minutos después, su visión ya se había adaptado a la oscuridad y podía distinguir con facilidad el contorno de los árboles y arbustos.

McCay colocó pinaza entre sus espuelas para evitar que hicieran ruido y volvió a deslizar el rifle en la funda que colgaba a su espalda; el arma le supondría un estorbo si la sostenía entre las manos mientras avanzaba a rastras en la oscuridad. Sacó el revólver de la pistolera, se tumbó sobre su estómago y reptó hacia el cobijo que ofrecían un grupo de arbustos.

La frialdad del suelo le recordó que el invierno todavía no había liberado por completo a la tierra de su glacial abrazo. Durante las horas relativamente cálidas del día, se había quitado el abrigo y lo había atado a la parte trasera de su silla, pero ahora que el crepúsculo había caído, la temperatura estaba descendiendo bruscamente.

Sin embargo, no era la primera vez que pasaba frío, y el acre olor de la pinaza le recordó que también se había arrastrado de ese modo en más de una ocasión. En 1863, había rodeado a toda una patrulla yanqui avanzando sobre su estómago y pasando a menos de un metro de un centinela, para luego regresar junto al coronel Mosby e informarle sobre la patrulla y la posición de los soldados enemigos. También había avanzado reptando por el lodo una lluviosa noche de noviembre con una bala en la pierna y los yanquis buscándolo entre los arbustos. Sólo el hecho de estar completamente cubierto de barro le había salvado de ser capturado aquella vez.

Le costó una media hora regresar a la cima de la colina y deslizarse por ella tan sigilosamente como una serpiente hasta alcanzar el río. Una vez allí, hizo una pausa permitiendo que sus ojos examinaran los árboles que lo rodeaban en busca de una forma que desentonara con el paisaje, mientras trataba de captar el sonido de unos cascos o el resoplido de un caballo. Si Trahern era tan astuto como imaginaba, habría cambiado de sitio a los animales; aunque quizá fuera demasiado cauteloso como para exponerse de esa forma.

¿Durante cuánto tiempo podía mantenerse el cazarrecompensas alerta con todos sus sentidos aguzados? Un esfuerzo así agotaba a la mayoría de hombres que no estaban acostumbrados a ello. Sin embargo, McCay estaba tan habituado que lo hacía casi sin pensar. Los últimos cuatro años no habían sido muy diferentes al tiempo que había pasado en la guerra, exceptuando que ahora estaba solo, y que no robaba dinero, armas o caballos a los soldados de la Unión. Además, si lo atrapaban ahora, no quedaría libre en un intercambio de prisioneros; ningún representante del orden, fuera del tipo que fuera, le dejaría escapar con vida. El precio por su cabeza, vivo o muerto, lo garantizaba.

Dejó pasar más de una hora antes de empezar a avanzar hacia la formación rocosa donde había dejado a su caballo, moviéndose muy despacio, centímetro a centímetro, y deteniéndose cada pocos metros para escuchar. Le costó más de treinta minutos recorrer quince metros y calculó que, como mínimo, le faltaban por cubrir otros treinta. Finalmente, escuchó la profunda respiración de un caballo que parecía estar dormitando y. la débil rozadura de uno de sus cascos sobre la roca, como si el animal hubiera cambiado el peso de una pata a otra. No podía ver a su caballo ni al de Trahern, pero la dirección de los sonidos le indicaba que su montura continuaba en el mismo lugar donde la había dejado. El cazarrecompensas debía de haber decidido no correr riesgos y no exponerse a sí mismo el tiempo suficiente como para esconderla.

Ahora la cuestión era: ¿dónde estaba Trahern? ¿En algún lugar con una clara visión del caballo de McCay? ¿En algún lugar donde pudiera mantenerse a cubierto? ¿Seguiría alerta, o sus sentidos habrían empezado a embotarse a causa de la tensión? ¿Se estaría dejando vencer por el sueño? McCay calculó que habían pasado cinco horas desde que su perseguidor se había topado con él, lo que significaba que debían de ser sólo las diez de la noche aproximadamente; y se temía que Trahern era demasiado bueno en su trabajo como para permitirse bajar la guardia tan pronto. Era en las primeras horas de la mañana cuando los sentidos perdían agudeza y se bajaba la guardia, cuando los párpados caían y pesaban una tonelada, cuando la mente se nublaba por el agotamiento.

Pero, Trahern, sabiendo eso, ¿no daría por supuesto que él esperaría? ¿Se permitiría dormir al menos una hora, pensando que su presa aguardaría hasta justo antes del amanecer para llevar a cabo cualquier intento por llegar hasta su montura? ¿O confiaría en que el caballo armara el suficiente revuelo como para despertarlo, cuando McCay intentara llevárselo?

Rafe sonrió consciente de que sus posibilidades de salir con vida de aquello eran mínimas, independientemente de lo que hiciera, y de que, con toda probabilidad, la opción más temeraria era la que tenía más posibilidades de éxito.

Se acercó aún más a la formación rocosa tras la que estaba su caballo y esperó a que los sonidos le indicaran que el animal se había despertado. Aguardó unos pocos minutos más, se puso en pie sin hacer ruido y después se aproximó al enorme animal, que captó su olor y le dio cariñosamente unos golpes con la cabeza. McCay le acarició el aterciopelado hocico antes de coger las riendas y saltar sobre la silla haciendo el mínimo ruido posible. La sangre corría desenfrenadamente por sus venas, como siempre lo hacía en momentos así, y tuvo que apretar los dientes para evitar dar rienda suelta a la tensión soltando un grito. El caballo se estremeció bajo él percibiendo el salvaje placer de su jinete al correr aquel riesgo, y McCay se vio obligado a apelar a su férreo autocontrol para hacer girar al animal y empezar a avanzar con lentitud, debido a que la irregularidad del terreno le impedía huir a toda velocidad. Ese era el momento más peligroso, cuando más probabilidades existían de que Trahern se despertara.

Rafe oyó de pronto el chasquido de un percutor al ser levantado y, de inmediato, se inclinó sobre el cuello del caballo al tiempo que le hacía virar bruscamente hacia la derecha. Sintió un agudo quemazón en su costado izquierdo un segundo antes de escuchar el disparo. Sin embargo, el destello del arma le había indicado la posición de Trahern, y consiguió desenfundar y disparar antes de que su perseguidor pudiera hacerlo de nuevo.

Aterrado, el enorme caballo de McCay se desbocó y cabalgó vertiginosamente hacia la espesura del bosque. Rafe pudo oír cómo maldecía el cazador de recompensas, a pesar del estruendo de los cascos de su montura.

Temiendo que ambos acabaran con el cuello roto, McCay obligó finalmente al animal a detenerse antes siquiera de recorrer medio kilómetro. El costado le ardía y sentía cómo la sangre se extendía por el lateral de sus pantalones. Con el caballo avanzando al paso, se quitó el guante tirando de él con los dientes y empezó a palparse a tientas. Encontró dos agujeros en la camisa, uno frente al otro, y los correspondientes orificios en su cuerpo que marcaban la entrada y la salida de la bala. Se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y lo colocó a modo de venda por debajo de la camisa, usando el codo para mantenerlo presionado contra las heridas.