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– No pretendíamos haceros daño, sólo pensábamos pasar un rato con vosotros. Aquí, en medio de la nada, acabas sintiéndote solo.

– Sí. Estabais tan deseosos de compañía que perdisteis la cabeza y empezasteis a disparar. -Rafe no creyó ni por un momento en las palabras del cazarrecompensas. Los ojos de aquel hombre mostraban una furia incontenible. Estaba sucio y sin afeitar, y apestaba.

– Eso es. Sólo queríamos algo de compañía.

– ¿Cómo supisteis que estábamos aquí? -Cuanto más pensaba en ello, menos probable le parecía que hubieran visto algo de humo. Ni tampoco creía que hubieran encontrado su rastro. Por un lado, ya llevaban acampados en el saliente desde hacía dos días, y además, esos dos estúpidos no parecían lo bastante inteligentes como para seguir un rastro tan difícil de encontrar como el que él había dejado.

– Sólo pasábamos por aquí y vimos vuestro humo.

– ¿Por qué no seguisteis adelante cuando tuvisteis la oportunidad? -Rafe lo miraba sin mostrar ningún signo de piedad, preguntándose qué iba a hacer con él. La sangre se estaba extendiendo rápidamente por el pecho del cazarrecompensas, pero Rafe no creía que fuera una herida mortal. Por el aspecto que tenía, la bala tan sólo le había destrozado la clavícula.

– No tenías por qué pedirnos que continuáramos nuestro camino, en lugar de dejar que nos acercáramos. Orvel dijo que querías quedarte con la mujer para ti solo… -El hombre se calló, preguntándose si no habría dicho ya demasiado.

Rafe entrecerró los ojos con fría ira. No, no habían visto ningún humo. Habían visto a Annie cuando había ido a por agua. Esos dos cerdos no habían tenido en mente ninguna recompensa, sino la violación.

Ahora se encontraba con un dilema entre manos. Lo más inteligente sería meterle una bala en la cabeza a aquel bastardo y librar así al mundo de su apestosa presencia. Por otro lado, si lo mataba en esas condiciones, cometería un asesinato a sangre fría, y Rafe no estaba dispuesto a caer tan bajo.

– Te diré qué voy a hacer -le dijo, dirigiéndose hacia los caballos y cogiendo las riendas-. Voy a darte algo de tiempo para que pienses en lo que has hecho. Mucho tiempo.

– ¿Vas a robar esos caballos?

– No. Voy a soltarlos.

A pesar del dolor que sentía, la sucia mandíbula del hombre se abrió.

– ¡No puedes hacer eso!

– Por supuesto que puedo hacerlo.

– ¿Cómo se supone que voy a llegar hasta un médico sin un caballo? Me has destrozado el hombro.

– No me importa si consigues llegar hasta un médico o no. Si hubiera tenido un mejor blanco, no tendrías que preocuparte por tu hombro.

– Maldito seas, no puedes dejarme así.

Rafe fijó sus grises y fríos ojos en aquel malnacido por un momento, antes de empezar a alejarse en silencio con los caballos.

– ¡Eh, espera! -gritó el cazarrecompensas desesperado-. Sé quién eres. Maldita sea. Hemos estado tan cerca de ti y ni siquiera lo sabíamos… ¡Diez mil dólares!

– Nunca serán tuyos.

El hombre le sonrió.

Bailaré y beberé a la salud de quien se los gane, bastardo.

Rafe se encogió de hombros y pasó con los caballos por delante de él, que se esforzaba por ponerse de rodillas. Desprovisto de caballos y armas, le sería casi imposible llegar a la ciudad. Incluso si lo lograba, le costaría días, quizá semanas. Para entonces, Rafe se imaginó que él y Annie ya estarían lejos. No le gustaba la posibilidad de que alguien supiera que ahora viajaba con una mujer, pero era un riesgo que tenía que correr. Al menos, el cazarrecompensas no había visto a Annie lo bastante bien como para poder dar una descripción de ella.

Fue el repentino movimiento, el leve ruido al buscar algo a tientas lo que lo alertó. Con rapidez, Rafe soltó las riendas y giró sobre ni mismo, dejándose caer sobre una rodilla al tiempo que cogía su revólver y disparaba. El cazarrecompensas debía de haber llevado un revólver de reserva sujeto al cinturón, en la espalda. El disparo que consiguió realizar fue demasiado alto y le pasó por encima, justo donde Rafe había estado un segundo antes, haciéndole un simple rasguño en el hombro. El disparo de Rafe, sin embargo, acertó de pleno.

El cazarrecompensas volvió a desplomarse contra el árbol, con la boca y los ojos abiertos en una expresión de estúpido asombro. Pasados apenas unos segundos, sus ojos se apagaron y cayó de lado, hundiendo el rostro en el suelo.

Rafe se puso en pie y tranquilizó a los asustados caballos. Luego, se quedó mirando al hombre muerto, sintiéndose de repente muy cansado. Maldita sea, ¿es que no iba a acabar nunca?

Las armas del segundo cazarrecompensas estaban sucias y en mal estado, así que las desechó, quedándose únicamente con la munición. Registró las alforjas en busca de provisiones y encontró café. Bastardos mentirosos. Desensilló los caballos y les dio una palmada en la grupa, haciendo que salieran corriendo. No estaban en muy buenas condiciones, pero no les iría peor en libertad de lo que les había ido en manos de aquellos malnacidos. Después, cogió las provisiones que consideró convenientes y regresó al saliente.

Annie seguía sentada en el rincón, abrazándose las rodillas. Su rostro estaba pálido y tenso, y ni siquiera se movió cuando Rafe entró en la minúscula cueva formada por el saliente y dejó caer la bolsa de provisiones.

Se apresuró a agacharse frente a ella y le cogió las manos, examinándola con atención para asegurarse de que ningún trozo de roca que hubiera salido volando la hubiera golpeado.

– ¿Estás bien? -le preguntó preocupado.

Annie tragó saliva.

– Sí, pero tú no.

Rafe se quedó mirándola.

– ¿Por qué?

– Tu hombro.

Sus palabras hicieron que Rafe fuera consciente de pronto del escozor en su hombro izquierdo, aunque apenas lo miró.

– No es nada, sólo un rasguño.

– Estás sangrando.

– No mucho.

Moviéndose despacio, con rigidez, Annie fue en busca de su maletín.

– Quítate la camisa.

Rafe siguió sus instrucciones, aunque la herida, en realidad, sólo era una quemadura y apenas sangraba. Observó a Annie con atención. No había preguntado por los dos cazarrecompensas.

– A uno de ellos lo maté de un único disparo -comentó-. El otro sólo estaba herido. Pero sacó un segundo revólver de su cinturón cuando yo estaba alejándome con los caballos y también tuve que matarlo.

Annie se arrodilló en el suelo y lavó cuidadosamente el arañazo con solución de hamamelis, haciendo que Rafe diera un respingo a causa del escozor. A la joven le temblaban las manos, pero respiró profundamente y se obligó a sí misma a calmarse.

– Tenía tanto miedo de que te hubieran herido -dijo al fin.

– Estoy bien.

– Siempre existe la posibilidad de que no lo estés. -En un pequeño y alejado rincón de su mente, Annie se preguntó por qué un hombre que no había movido ni un músculo cuando le había tratado heridas mucho peores que aquella quemadura, ponía esa cara por un pequeño escozor. Con cuidado, aplicó un poco de salvia de olmo resbaladizo sobre la rozadura y la vendó. Como él ya había dicho, no era nada grave.

Rafe decidió no contarle a Annie que, aunque aquellos bastardos eran cazarrecompensas, no habían tenido en mente el dinero. En lugar de eso, esperó a que acabara de curarle y entonces hizo que se levantara para estrecharla con fuerza contra sí, besándola con pasión y dejando que su cálida energía se filtrara hasta sus huesos para ahuyentar el frío de la muerte.

– Es hora de marcharse -anunció finalmente.

– Sí, lo sé. -Annie suspiró. Había disfrutado del descanso, pero él ya había dispuesto que se marcharan aquel día, antes de que se presentaran los dos cazarrecompensas. La joven sólo deseaba que hubieran podido alejarse sin ver a nadie.