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Era ahora o nunca. Si Eda no conseguía dar a luz en aquel instante, ambos morirían. El parto continuaría, pero la muchacha cada vez sentiría más débil.

Annie intentó sujetar las nalgas del bebé, que sobresalían del cuerpo de la muchacha. Pero estaban demasiado resbaladizas, así que metió los dedos en el interior de la ensanchada abertura y agarró al pequeño por las piernas.

– ¡Empuja! -insistió de nuevo.

Eda pareció no escuchar y ya estaba recostándose, casi paralizada por el dolor. Annie esperó a la siguiente contracción, que llegó en unos segundos, y aprovechó la fuerza natural que ejercían los músculos internos de la muchacha para, literalmente, tirar del bebé y liberarlo en parte del cuerpo de la madre. Era un niño. Volvió a meter con extrema suavidad los dedos de una mano para evitar que los músculos de Eda se cerraran atrapando al bebé, y con la otra mano tiró poco a poco del niño hasta sacarlo del todo. El recién nacido quedó tendido sin fuerzas entre los muslos de Eda, que estaba inmóvil y en silencio.

Annie cogió al pequeño y lo sujetó bocabajo sobre su antebrazo mientras le daba golpecitos en la espalda. De pronto, el diminuto bebé empezó a respirar agitadamente y emitió un estridente lloriqueo cuando el aire inundó sus pulmones por primera vez.

– Muy bien -susurró Annie, dándole la vuelta al pequeño para comprobar que su boca y su garganta no estuvieran obstruidas. En condiciones normales, habría hecho eso primero, pero, en esa ocasión, le había parecido más importante conseguir que el niño respirara. El chiquitín agitó las piernas y los brazos al tiempo que lloraba, y una cansada sonrisa iluminó el rostro de Annie. El llanto sonaba cada vez más fuerte.

El cordón había dejado de latir, así que lo ató cerca del vientre del niño y lo cortó. Sin perder un segundo, envolvió al pequeño con una manta para protegerlo del frío y lo colocó junto al calor de su madre. Después centró su atención en la muchacha, que sólo estaba medio consciente.

– Aquí tienes a tu bebé, Eda -la animó Annie-. Es un niño y parece sano. ¡Sólo tienes que escuchar qué pulmones tiene! Los dos lo habéis hecho muy bien. Expulsarás la placenta en un minuto, y entonces te limpiaré y te pondré cómoda.

Los pálidos labios de Eda se movieron en silencio indicándole que la había oído, pero estaba demasiado exhausta como para coger al niño entre sus brazos.

La placenta salió sin problemas y Annie se sintió aliviada al comprobar que no había ninguna hemorragia fuera de lo normal, pues algo así habría matado a la muchacha, dado el frágil estado en que se encontraba. Limpió a Eda con eficiencia y ordenó un poco la humilde choza. Luego, cogió al inquieto bebé al comprobar que su madre estaba demasiado débil para mirarlo siquiera y le habló en voz baja con suavidad mientras lo mecía entre sus brazos. El pequeño se calmó y volvió su cabecita llena de pelusa hacia ella.

Con cuidado, Annie despertó a Eda y la ayudó a acunar a su hijo mientras le desabotonaba el camisón y dirigía la boquita del bebé hacia el pecho de su madre. Por un momento, pareció que el pequeño no supiera qué hacer, pero, enseguida, afloró el instinto y empezó a succionar con ansia. Asombrada, Eda dio un respingo y soltó un entrecortado grito de sorpresa.

Annie se echó hacia atrás y observó aquellos primeros momentos mágicos de descubrimiento, cuando la joven madre, a pesar del cansancio, miró maravillada a su hijo.

Finalmente, Annie, agotada, se puso el abrigo y cogió su bolsa.

– Pasaré mañana para ver cómo va todo.

Eda alzó la cabeza, y su cansado y pálido rostro se iluminó con una resplandeciente sonrisa.

– Gracias, doctora. Ni el bebé ni yo lo hubiéramos conseguido sin usted.

Annie le devolvió la sonrisa, pero estaba impaciente por salir y sentir el aire fresco, por mucho frío que hiciera fuera. La tarde ya casi estaba llegando a su fin y había pasado con Eda todo el día sin probar bocado. Le dolían las piernas y la espalda, y estaba exhausta Aun así, el hecho de que el parto hubiera acabado con éxito le hacía sentir una inmensa satisfacción.

La choza de los Couey estaba a las afueras de Silver Mesa y tendría que atravesar toda la ciudad para llegar a la diminuta casa de dos habitaciones que hacía las veces de consulta y hogar a un tiempo. Recibía a los pacientes en la habitación delantera y vivía en la que daba a la parte de atrás. Mientras se abría paso con dificultad entre el fango de la única y sinuosa «calle» de Silver Mesa, respondió con amabilidad a los toscos saludos de los mineros con los que se cruzaba. A aquellas horas de la tarde, abandonaban sus explotaciones y se reunían en la ciudad para beber whisky, jugar al póquer y gastar en prostitutas el dinero que tanto les había costado ganar. Silver Mesa era una ciudad en pleno crecimiento sin ningún tipo de ley o servicio social, a no ser que se contara como tal a los cinco salones construidos con precarios materiales. Algunos comerciantes emprendedores habían erigido toscas edificaciones con tablones para almacenar sus mercancías, pero las construcciones de madera eran encasas y estaban alejadas las unas de las otras. Annie se sentía afortunada por disponer de una de ellas para ofrecer sus servicios médicos, y, a su vez, los habitantes de Silver Mesa se sentían afortunados por contar con un doctor, aunque se tratara de una mujer.

Llevaba allí seis, no, ocho meses, tras haber intentado sin éxito montar una consulta en su Filadelfia natal y en Denver. Había descubierto la amarga realidad de que, independientemente de lo buena doctora que fuera, nadie acudiría a ella si había un médico varón en ciento sesenta kilómetros a la redonda. Allí, en Silver Mesa, no lo había. Y, aun así, le costó bastante tiempo que la gente empezara a acudir a ella, a pesar de que, como todas las ciudades que empezaban a surgir y se expandían rápido, Silver Mesa era un lugar violento donde vivir. Los hombres recibían disparos continuamente, puñaladas o golpes, se rompían huesos o se machacaban algún brazo o pierna. El goteo inicial de pacientes se había convertido poco a poco en un flujo continuo, hasta el punto de que a veces no tenía tiempo ni de sentarse un minuto en todo el día.

Eso era lo que siempre había deseado, por lo que había trabajado durante años, pero cada vez que alguien la llamaba «doctora» o escuchaba que se referían a ella como la «doctora Parker», se veía embargada por la tristeza, pues le habría gustado que su padre también hubiera estado allí para oírlo. Sin embargo, aquello ya no sería posible. Frederick Parker había sido un hombre maravilloso y un magnífico doctor. Había permitido a Annie ayudarle en pequeñas cosas desde que era una niña, y fomentó su interés por la medicina enseñándole todo lo que pudo y enviándola a la universidad cuando ya no le quedó nada que enseñarle. Y también la había apoyado durante los duros años en los que luchó por conseguir su título de medicina, pues parecía que nadie, excepto ellos dos, deseara que una mujer ejerciera aquella profesión. De hecho, no sólo había sido rechazada por sus compañeros de estudios, sino que éstos se habían esforzado por entorpecer su progreso. No obstante, su padre le había enseñado a no perder el sentido del humor ni la constancia, y se había sentido tan entusiasmado como ella cuando Annie encontró un empleo en el Oeste.

Llevaba en Denver menos de un mes cuando recibió una carta de su pastor, comunicándole con pesar la noticia del fallecimiento de su padre. Parecía estar bastante sano, aunque había estado quejándose de que ya no era ningún niño y de que empezaba a notar los efectos de la edad. Un apacible domingo, justo después de haber disfrutado de una buena comida, se llevó las manos al pecho y cayó muerto. El pastor no creía que hubiera sufrido.