– Ya puedes darte la vuelta -le indicó a Rafe después de cubrir a la mujer-. El bebé ya no mama. Tendremos que darle de comer nosotros.
Annie levantó la cabeza a la madre y fue dándole el té a cucharadas con extrema paciencia, animándola a que tragara. Le resultó más difícil con el guerrero, porque no pudo despertarlo. Al mirarlo, a Annie se le hizo un nudo en el estómago; no creía que fuera a sobrevivir. Aun así, no se rindió. Empezó a hablarle y a acariciarle la garganta, haciendo que fuera tragando el té poco a poco. Su cuerpo se sacudió a causa de la tos, mostrando otro síntoma de la enfermedad. Preocupada, la joven colocó la mano sobre su pecho y sintió la congestión en sus pulmones.
Rafe la observó con ojos inquisitivos. Ella curaba heridas con su simple contacto, calmaba a bebés y caballos, y lo volvía loco cuando hacían el amor, pero ¿su don especial podría hacer algo contra una enfermedad? Rafe se dio cuenta de que no había reflexionado antes sobre ello, y en ese momento no sabía qué pensar. Algunos de los indios se recuperarían del sarampión y otros no. Y nunca sabrían cuántos de los supervivientes habrían muerto sin Annie. Y, ¿sería a causa de sus hierbas o su tacto? A no ser, por supuesto, que todos sobrevivieran. La idea hizo que el corazón le diera un vuelco y se esforzó por que el pánico no se reflejara en sus ojos. Dios, si ella podía hacer una cosa así, ¿cómo podría justificar el hecho de quedársela sólo para él? Algo tan especial no podía ocultarse. Sería un crimen hacerlo.
De pronto, su boca se curvó en una mueca irónica. Él era la persona perfecta para preocuparse sobre qué sería un crimen y qué no.
Ya satisfecha y sin hambre, la niña empezó a bostezar. Rafe la colocó sobre una manta e hizo lo que pudo para ayudar a Annie.
Había dos mujeres y un hombre, aparte de la anciana, que todavía podían mantenerse en pie, sin embargo, tenían fiebre y estaban alarmados por la intrusión de hombres blancos en su campamento. El guerrero había intentado coger sus armas, pero se había calmado cuando Annie le habló con suavidad e intentó demostrarle que estaban intentando ayudarles. La joven le mencionó a Rafe lo que lo que ocurrido mientras trabajaba y él, enfurecido consigo mismo por haber sido tan descuidado, le hizo jurar que, a partir de ese momento, no se movería de su lado. Si el guerrero apache hubiera estado un poco menos enfermo, podría haberla matado.
La anciana volvió a salir de su escondite y vio cómo Rafe incorporaba a un enorme guerrero para que Annie pudiera hacerle beber el té. El enfermo intentó resistirse y Rafe lo sujetó sin esfuerzo. Entonces, la anciana le dijo algunas palabras al guerrero y éste se relajó y se bebió el té.
Las arrugas plagaban el rostro de la anciana, al igual que los arroyos surcaban la tierra, y estaba delgada y encorvada. Estudió a aquellos dos blancos que eran los enemigos de su pueblo, observando detenidamente al guerrero que llevaba sus armas como si formaran parte de él. Hasta el gran Cochise reconocía que no todos los hombres blancos eran enemigos. Al menos, esos dos parecían querer ayudar… Bueno, la mujer quería ayudar, y el guerrero blanco con los fieros ojos claros le dejaba hacer lo que deseaba. La anciana había visto aquello con anterioridad en su larga vida; incluso el guerrero más fuerte y valeroso se volvía extrañamente indefenso cerca de una mujer segura.
La mujer era interesante. Tenía un extraño pelo claro, pero sus ojos eran oscuros como los de su gente y parecía que sabía curar. El chamán de su tribu había sido uno de los primeros en sucumbir a la enfermedad y todo el mundo se había quedado horrorizado. Quizá la mujer blanca supiera cómo acabar con esa enfermedad del hombre blanco, así que decidió acercarse a ellos.
– Jacali -dijo señalándose a sí misma y haciéndole señas a Annie para que le diera el cazo de té.
La joven imaginó que les estaba diciendo su nombre y le dio el cazo que sostenía. La anciana lo olisqueó, lo probó y se lo devolvió pronunciando algunas palabras al tiempo que asentía. Mediante señas, les hizo comprender que les ayudaría a cuidar de su gente.
Annie se tocó a sí misma y luego a Rafe, repitiendo sus nombres. La anciana repitió cada nombre a su vez, pronunciando las sílabas de una forma brusca y marcada. Annie asintió sonriendo y dieron las presentaciones por concluidas.
La joven se alegró de contar con un par de manos más. De toda la tribu, esa anciana y los dos niños eran los únicos que no mostraban ningún síntoma del sarampión. Una vez acabaron de repartir el té, se puso a hacer un caldo muy suave con las reservas de cecina seca de los apaches. Hubiera sido de gran ayuda disponer de una cazuela grande, pero si había alguna en el campamento, ella no la había visto. Rafe encendió varios fuegos y Annie le encargó la tarea a la anciana, mostrándole lo suave que deseaba que fuera el caldo. Jacali hizo señales de que la comprendía.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó Rafe.
Annie se frotó la frente con cansancio.
– Necesito preparar un jarabe de marrubio que les alivie la tos y que disminuya la congestión en sus pulmones. Creo que varios ya tienen neumonía. Es necesario lavarlos con agua fría para que les baje la fiebre.
Rafe la atrajo hacia él y la abrazó durante un largo minuto, deseando poder hacer que descansara, sin embargo, sabía que ambos estarían mucho más cansados antes de que lo peor hubiera pasado.
– Yo los lavaré mientras tú preparas el medicamento -susurró besándola en el pelo.
La tarea a la que se enfrentaban era monumental. Según sus cálculos, había casi setenta indios, de los cuales, sólo tres estaban sanos, cuatro si contaban al bebé con el pelo de punta. Había ancianos, gente joven y de mediana edad, y los más fuertes estaban tan enfermos como los más débiles. Rafe se encargó de mitigar la fiebre de los guerreros con agua fría, dejándolos en paños menores. Sabiendo que sus nociones y normas de pudor eran prácticamente iguales a las del hombre blanco, procuró no descubrir a las mujeres más de lo necesario, limitándose a levantar sus vestidos para poder refrescar sus piernas y brazos.
Los niños resultaron ser los más fáciles de manejar, pero también eran los que estaban más asustados. Algunos de ellos lloraban cuando los tocaba. Los trató con delicadeza mientras les quitaba la ropa y sostuvo en su regazo a un aterrado niño de unos cuatro años mientras refrescaba sus robustas piernecitas y bracitos. El pequeño no podía dejar de llorar a causa de la enfermedad. Rafe lo acunó hablándole con suavidad, hasta que se sumergió en un inquieto sueño. Luego sacó de allí el cuerpo de la madre, que había muerto en el breve tiempo que Annie había tardado en administrar el té a todos. Jacali, la anciana, rompió a llorar gritando al ver el pesado bulto que Rafe cargaba envuelto en mantas, y los dos niños corrieron a esconderse.
Fue el dolor en los ojos de Annie lo que lo sacudió más duramente.
Rafe conocía algunas de las costumbres apaches en referencia a la muerte y no sabía cómo iban a arreglárselas. Los apaches nunca vivirían en una tienda donde alguien hubiera muerto, pero él no podía sacar a los enfermos o estar trasladándolos continuamente de una tienda a otra cada vez que alguien muriera. Tampoco conocía sus costumbres funerarias. Finalmente, decidió dejar que Jacali se encargara de eso, pues ella haría todo lo que pudiera para seguir sus costumbres.
Mitigar la fiebre con agua fría era una tarea interminable. Si alguien se dejaba llevar por el sueño, Rafe no lo molestaba, pero a los que estaban inquietos o tenían tanta fiebre que permanecían inconscientes, había que refrescarlos continuamente. Los tres que habían estado intentando ayudar a Jacali fueron útiles al principio; sin embargo, al llegar la noche, estaban tan enfermos como los demás.