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Annie sintió cómo el duro y pequeño pezón masculino se endurecía igual que lo habían hecho los suyos, y se preguntó interesada si a él le gustaba. Rafe deslizó su mano hasta su otro pezón y éste reaccionó de la misma forma que el otro. Entonces, arrastró sus dedos de un lado a otro por su pecho en un lento y perezoso movimiento.

Annie suspiró.

– No puedo imaginarte como abogado.

– Yo tampoco. Cuando empezó la guerra, descubrí que se me daba mucho mejor otra cosa.

– ¿Qué?

– Luchar -contestó tajante-. Era un soldado condenadamente bueno.

Sí, seguro que lo era.

– ¿Dijiste que estabas en la caballería?

– Hasta 1863, fui miembro del primero de Virginia, con Jeb Stuart.

– ¿Qué pasó entonces?

– Me uní a los Rangers.

La palabra la confundió por un momento, porque al único соntexto al que podía asociarla era a los Rangers de Texas, y, por supuesto, eso era imposible. Era cierto que había oído la palabra «rangers» relacionada con la guerra, pero de eso hacía unos seis años y no conseguía recordarlo bien.

– ¿Qué Rangers?

– Los Rangers de Mosby.

Aquello la impactó sobremanera. ¡Mosby! Su reputación había llegado a ser legendaria y los rumores sobre él habían sido aterradores. Incluso a pesar de lo absorta que había estado en la facultad de medicina, escuchó hablar del coronel y de sus implacables rangers. No lucharon como soldados normales; habían sido expertos en el engaño, en los ataques conocidos como «de golpe y fuga», que hicieron imposible su captura. Annie no había sido capaz de imaginárselo como un abogado termal, pero era terriblemente fácil verlo como un guerrillero.

– ¿Qué hiciste después de la guerra?

Él se encogió de hombros.

– Fui de un lado a otro. Mi padre y mi hermano habían muerto y no tenía más familia.

Rafe ahuyentó la oleada de amargura que amenazaba con inundarle y, en lugar de eso, se concentró en el erótico estremecimiento provocaba en él la mano de Annie cuando hacía que las puntas de sus dedos se deslizaran perezosamente sobre su pecho. Sus pezones estaban tan tensos y palpitantes que apenas podía soportarlo. Ella nunca lo había tocado de una forma íntima, y Rafe cerró los ojos mientras imaginaba su mano envolviendo su miembro erecto. ¡Dios! Seguramente se volvería loco de frustración.

– Si pudieras, ¿volverías a tu hogar?

Rafe pensó en ello y decidió que el Este era demasiado civilizado para él. Había vivido durante mucho tiempo sin seguir ninguna norma, a excepción de las suyas propias, y se había acostumbrado a vivir en plena naturaleza. Se había vuelto salvaje y no tenía ningún deseo de que lo civilizaran de nuevo.

– No -respondió finalmente-. Allí no hay nada para mí. ¿Y tú? ¿Echas de menos las grandes ciudades?

– No exactamente. Echo de menos las comodidades de una ciudad, pero lo que realmente deseo es poder ejercer la medicina, y sé que no podría hacerlo en el Este.

La tentación lo estaba matando.

– Hay otra cosa que tampoco podrías hacer allí.

– Oh, ¿qué? -preguntó intrigada.

– Esto. -Arrastró la mano de Annie por debajo de la manta e hizo que doblara los dedos alrededor de su miembro, que ya estaba semierecto. Al instante, lo atravesó una salvaje ráfaga de energía que hizo que tomara aire bruscamente emitiendo un agudo silbido y que su cuerpo se pusiera rígido.

Annie se quedó tan quieta que Rafe apenas podía oír su respiración.

Estaba asustada y cautivada al mismo tiempo, sintiendo cómo su miembro crecía en su mano hasta alcanzar el máximo de su longitud y grosor. Tras recuperarse de la sorpresa, la joven se dio cuenta de que tenía un tacto maravilloso a pesar de su increíble dureza y que palpitaba como si tuviera vida propia. Exploró la gruesa y sedosa punta, y luego deslizó los dedos con extrema delicadeza hasta sus llenos y pesados testículos. Annie los sopesó con la mano y disfrutó de su suavidad sobre su palma, haciendo que se tensaran casi inmediatamente y que se elevaran hacia el cuerpo do Rafe. La fascinación que sintió le hizo olvidar que debería estar escandalizada.

Rafe se arqueó sobre la manta, mientras la sangre le circulaba con fuerza a través de las venas. Apenas podía pensar. Debería haberse resistido a la tentación, debería haber sabido que la ardiente excitación que le producía su contacto sería insoportable en aquella parte tan sensible de su cuerpo. La vista se le nubló al punto que sólo pudo ver una oscura niebla y su cuerpo amenazó con estallar.

– ¡Para! -gritó con aspereza al tiempo que le apartaba la mano.

La violencia del deseo de Rafe sorprendió a Annie, que de pronto fue consciente de su poder como mujer. Sonriendo traviesamente, levantó la vista hacia él y deslizó las manos por su torso, haciendo que Rafe temblara con violencia.

– Hazme el amor -le incitó con un suave murmullo.

Eso fue todo lo que Rafe necesitó para olvidarse de la cautela. Con un solo movimiento, apartó las mantas y la cubrió por completo con su cuerpo. Annie levantó las caderas para recibir su posesiva embestida, aceptándolo con un gesto de dolor por la molestia que sentía, pero también con una gran alegría en su interior por el placer que sabía que le estaba dando. Rafe la penetró una y otra vez, y vertió en ella su simiente en un gran torrente que lo dejó tendido sin fuerzas.

Completamente exhausto, Rafe aspiró con desesperación intentando llenar sus pulmones. Dios, tenía que bajar el ritmo o iba a matarse a sí mismo haciéndole el amor. Había pensado que la intensidad de su reacción hacia ella disminuiría hasta unos niveles más razonables, pero, hasta el momento, no había sido así. El ansia de poseerla siempre era igual de apremiante, arrastrándolo con fuerza a una espiral de placer.

El peligro era que permitiera que el deseo que sentía por ella nublara su mente. Maldita sea, ya lo había hecho. Debería haberla llevado de vuelta a Silver Mesa y haberse ido lo más lejos posible de allí; sin embargo, había retrasado ese momento deliberadamente hasta que quedaron aislados por la nieve. Había planeado seducirla y al final había sido él el seducido. No podía pensar más que en estar recluido con ella en esa oscura y cálida cabaña, apoderándose con avaricia de aquella cálida energía suya tan especial.

Los días pasaban envueltos en una nube de sensualidad. A veces, a Annie le parecía que pasaban más tiempo desnudos que vestidos. Incluso durante el día, se encontraban a menudo entrelazados sobre las mantas después de hacer el amor o a punto de hacerlo de nuevo. Y, en algunas ocasiones, cuando se despertaba después de dormitar un poco, no sabía si era de día o de noche. Se acostumbró tanto a su penetración que le parecía más normal tenerlo dentro de ella que estar separada de él.