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La joven tampoco podía dormirse y siguió despierta mucho después de que el fuego se apagara, esperando a que el tenso cuerpo de Rafe se relajara y a que su respiración se hiciera más profunda al dormirse.

Se quedó mirando fijamente hacia la oscuridad con ojos secos, pero rojos e irritados, consciente de que tenía que escapar. Había pensado que podría resistirse a él durante unos cuantos días más, sin embargo, ahora sabía que incluso una hora más sería demasiado tiempo. Lo único que protegía su corazón ahora era el hecho de que todavía no se había entregado totalmente a él. Una vez la hiciera suya, aquella ardiente intimidad convertiría sus defensas en cenizas. No deseaba amarlo. Quería volver a retomar el hilo de su vida en el punto en que la había dejado y descubrir que nada había cambiado. Pero si él acababa con esa última y mínima protección, nada sería lo mismo. Ella regresaría a Silver Mesa a ejercer su profesión, pero, en su interior, no sentiría nada más que un profundo dolor. No volvería a verlo más, nunca sabría si estaba sano y salvo, o si la justicia lo había atrapado finalmente y había acabado su vida en la horca con una soga alrededor del cuello. Podía morir de una herida de bala, sin nadie que lo enterrara o lo llorara, mientras ella pasaba su vida esperando tener noticias de él, mirando con ansiedad a cada extraño, sucio y cansado, que llegara a la ciudad, antes de volverse decepcionada al descubrir que no era él. Nunca sería él, y ella lo sabía.

Si se quedaba, si sucumbía a su debilidad, a la fiebre del deseo que sentía en su interior, existía la posibilidad de quedarse embazada de él. Entonces se vería obligada a irse de Silver Mesa, a buscar otro lugar donde pudiera ejercer la medicina, y tendría que fingir que era viuda para que el niño, su hijo, no llevara el estigma de la ilegitimidad. Incluso si Rafe sobrevivía e iba a buscarla, no la encontraría, porque se habría ido de la ciudad y se habría cambiado de nombre.

Le había dado todo tipo de excusas, excepto la verdadera: que no quería enamorarse de él. Tenía miedo de amarlo. Había estado más acertado de lo que creía cuando la había llamado cobarde.

Tenía que marcharse. Estaba demasiado asustada para dormir, ya que, si se le ocurría cerrar los ojos, no se despertaría hasta que fuera demasiado tarde y no tendría otra oportunidad para escapar.

Se obligó a sí misma a esperar, para reducir al mínimo el tiempo que tendría que viajar en medio del frío y de la oscuridad. Intentaría irse una media hora antes de que amaneciera, cuando Rafe estuviera durmiendo más profundamente.

Trató de no pensar en los peligros, pues ni siquiera sabía cómo regresar a Silver Mesa. Si hubiera estado menos desesperada, nunca se habría planteado irse sola. Lo único que sabía era que se habían dirigido al oeste cuando salieron de la ciudad, así que tendría que ir hacia el este. En caso de que se perdiera, y sabía que así sería, lo único que tendría que hacer sería dirigirse hacia el este y acabaría saliendo de las montañas. Viajaría desarmada y debería dejar su maletín allí; sólo pensarlo le partía el corazón, pero aceptó su pérdida. Los instrumentos, las medicinas y las hierbas que contenía podían ser sustituidos.

De pronto, abrió los ojos y se dio cuenta de que el sueño la había vencido y que había perdido la noción del tiempo. Se dejó llevar por el pánico, consciente de que tendría que irse ya o correr el riesgo de esperar demasiado. Podía ser plena noche, en lugar de estar a punto de amanecer, pero tenía que arriesgarse.

Se alejó de Rafe con extremo cuidado, deteniéndose un buen rato entre cada movimiento. Él continuó durmiendo sin inmutarse. Le pareció que había pasado una hora, aunque probablemente sólo habían pasado unos quince minutos, hasta que consiguió salir de la cama. Se agachó en el suelo y el frío traspasó sus pies descalzos. Aunque sabía que era un riesgo, se tomó su tiempo para acercarse en cuclillas hasta la chimenea y buscar a tientas en la oscuridad hasta que encontró los botines y las medias. No le ayudaría nada perder los dedos de los pies por congelación.

Sólo esperaba que amaneciera pronto y que subiera la temperatura, porque no se atrevía a coger el abrigo. Estaba muy cerca de la cabeza de Rafe y había dejado el rifle encima de él. Era imposible que pudiera cogerlo sin despertarlo.

La parte más difícil sería abrir la puerta. Con determinación, Annie se puso de pie y buscó a tientas el pomo rudimentariamente tallado.

La ansiedad que sentía era tal, que le comprimía el pecho y apenas le dejaba respirar. Annie cerró los ojos y rezó todas las oraciones que conocía al tiempo que abría la puerta con angustioso cuidado. Un sudor frío le recorría la espalda mientras esperaba aterrorizada que un chirrido, un crujido o cualquier otro ruido hicieran saltar a Rafe de las mantas con aquel enorme revólver en la mano.

El aire glacial que se deslizó en el interior hizo que le escocieran los ojos. Dios Santo, no había esperado que hiciera tanto frío.

Finalmente, consiguió abrir la puerta lo suficiente como para escabullirse a través de ella, y entonces, se enfrentó a la igualmente difícil tarea de cerrarla sin despertarlo. Un viento helado soplaba entre los árboles, haciendo vibrar las desnudas ramas como si se tratara de los huesos de un esqueleto en medio del total silencio de la noche.

Annie casi lloró aliviada cuando la puerta volvió a quedar encajada en su marco. Una tenue claridad del cielo sobre su cabeza le hizo pensar que, después de todo, había calculado bien el tiempo y que faltaba muy poco para que amaneciera.

Andando con mucho cuidado en medio de la oscuridad para no tropezarse, Annie llegó hasta el cobertizo de los caballos. Cuando abrió la puerta, ya temblaba convulsivamente a causa del frío. Su caballo se despertó, reconoció su olor y soltó un suave resoplido a modo de bienvenida que despertó al semental de Rafe. Curiosos, los dos animales se volvieron hacia ella lanzando bufidos.

Estar en el cobertizo resultaba casi confortable gracias al calor que desprendían los grandes cuerpos de los caballos. Annie recordó demasiado tarde que su silla, al igual que la de Rafe, estaba en la cabaña, y las lágrimas amenazaron con inundar sus ojos al tiempo que apoyaba la cabeza contra el costado de su montura. No importaba. Intentó convencerse a sí misma de que realmente daba igual, que montaba lo bastante bien como para poder hacerlo a pelo. En circunstancias normales, no habría tenido ningún problema, pero esas circunstancias estaban muy lejos de ser normales. Hacía frío y estaba oscuro, y no sabía hacia dónde debía ir.

Al menos, habían dejado puestas las mantas a los animales para ayudarles a protegerse del frío. Haciéndolo todo a ciegas, y murmurando suavemente a su caballo para mantenerlo tranquilo, colocó la brida y el bocado en su sitio. El animal tomó el bocado con facilidad y se quedó inmóvil bajo sus suaves manos. Intentando hacer el mínimo ruido posible, Annie guió a la montura fuera del cobertizo y cerró la puerta tras ella. El semental de Rafe resopló en señal de protesta al perder a su compañero.

Annie se detuvo indecisa. ¿Debía subirse al caballo ya o guiarlo a pie hasta que hubiera suficiente luz para poder ver mejor? Se sentiría más segura sobre su lomo, pero los caballos no veían muy bien en la oscuridad y, a menudo, dependía del jinete saber por dónde iban. Estaría totalmente perdida si el animal tropezaba y se torcía una pata, así que decidió no montarlo.

El frío era casi paralizante y Annie se acercó más al calor del animal mientras lo conducía despacio lejos de la cabaña.

Súbitamente, un fuerte brazo se deslizó alrededor de su cintura y la levantó del suelo. Annie lanzó un gritó agudo y estridente, que fue sofocado con brusquedad por una gran mano que le tapó la boca. El caballo respingó, asustado por el grito, y Annie sintió un fuerte tirón en las riendas que sujetaba. La mano se alejó de su boca para coger la brida y calmar al caballo.