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Annie había llorado su muerte en silencio, ya que no tenía a nadie con quien poder hablar, a nadie que pudiera comprender su dolor. Cuando se había aventurado a viajar al Oeste, sentía la presencia de su padre en Filadelfia como una tabla de salvación a la que podría asirse, mientras que ahora, era consciente de que se encontraba completamente sola. A través del correo postal, se había encargado de que se vendiera la casa y de que las posesiones personales que deseaba conservar se guardaran en casa de una tía. Nunca llegó a contarle а su padre nada sobre Silver Mesa; lo dura, sucia y vital que era, con su embarrada calle abarrotada de gente y con nuevas fortunas surgiendo cada día. A él le habría encantado trabajar allí y habría envidiado a Annie, pues, en su consulta, la joven veía y trataba todo tipo de casos, desde heridas de bala hasta resfriados y partos.

La penumbra típica de los crepúsculos en los últimos días de invierno empezaba a inundarlo todo cuando por fin abrió la puerta de su casa. Cogió el trozo de sílex que siempre dejaba sobre una mesa colocada cerca de la entrada, lo frotó haciendo saltar chispas y prendió una fina tira de papel retorcido con el que encendió la lámpara de aceite.

Suspirando cansada, dejó la bolsa sobre la mesa y movió los hombros en círculos para aliviar la tensión acumulada. Había comprado un caballo al llegar a Silver Mesa, ya que debía recorrer con frecuencia grandes distancias para visitar a sus pacientes, y tenía que encargarse del animal antes de que oscureciera más. Lo mantenía en un pequeño corral detrás de la casa, dentro de una destartalada cuadra provista de tres paredes. Annie prefirió rodear la casa en lugar de atravesarla por el interior, pues no quería dejar el suelo de su hogar lleno de barro.

Justo en el instante en que se dio la vuelta para salir, una sombra se movió desde un rincón en el otro extremo de la estancia y Annie dio un respingo al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Al estudiar con más detenimiento aquella sombra, pudo distinguir la silueta de un hombre.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– He venido a ver al doctor.

Annie frunció el ceño consciente de que el desconocido no era de Silver Mesa, ya que, en caso contrario, hubiera sabido que se encontraba ante el doctor. Aparentemente, se trataba de un forastero que no esperaba encontrarse a una mujer.

La joven alzó la lámpara en un intento de ver mejor el rostro de aquel hombre. Su voz sonaba profunda y áspera, y era poco más que un susurro, pero había notado el lento acento sureño en sus palabras.

– Soy la doctora Parker -le explicó acercándose a él-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Usted es una mujer -gruñó el dueño de la profunda voz.

– Sí, lo soy. -Ahora ya se encontraba lo bastante cerca como para distinguir el brillo febril de los ojos del desconocido y el particular olor dulzón de la infección. El hombre estaba apoyado en la pared, como si temiera no poder levantarse de nuevo si se sentaba en una silla. Con calma, Annie dejó la lámpara sobre la mesa y la graduó de forma que la tenue luz alcanzara todos los rincones de la pequeña estancia-. ¿Dónde está herido?

– En el costado izquierdo.

La joven se colocó en su costado derecho y apoyó el hombro bajo la axila masculina, deslizando el brazo alrededor de la fuerte espalda para poder sostenerlo mejor. El calor que desprendía el cuerpo de aquel hombre la impactó y, por un momento, casi se sintió asustada.

– Le llevaré hasta la mesa de reconocimiento.

El desconocido se tensó ante su contacto. El ala de su sombrero ocultaba su rostro, sin embargo, Annie sintió la mirada que le dirigió.

– No necesito ayuda -afirmó, avanzando con paso firme, aunque lento, hacia la camilla.

La joven cogió de nuevo la lámpara y encendió otra antes de tirar de la cortina que ocultaba la mesa de reconocimiento, en caso de que alguien más entrara en busca de atención médica. El hombre se quitó el sombrero dejando al descubierto su espesa y despeinada mata de pelo negro, que estaba bastante necesitada de un buen corte. Después, con cuidado, se quitó su pesado abrigo forrado de lana.

Annie cogió el sombrero y el abrigo, y los dejó a un lado sin dejar de estudiar al hombre en todo momento. No veía sangre ni rastro de herida alguna, sin embargo, era evidente que estaba enfermo y que sufría un agudo dolor.

– Quítese la camisa -le pidió-. ¿Necesita que le ayude a hacerlo?

El hombre la miró con los ojos entrecerrados antes de sacudir la cabeza y de desabrocharse la camisa lo suficiente para que pasara por su cabeza. Tiró de la tela para sacarla por fuera de los pantalones y se la quitó tirando de ella hacia arriba.

Una sucia tira de tela muy apretada rodeaba su cintura, presentando un color rojo amarillento en el costado izquierdo. Annie cogió un par de tijeras y cortó con cuidado el improvisado vendaje, dejándolo caer al suelo. Había dos heridas justo por encima de su cintura una enfrente de la otra. Ambas supuraban, pero la infección parecía más grave en la de la espalda.

La joven supo de inmediato que era una herida de bala. Había visto las suficientes en Silver Mesa como para haber acumulado una amplia experiencia.

De pronto, se dio cuenta de que todavía llevaba puesto su propio abrigo y se apresuró a quitárselo al tiempo que pensaba cuál sería la mejor forma de proceder con su paciente.

– Tiéndase sobre el costado derecho -le indicó mientras se volvía hacia su bandeja de instrumental y cogía todo lo necesario.

El hombre vaciló y alzó las cejas con expresión inquisitiva. Un segundo más tarde, sin mediar palabra, se inclinó para soltar la correa que sujetaba su pistolera al muslo y su rostro se llenó de sudor por el esfuerzo. Se desabrochó el cinturón del que colgaba la pistolera y lo dejó en la cabecera de la mesa de reconocimiento, al alcance de su mano. Después, sin dejar de mirar a la joven, se tumbó tal y como ella le había indicado. Sus músculos parecieron relajarse involuntariamente cuando sintió el suave colchón que Annie había colocado sobre la mesa para que sus pacientes estuvieran más cómodos, luego se estremeció y volvió a tensarse.

Annie cogió una sábana limpia y la extendió sobre su torso desnudo.

– Esto evitará que se enfríe mientras caliento algo de agua.

La joven había añadido carbón al fuego para que ardiera lentamente antes de salir temprano por la mañana y las brasas resplandecieron, adquiriendo un color rojizo, cuando las removió con un atizador agregando unas cuantas astillas y más madera. Moviéndose con rapidez, fue a buscar agua y la vertió en dos ollas de hierro que colgaban de un gancho sobre el fuego, haciendo que la pequeña estancia se caldeara en pocos minutos.

Annie metió sus instrumentos en una de las ollas para hervirlos y se lavó las manos con jabón. El cansancio que había invadido sus piernas y brazos durante el camino de vuelta de casa de Eda quedó olvidado mientras consideraba el mejor tratamiento para su nuevo paciente.

Notó que le temblaban las manos y se detuvo para respirar hondo. En circunstancias normales, sus pensamientos estarían totalmente centrados en la tarea que tenía entre manos, pero había algo en ese hombre que la inquietaba. Quizá se tratara de sus claros ojos grises, tan desprovistos de color como la escarcha y tan vigilantes como los de un lobo. O quizá fuera aquel extraño calor que parecía formar parte de él. La razón le decía que tenía que deberse a la fiebre, pero la calidez que desprendía el cuerpo de aquel alto y musculoso extraño parecía envolverla como una manta cada vez que se acercaba a él. Fuera cual fuera el motivo, se le había hecho un nudo en el estómago cuando su paciente se quitó la camisa dejando su poderoso torso al descubierto. A causa de su profesión, Annie estaba acostumbrada a ver a hombres en diferentes estados de desnudez, pero nunca antes había sido tan intensamente consciente del cuerpo de ninguno, ni de aquella masculinidad que amenazaba a su propia feminidad a un nivel muy íntimo. El rizado vello negro que cubría su ancho y musculoso pecho le había recordado que la naturaleza básica del hombre era básicamente primitiva.