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Rafe sabía lo rápido que podía afectar el aislamiento a algunas personas, y aunque deseaba llevar a Annie a la cama, aceptó que incluso aplicándole grandes cantidades de salvia de olmo resbaladizo, estaría demasiado dolorida para las largas horas haciendo el amor sin parar que él deseaba pasar.

– Tengo una baraja de cartas en mi alforja -sugirió en cambio-. ¿Sabes jugar al póquer?

– No, por supuesto que no -respondió de inmediato. Pero Rafe percibió un destello de interés en sus ojos marrones-. ¿De verdad, me enseñarías?

– ¿Por qué no?

– Bueno, muchos hombres no lo harían.

– Yo no soy como muchos hombres. -Rafe no pudo recordar si había habido una época en la que se habría escandalizado al ver a una mujer jugando al póquer. Hacía mucho de aquellos tiempos.

Sus cartas estaban muy estropeadas y manchadas, y Annie las miró como si se tratara del símbolo de todo lo peligroso y prohibido. Rafe colocó sus sillas de montar frente al fuego para tener algo contra lo que apoyar la espalda y le explicó las reglas del juego. Annie las captó enseguida, aunque no tenía bastante experiencia para ser capaz de imaginar las posibilidades de completar una mano. Rafe pasó a explicarle el blackjack, que era más adecuado para jugar sólo dos personas, y el juego la interesó lo suficiente como para entretenerla durante un par de horas.

Finalmente, cuando las partidas empezaron a hacerse más aburridas, Rafe sugirió que podían irse a la cama y le divirtió ver la rápida mirada de alarma que Annie le dirigió.

– No te preocupes -se burló con suavidad-. Sé que estás dolorida. Esperaremos hasta mañana.

Annie se sonrojó, y él se preguntó cómo podía avergonzarse todavía.

Rafe le ofreció su camisa para dormir, no porque no deseara que estuviera desnuda, desde luego que sí lo deseaba, sino porque mantendría sus brazos y hombros calientes, y le resultaría más cómoda que su blusa de cuello alto. Annie se deslizó bajo las mantas y se acurrucó en sus brazos con una tímida dulzura que lo hizo suspirar con pesar.

Ninguno de los dos tenía sueño, pero Rafe se sentía satisfecho, o casi satisfecho, con estar tumbado junto a ella. Sin darse cuenta, cogió su mano y se llevó sus dedos a los labios. El calor que emanaba de ellos hizo que sintiera un cosquilleo en la boca.

Annie acomodó mejor la cabeza sobre su hombro. Le habría encantado vivir sólo el presente, pero, por desgracia, eso no era posible. Aunque lo amaba, le era imposible olvidar que no tenían ningún futuro juntos, que quizá ni siquiera habría un futuro para él. Su corazón se encogió dolorosamente al pensar que una bala podría extinguir la ardiente vitalidad de su poderoso cuerpo, al imaginárselo tendido, frío e inmóvil, y alejado de ella para siempre.

– Ese hombre que creen que mataste -preguntó vacilante, sabiendo que no le gustaría que sacara el tema-. ¿Sabes quién lo hizo?

Rafe se quedó quieto durante una fracción de segundo antes de volver a rozar sus dedos con los labios.

– Sí.

– ¿No tienes ninguna forma de probarlo?

Lo había intentado hacía tiempo, cuando todavía estaba tan furioso que deseaba hacérselo pagar. Y casi perdió la vida, sólo para descubrir que todas las pruebas apuntaban hacia él. Sabía quién había matado a Tench, o al menos quién estaba detrás del crimen pero no había ninguna forma de probar que su dedo no había apretado el gatillo.

Consciente del riesgo que supondría contarle todo aquello, Rafe no le explicó nada y se limitó a responder;

– No. -Habló en un tono suave y se llevó la mano de Annie a la mejilla.

– No puedo aceptar eso -protestó fieramente la joven en voz baja-. Tiene que haber alguna forma. ¿Qué sucedió? Háblame sobre ello.

– No -repitió de nuevo-. Cuanto menos sepas, más segura estarás. No me persiguen por lo que hice, pequeña. Me persiguen por lo que sé, y serían capaces de matar a cualquiera si sospecharan que también lo sabe.

Ésa era la razón por la que, finalmente, había dejado de intentar que lo exoneraran. Después de que dos personas que habían intentado ayudarlo aparecieran muertas, Rafe captó el mensaje. Los únicos que probablemente le creerían eran sus amigos, y él no podía dejar que los mataran. Por otra parte, ¿qué diablos importaba? Habían acabado con todo lo que él creía, pero los demás tenían derecho a conservar sus ilusiones. A veces, eran el único consuelo que les quedaba.

– ¿Qué puede ser tan peligroso? -insistió Annie, levantando la cabeza de su hombro.

– Esto. Y no pondré tu vida en peligro contándotelo.

– Entonces, tendrías que haberlo pensado antes de arrastrarme hasta aquí. Si alguien lo descubre, ¿no dará por supuesto que me lo has contado?

– Nadie me vio en tu casa -le aseguró Rafe.

Annie probó otra táctica.

– Alguien te persigue, ¿no es así? Me refiero a ahora mismo.

– Un cazarrecompensas llamado Trahern. Me buscan otros muchos pero Trahern es el que más me preocupa en este momento.

– ¿Será capaz de seguir tu rastro hasta Silver Mesa?

– Me imagino que ya lo habrá hecho. Por eso hice que cambiaran las herraduras a mi caballo. Ahora no hay forma de que pueda recuperar mi rastro.

– ¿Sabe que estás herido?

– Supongo que sí. Fue él quien me disparó.

– Y ¿no se le ocurrirá averiguar si hay un médico en la ciudad?

– Seguramente, porque yo también lo herí. Pero no creo que imagine el alcance de mis heridas. Después de todo, han pasado diez días desde que me disparó, así que probablemente pensará que estoy bien. -Rafe volvió a acercar la mano de Annie a sus labios-. Y por lo que tú has dicho, sueles salir a menudo a visitar a gente enferma. A nadie le parecerá extraño que te hayas ido.

La verdad es que tenía razón, pensó Annie sonriendo al percatarse del fallo de su propio razonamiento.

– Si nadie sabe que estoy contigo, ¿por qué habría de ser peligroso para mí que me contaras algo? Desde luego, no voy a ir por Silver Mesa hablando de ello con todo el mundo.

– Por si acaso -dijo con suavidad-, no me arriesgaré.

Annie suspiró frustrada, muy consciente de que él había tomado una decisión y de que nada le haría cambiar de opinión. Esa parecía ser una de sus principales características: cuando decidía algo, nunca cedía. A su lado, una mula parecía razonable.

– ¿Qué hacías antes de la guerra?

La pregunta lo sorprendió tanto que tuvo que pensar la respuesta durante un momento.

– Estudiaba leyes.

¿Qué? -De todas las cosas que podía haber dicho, nada la habría sorprendido más. Estaba rodeado por un aura de peligro y parecía haber nacido para ser el depredador que era. Sencillamente, no podía imaginarlo vestido con una toga, argumentando ante un juez y un jurado.

– No he dicho que se me diera bien, pero mi padre era juez y, en su momento, pareció que era lo que tenía que hacer. -El coronel Mosby había sido abogado y los dos habían pasado muchas horas discutiendo sobre algunos puntos confusos en la legislación. Sin embarco, Rafe sabía que nunca se habría interesado lo bastante en las leyes como para tener éxito en ello. Si sabía tanto acerca de ellas era porque su padre no dejaba de hablar de su trabajo. Distraídamente, arrastró la mano de Annie hasta su pecho e hizo que rozara uno de los pezones con sus dedos. Al sentir el ya familiar y agudo cosquilleo, se tensó de inmediato.