Siempre que reflexionaba sobre el futuro se le encogía el corazón, así que ahuyentaba ese horrible pensamiento de su mente. Únicamente existía el presente, esos oscuros y sensuales días juntos. Y se prometió que sólo volvería a pensar en el largo e interminable tiempo sin él, cuando llegara el día en que lo viera cabalgar alejándose.
Por el momento, se permitió a sí misma sumergirse en aquel mundo en el que sólo los sentidos tenían cabida. Nunca había soñado que hacer el amor fuera algo tan intenso, tan embriagador. Rafe la había hecho suya de todas las formas posibles en que un hombre podría tomar a una mujer, llevándola hasta placeres inimaginables y marcándola como suya para siempre. La voluptuosidad de todo ello la embelesó e hizo que la confianza en sí misma en todo lo relativo al sexo aumentara.
La sorprendió levantarse después de ocho días de total aislamiento y descubrir que la nieve se estaba derritiendo. Se había acostumbrado tanto al frío que cuando la temperatura subió un poco, le pareció casi templada y agradable, y, de hecho, empezaron a aparecer los primeros signos inconfundibles de la primavera a pesar de que la nieve todavía cubría el suelo. Durante los siguientes días, el pequeño arroyo creció con el deshielo, y Rafe llevó a los caballos al pequeño prado oculto para que se desahogaran después de haber estado recluidos durante tanto tiempo y para que apartaran la nieve y pudieran comer los tiernos y verdes brotes de hierba.
Annie sabía que pronto tendrían que marcharse, que incluso ya podrían haberse ido, aunque la nieve que iba derritiéndose hacía que el viaje fuera peligroso. Notó que Rafe usaba esa circunstancia como excusa, pero no le importó. Cada minuto que pudiera pasar con él era infinitamente valioso porque sabía que le quedaban muy pocos.
Una mañana, Rafe llevó a los caballos a pastar y Annie aprovechó para calentar agua con el fin de lavarse. Rafe le había dado el revólver que tenía de reserva como precaución mientras él estuviera fuera a pesar de que se encontraba a unos pocos minutos de distancia, y ella lo llevaba en el bolsillo de la falda en sus viajes al arroyo. El arma pesaba y tiraba de su falda, no obstante, el sentido común le impedía dejarla en la cabaña, ya que sabía que los osos estaban saliendo de sus guaridas invernales, hambrientos e irritables. Rafe le había dicho que no era probable que ningún animal la molestara, sin embargo, Annie no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Seguramente no sería capaz de dar en el blanco, pero, al menos, el sonido haría que Rafe acudiera a toda prisa.
En su segundo viaje desde el arroyo, Annie estaba concentrada en mirar el embarrado y resbaladizo suelo por donde pisaba, cuando de pronto escuchó un relincho. Sorprendida, alzó la vista y vio que un extraño estaba montado a caballo frente a la cabaña. Sintiendo que el pánico la invadía, su mano se aflojó y el cubo del agua cayó al suelo.
– Disculpe, señora -dijo el hombre-. No pretendía asustarla.
A Annie no se le ocurría nada que decir. Tenía la mente en blanco y se había quedado muda.
– Vi el humo -le explicó el desconocido echándose hacia atrás en la silla-. No sabía que alguien se hubiera instalado aquí arriba y pensé que podía tratarse de un campamento.
¿Quién era? ¿Sólo un vagabundo, o alguien que podía suponer una amenaza para Rafe? No se comportaba de forma amenazadora. De hecho, tenía cuidado en no hacer ningún movimiento que pudiera parecerle agresivo, pero el impacto que le había causado encontrarse con un intruso en su mundo privado la había conmocionado. ¿Dónde estaba Rafe? ¡Oh, Dios, que no volviera ahora!
– No pretendo hacerle ningún daño -continuó el hombre. Sus ojos estaban llenos de calma y hablaba con voz pausada-. ¿Está su marido por aquí?
Annie no sabía qué responder. Si decía que sí, entonces, sabría que no estaba sola. Si decía que no, quizá la atacara. La joven había tratado a demasiados heridos a lo largo de los años como para creer automáticamente en la bondad del prójimo. Pero sabía que no era probable que la creyera si le decía que estaba viviendo sola allí, en la montaña, así que finalmente asintió.
– ¿Cree que podría hablar con él? Si me indica en qué dirección está, no la molestaré más y dejaré que continúe con su trabajo.
Dios Santo. ¿Qué debía hacer? ¿Se atrevería a permitir que se acercara a Rafe sin previo aviso? Era probable que Rafe disparara antes de preguntar, lo que podría dar lugar a la muerte de un hombre inocente, pero, por otra parte, si el desconocido era un cazarrecompensas, podía estar poniendo en peligro la vida del hombre que amaba.
Su mente buscaba soluciones a toda prisa.
– Volverá pronto. -Eran las primeras palabras que pronunciaba-. ¿Le apetece tomar una taza de café mientras le espera?
El desconocido sonrió.
– Sí, señora. Me encantaría. -Bajó del caballo y esperó a que ella se acercara.
Annie recogió el cubo y lo sujetó poniendo atención en que ocultara su abultado bolsillo. Si al menos pudiera hacerlo entrar, entonces Rafe vería su caballo y sabría qué hacer, y ella, con el revólver oculto en su bolsillo, podría asegurarse de que no corriera ningún peligro.
El extraño metió su rifle en la funda que colgaba de la silla, pero Annie se percató de que llevaba un gran revólver en la pistolera que sujetaba alrededor del muslo, al igual que lo hacía Rafe. Era algo habitual en el Oeste, sin embargo, hizo que se sintiera aún más recelosa. Notó que cojeaba ligeramente, aunque no parecía sentir ningún dolor ni se mostraba torpe en sus movimientos.
Annie caminó delante de él hacia la cabaña, y dejó el cubo junto a la chimenea antes de servirle una taza del café que les había sobrado del desayuno. El desconocido se quitó el curioso sombrero que llevaba y le dio las gracias con educación.
Las cubiertas de ras ventanas estaban abiertas, dejando que entrara la luz del sol y el aire fresco, y el hombre miró a su alrededor con interés mientras se bebía el café. Su mirada se demoró en la rudimentaria cama de pinaza que ocupaba casi toda la parte izquierda de la cabaña, y Annie sintió cómo su rostro se encendía. Pero él no dijo nada. Se limitó a observar la pulcritud de la humilde cabaña, la ausencia total de mobiliario, las dos sillas de montar en el suelo y sacó sus propias conclusiones.
– Supongo que tuvieron suerte al encontrar la cabaña antes de que nevara -comentó sin más.
Al escuchar aquello, Annie se sintió invadida por una oleada de alivio, segura de que él pensaba que eran viajeros que se habían quedado aislados por la nieve. Pero antes de que pudiera responderle, la mirada del desconocido se iluminó al ver su maletín médico. La joven frunció el ceño en un gesto de desconcierto hasta que se dio cuenta de lo que ocurría. ¡Su maletín! Annie dirigió una mirada desesperada a la bolsa. No parecía otra cosa más que lo que era. De hecho, los médicos de todo el país llevaban bolsas similares. No era el equipaje habitual de un colono ni de un viajero.
– Usted debe de ser la doctora de Silver Mesa que lleva fuera desde hace dos semanas -dijo él con voz serena-. Nunca antes había oído hablar de una mujer médico, pero supongo que no me han engañado.
Annie quiso decirle que el médico era su marido. Era lo más lógico que podría decir y lo más creíble, sin embargo, siempre había sido muy mala mentirosa y no creía que fuera capaz de engañarle. Tenía la boca demasiado seca y su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho.