– Maldita estúpida -rugió Rafe en un tono grave y áspero.
Después de guiar al caballo de vuelta al cobertizo, la llevó hasta la cabaña como si fuera un saco de harina, colgada bajo el brazo, y la dejó bruscamente sobre las mantas. Sin dejar de maldecir entre dientes, Rafe avivó el fuego y añadió leña. Annie no podía dejar de temblar. Aturdida, se acurrucó sobre las mantas abrazándose a sí misma y sintiendo cómo le castañeteaban los dientes.
De pronto, Rafe perdió el control. Lanzó un trozo de madera que voló atravesando la cabaña y se giró hacia ella.
– ¿Qué crees que hacías ahí fuera? -bramó-. ¿Prefieres morir a tenerme dentro de ti? Sería diferente si no me desearas, pero sé que no es así. Dime que no me deseas, maldita sea, y te dejaré tranquila. ¿Me oyes? ¡Dime que no me deseas!
Annie no podía hacerlo. La sorda furia de Rafe hacía que se estremeciera, sin embargo, la desesperación que le desgarraba las entrañas le impedía mentirle. Todo lo que podía hacer era sacudir la cabeza y temblar.
Rafe permanecía de pie sobre su cuerpo acurrucado, con su alta silueta tapando el fuego y su amplio pecho moviéndose agitadamente indicando la rabia que le invadía. Con una violencia que era fruto de la frustración, se quitó el abrigo y también lo tiró. Annie se dio cuenta entonces de que estaba totalmente vestido, lo que significaba que había sido consciente de que había intentado huir desde el mismo momento en que se había escabullido por la puerta, de otro modo, no le habría dado tiempo a vestirse. La joven no había tenido ninguna oportunidad de escaparse.
– Estamos en plena noche y tú ni siquiera coges un abrigo. -Su voz sonaba ronca debido a la ira reprimida-. Habrías muerto en un par de horas.
Annie levantó la cabeza. Sus ojos eran oscuros pozos de desesperación.
– ¿No está a punto de amanecer?
– ¡Maldita sea, no! Son las dos de la mañana. Pero eso carece de importancia. Habrías muerto ahí fuera con independencia de si era de día o de noche. ¿No te has dado cuenta de que hacía mucho más frío? Probablemente nieve al amanecer. Nunca hubieras logrado salir de las montañas.
Annie se imaginó sola, caminando durante horas, incapaz de ver, sintiendo que el frío la paralizaba a cada minuto que pasaba. A pesar del breve tiempo que había estado fuera, ya se sentía congelada hasta los huesos. Sin duda, no habría logrado llegar viva a la mañana.
Rafe se inclinó sobre ella y Annie tuvo que resistir el impulso de echarse hacia atrás. Sus claros ojos tenían una expresión feroz.
– ¿Tan asustada estabas de que te violara que preferías morir? -le preguntó bajando la voz hasta que casi fue un mudo bramido.
La sorpresa le recorrió la espina dorsal. Rafe le había salvado la vida. Annie se quedó mirándolo como si fuera la primera vez que lo veía, con sus ojos buscando cada detalle de los marcados y firmes rasgos de su rostro; un rostro duro e inflexible, el rostro de un hombre que no tenía nada que perder, un hombre que carecía de todo lo que, según sus valores, se necesitaba para hacer que la vida valiera la pena. No tenía un hogar, ni amigos, ni conocía lo que era el afecto o la seguridad. Si ella hubiera muerto congelada, habría supuesto un problema menos para él y también más comida. Sin embargo, había ido tras ella, y no lo había hecho porque temiera que llegara a Silver Mesa y le dijera a alguien… ¿a quién?… dónde estaba él. Rafe había sabido que no lo conseguiría. La había hecho volver porque no deseaba que muriera.
Justo en ese instante, Annie sintió cómo su última y frágil defensa se desmoronaba.
Vacilante, alargó el brazo, le puso la fría mano sobre el rostro y notó la áspera barba bajo su sensible palma.
– No -susurró ella-. Tenía miedo de que no fuera necesario que lo hicieras.
La expresión de los ojos de Rafe cambió volviéndose más intensa, al tiempo que comprendía el significado de sus palabras.
– Era una batalla perdida contra mí misma -continuó Annie-. Siempre he pensado en mí como en una mujer con estrictos valores e ideales, pero, ¿cómo puedo considerarme así, si siento cosas por ti que me avergüenzan?
¿Cómo podrías ser una mujer -replicó él-, si no las sintieras?
Annie lo miró con una leve sonrisa en los labios, consciente de que él llevaba razón. Había dedicado toda su vida a convertirse en médico hasta el punto de excluir todo lo demás, incluso la posibilidad de llegar a convertirse un día en esposa y madre. A pesar de los argumentos que había usado horas antes, dudaba que fuera a casarse algún día, ya que nunca renunciaría a su trabajo y dudaba que algún hombre deseara una esposa que fuera doctora. Sin embargo, ahora entuba descubriendo, para su sorpresa, que su cuerpo tenía deseos propios.
Annie respiró profundamente para calmarse un poco. Si daba el paso prohibido, su vida cambiaría para siempre, y no habría vuelta atrás.
Aunque la verdad era que no había habido vuelta atrás desde el momento en que había sentido cómo su resistencia se desmoronaba. Annie se enfrentó a la realidad de que ya estaba medio enamorada de Rafe, para bien o para mal. Quizá ya estuviera totalmente enamorada; pues no tenía ninguna experiencia en esos temas y no podría decir con seguridad qué sentía. Lo único que sabía era que deseaba sentirse mujer, su mujer.
– Rafe -dijo con una vocecita asustada-, ¿querrías hacerme el amor?
Capítulo 8
Annie pudo ver cómo se dilataban las pupilas de Rafe hasta que el color negro casi eclipsó el gris de sus iris. Su boca se tensó y, por un momento, pensó que iba a rechazarla. Pero, al instante, colocó las manos con delicadeza sobre sus hombros e hizo que se tumbara sobre las mantas revueltas. El corazón le latía con tanta fuerza contra las costillas que le resultaba difícil respirar. Aunque le había dado permiso, o mejor dicho, le había pedido que le hiciera el amor, Annie descubrió que no era fácil renunciar al control e intimidad de su cuerpo. Además, debido al enorme tamaño de su miembro, según había podido comprobar antes, la joven creía que el desenlace ce sería molesto, como mínimo. Y no se veía capaz de aceptar el dolor con mucho agrado.
Rafe percibía la tensión en el pálido rostro de Annie, pero se sentía incapaz de hacer nada para relajarla. Desde el momento en que ella había hablado, toda su atención se había centrado en poseerla. Estaba dolorosamente excitado y su erección, tensa y pesada, palpitaba contra la barrera de los pantalones. Si no hubiera sido por el episodio anterior fuera de la cabaña, pensó que probablemente hubiera tenido un orgasmo incluso antes de penetrarla, y aun así, su autocontrol, tan habitual que ya lo daba por sentado, parecía casi inexistente.
Rafe se obligó a sí mismo a concentrarse en no arrancarle la ropa y en ir despacio. Si intentaba hacer más, se haría añicos el precario control que mantenía sobre su cuerpo. Centró su atención primero en cada uno de los botones de su blusa, y luego en la cinturilla de su falda y en las cintas de su enagua.
Al verla sólo con los pololos y las medias blancas de algodón, le temblaron las manos y tuvo que reprimirse para no soltar un gruñido de satisfacción. Pero cuando le quitó los pololos, no pudo evitar emitir un grave sonido animal. El frágil cuerpo de Annie era suave y blanco, sus pechos tan firmes y turgentes que casi no pudo soportarlo, y sus esbeltos muslos se erguían como tersas columnas hasta un pequeño montículo cubierto de rizos rubios. Con rapidez, Rafe se puso en pie y se quitó la ropa sin apartar la mirada ni un instante de la unión de sus piernas, que mantenía fuertemente apretadas.