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Rafe sentía cómo le caían gotas de sudor y su rostro estaba tenso por el esfuerzo que le suponía controlarse. Sin clemencia, deslizó las manos por debajo de su trasero y metió los dedos en la suave hendidura para poder sostenerla con fuerza. Annie gritó asustada y sus caderas se elevaron de repente, tratando de evitar aquel sorprendente contacto. Pero era demasiado tarde. El fuego que consumía su vientre se extendió por todo su cuerpo y sintió cómo perdía la razón al tiempo que un oscuro torbellino la atrapaba y la lanzaba a un universo en el que sólo existía el placer. Rafe siguió cogiéndola del trasero haciéndola subir y bajar al ritmo de sus embestidas, hasta que sus roncos gruñidos se fundieron con los gritos de la joven y su enorme cuerpo se convulsionó con violencia expulsando su semilla.

Después, Rafe le levantó la cabeza y la besó largamente, como si no pudiera saciarse de ella, como si le resultase imposible alejarse de su lado.

De pronto, Annie sintió que lágrimas incontenibles se filtraban por debajo de sus pestañas. No sabía por qué lloraba. Quizá fuera por el agotamiento, o tal vez se tratara de una reacción natural por haber sobrevivido a una increíble convulsión de sus sentidos que la había sacudido hasta lo más profundo de su ser. Pero, ¿por qué no muerto? ¿Por qué su corazón no se había hecho añicos a causa de la tensión que había soportado? ¿Por qué el fuego que había consumido sus entrañas no había hecho hervir la sangre que corría por sus venas? Le extrañaba que todo aquello no hubiera sucedido, como si la fuerza de lo que Rafe le había hecho sentir debiera haberla reducido a cenizas entre sus brazos. La promesa del placer no era una quimera después de todo, sino un arma poderosa que los unía íntimamente con cadenas que ella nunca sería capaz de romper.

Rafe le secó las lágrimas con los pulgares.

– Mírame, pequeña -le pidió-. Abre los ojos.

Annie le obedeció, mirándolo a través de un brillante y húmedo velo.

– ¿He vuelto a hacerte daño? -le preguntó él con ternura-. ¿Es por eso por lo que lloras?

– No -consiguió susurrar la joven-. No me has hecho daño. Es sólo que… ha sido tan intenso… No sé cómo he conseguido sobrevivir.

Rafe apoyó la frente sobre la suya.

– Lo sé -murmuró. Lo que ocurría cada vez que la tocaba iba mucho más allá de su propia experiencia y escapaba completamente a su férreo autocontrol.

Capítulo 10

Se pasaron la mayor parte del día entrelazados en la tosca cama. Los dos se quedaron dormidos al sentir los efectos de la larga noche que habían vivido y el cansancio fruto de haber hecho el amor tan intensamente. Annie se levantó adormilada una vez para reavivar el fuego y añadir más agua al estofado. Cuando regresó a la cama, Rafe ya estaba despierto y excitado por su semidesnudez. Se despojaron de la poca ropa que aún llevaban puesta y Rafe le hizo el amor de una forma lenta y prolongada aunque no menos agotadora que la vez anterior. Ya era por la tarde cuando volvieron a despertarse y el aire frío los hizo temblar.

– Tengo que ir a ver a los caballos -anunció Rafe con pesar mientras se vestía. No había nada que le hubiera gustado más que quedarse acostado y desnudo junto a ella. Sólo lamentó que no dispusieran de una verdadera cama, con gruesas mantas que los mantuvieran calientes. Era extraño, pues nunca había echado de menos las comodidades.

Annie también se vistió. Se sentía increíblemente lánguida, como si sus huesos no tuvieran fuerza. Se había olvidado de la nieve hasta que Rafe abrió la puerta y un paisaje blanco surgió ante sus ojos, acompañado por una ráfaga de aire gélido. Una pálida luz sobrenatural llenó de pronto la cabaña. Durante las horas que habían pasado haciendo el amor, la nieve se había acumulado en el suelo hasta alcanzar medio metro de altitud y envolvía a los árboles con un helado manto blanco.

Pasaron unos pocos minutos hasta que Rafe regresó, sacudiendo la nieve de sus botas, su abrigo y su sombrero. Annie se apresuró a ofrecerle una taza de café que había quedado del desayuno. Su sabor se había vuelto fuerte y amargo para entonces, sin embargo, él se lo bebió sin siquiera hacer una mueca.

– ¿Cómo están los caballos?

– Bien, aunque un poco nerviosos.

Annie removió el estofado y comprobó que ya estaba listo para comer. Después de haber hervido a fuego lento durante todo el día, la carne parecía exquisita. Aunque, en realidad, ella no necesitaba comer en ese instante, sino algo de aire fresco para despejarse la cabeza. Lo único que se lo impedía era que, como Rafe le había dicho, su abrigo no era apropiado para ese tiempo. No obstante, tras unos momentos, decidió que no importaba.

Rafe observó cómo se ponía la gruesa prenda.

– ¿Adónde vas?

– Vuelvo enseguida. Sólo necesito algo de aire fresco.

Sin decir una sola palabra, él empezó a ponerse su propio abrigo de nuevo.

– No tienes que venir conmigo -dijo Annie lanzándole una mirada de sorpresa-. Me quedaré junto a la puerta. Acércate a la chimenea y entra en calor.

– Ya he entrado bastante en calor. -Rafe se inclinó, cogió una de las mantas y la envolvió con ella al estilo indio, levantando uno de los pliegues para protegerle la cabeza. Luego, la abrazó con fuerza y ambos se adentraron en aquel sobrecogedor mundo blanco.

Hacía tanto frío que costaba respirar, pero el gélido aire les despejó la cabeza. Annie se recostó contra el enorme cuerpo de Rafe y observó en silencio cómo caía la nieve. Estaba a punto de ponerse el sol, y la débil luz del sol invernal que había atravesado la gruesa capa de nubes apenas tenía ya fuerza. La fantasmal iluminación provenía más de la nieve que del sol y los troncos de los árboles parecían oscuros centinelas. La joven nunca hubiera podido imaginar que existiera un silencio así. No había insectos que emitieran zumbidos, ni pájaros que cantaran, ni se escuchaba el crujido de las ramas de los árboles. Estaban tan aislados que podrían haber sido los únicos seres vivos en la Tierra, ya que el manto de nieve amortiguaba tanto el sonido que ni siquiera podían oír a los caballos.

El frío se abría camino entre su falda y su enagua, y subía a través de las suelas de sus botines, pero, aun así, Annie se fundió con Rafe y disfrutó del cruel y hermoso esplendor que los rodeaba. De alguna forma, la devolvió a la realidad, como si la oscura y ardiente intimidad de la cabaña fuera un sueño que sólo existía en un mundo aparte. Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo… ¿Cuántos días llevaban ahí arriba? Le parecía que había sitio toda una vida, pero sólo habían pasado cuatro… ¿o eran cinco días?, desde que había traído al mundo al bebé de Eda y había regresado caminando con dificultad y agotada a su cabaña, donde encontró a un forastero herido esperándola.

Annie se estremeció, consciente de que su vida nunca volvería a ser la misma, y Rafe dijo preocupado:

– Ya es suficiente. Entremos. De todos modos, ya está oscureciendo.

La relativa calidez de la cabaña los envolvió, aunque a la joven le costó un momento adaptar sus ojos a la penumbra. Ahora se sentía más despierta y podía pensar con más claridad. Hizo café y, cuando estuvo listo, se comieron el estofado, encantados por el cambio en su menú.

El problema de encontrarse encerrado, decidió Annie, era que no había nada que hacer. Durante los últimos días se había agotado trabajando y había estado dispuesta a irse a la cama poco después de la puesta de sol. Pero después de haber pasado la mayor parte del día en la cama, ahora no se sentía cansada. Si hubiera estado en su casa, se habría puesto a secar o a mezclar hierbas. O podría haber aprovechado para leer o escribir cartas a sus viejos amigos en Filadelfia. Allí no había libros, ni tampoco luz para leerlos en caso de que los tuviera. No tenía nada que coser o que lavar. Y teniendo en cuenta todo lo que Rafe había hecho los dos últimos días, no podía pretender que necesitara más ayuda médica. Era muy extraño no tener nada que hacer, reflexionó en voz alta sin darse cuenta.