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Annie la cogió en sus brazos y la pequeña dejó de llorar. Pero se removía inquieta como si intentara escapar del dolor que le causaba la fiebre.

Era peligroso dar medicamentos a un bebé tan pequeño, aun así, Annie sabía que no tenía elección. Quizá le iría bien que el té de álamo temblón fuera más suave que el de corteza de sauce. Annie hizo que la niña bebiera un par de sorbos y luego se pasó una hora lavándola con delicadeza con agua fría. La niña, finalmente, se durmió, y Annie se obligó a sí misma a llevarla junto a su familia.

La madre estaba despierta y tenía los ojos muy abiertos y llenos de ansiedad. Se giró tumbándose de costado y acarició a su hija con manos temblorosas antes de estrechar su pequeño y caliente cuerpo contra el suyo. Annie le dio unas palmaditas en el hombro y tuvo que salir apresuradamente para que no la vieran llorar.

Todavía había demasiada gente enferma para permitirse a sí misma el lujo de derrumbarse. Tenía que recomponerse e ir a comprobar cómo estaban.

Rafe se había dado cuenta de que unos cuantos guerreros se habían recuperado lo suficiente como para poder incorporarse y comer por sí mismos. Desde ese momento, permanecía detrás de Annie cada vez que entraba a una de las tiendas, con el revólver preparado para disparar y su mirada glacial captando cada movimiento mientras ella atendía a los enfermos.

Los guerreros, por su parte, se quedaban mirando con la misma fiereza al hombre blanco que había invadido su campamento,

– ¿Realmente crees que esto es necesario? -preguntó Annie cuando salieron de la segunda tienda donde se había repetido esa misma escena.

– O lo hacemos así o nos vamos ahora mismo -respondía Rafe con rotundidad. De todos modos, ya deberían haberse ido, pero tendría que atarla a la silla para hacerla abandonar al bebé en ese estado y una parte de él tampoco quería marcharse. La pequeña no tenía muchas posibilidades en ese momento y si Annie se marchaba, no tendría ninguna.

– No creo que vayan a intentar hacernos daño. Ya han visto que sólo estamos intentando ayudar.

– Puede que hayamos violado algunas de sus costumbres sin saberlo -adujo Rafe-. El hombre blanco es su enemigo, cariño, no lo olvides. Cuando Mangas Coloradas fue engañado para que acudiera a una reunión garantizándole su seguridad y luego le cortaron la cabeza y la hirvieron, los apaches juraron venganza eterna. Diablos, ¿quién puede culparles? Pero no pondré en peligro tu seguridad ni un solo minuto, y por tu propio bien, te aconsejo que no olvides nunca a Mangas Coloradas, porque ellos no lo harán.

Pensar en el dolor del pueblo apache y en el de las personas que habían muerto a causa de su venganza, la abrumó mientras iba de un paciente a otro, administrándoles té y medicamento para la tos, intentando mitigar la fiebre y el pesar, ya que no había ni una sola familia en la pequeña tribu que se hubiera salvado de la muerte. Jacali también hacía rondas para hablar con su gente, de forma que todos sabían lo que estaba ocurriendo. Annie escuchaba el suave y afligido llanto en la intimidad de las tiendas, aunque nunca mostraban su dolor en su presencia. Eran orgullosos y tímidos al mismo tiempo, y desconfiaban de ella. Toda la buena voluntad por su parte no iba a borrar años de guerra entre sus pueblos.

Cuando fue a comprobar cómo estaba el bebé, se lo encontró inconsciente. De nuevo, volvió a darle un poco de té con ayuda de una cuchara y lo refrescó con agua fría, esperando aliviarle un poco. El pequeño pecho sonaba tan congestionado que parecía que apenas hubiera espacio para tomar aire en sus pulmones.

La madre se había obligado a sí misma a incorporarse y sostenía a su hija en su regazo, cantándole con voz suave en un esfuerzo por despertarla.

¿Cómo está? -preguntó Rafe entrando a la tienda y sentándose junto a la entrada.

Annie lo miró con los ojos llenos de angustia y sacudió débilmente la cabeza. La joven madre la vio y pronunció una aguda protesta, estrechando a su hija contra su pecho. La pequeña cabecita, sin fuerzas, cayó hacia atrás como si se tratara de una muñeca. Jacali también entró en la tienda y se sentó a esperar. Cuando la madre quedó agotada, Annie cogió al bebé y lo meció mientras tarareaba las canciones de cuna que recordaba de su infancia. Aquellos sonidos tranquilos e infinitamente tiernos llenaron la silenciosa tienda. La respiración del bebé se volvió más dificultosa y Jacali se inclinó hacia delante, sin apartar la vista de la pequeña.

Rafe cogió al bebé de los agotados brazos de Annie y se lo colocó en el hombro. Se la veía gordita y vigorosa esa misma mañana, pero el calor de la enfermedad ya la estaba consumiendo. Pensó en los redondos mofletes, en el pelo de punta, y en los dos relucientes dientes que mordían con tanta fuerza. Si fuera su hija, su pérdida sería insoportable para él. La conocía desde hacía sólo cuatro días, y había pasado tan sólo una hora o poco más jugando con ella y, sin embargo, sentía un peso tan grande sobre el pecho que casi le asfixiaba.

Annie volvió a cogerla y le hizo tomar más té, a pesar de que la mayor parte se escapó por las comisuras de su pequeña boca. Todavía la tenía en brazos cuando su diminuto cuerpo empezó a tensarse y a estremecerse.

De repente, Jacali agarró al bebé y se lo llevó fuera ignorando el fuerte grito de agonía de su madre. Annie se puso de pie de un salto y salió corriendo, impulsada por una furia que hizo desaparecer su agotamiento.

– ¿Adónde la llevas? -le preguntó, a pesar de que sabía que la anciana no podría entenderla.

Jacali se alejó a toda prisa y Annie corrió tras ella. Una vez que la anciana llegó hasta el borde del campamento, se arrodilló, dejó al bebé en el suelo frente a ella y empezó a entonar un grave y lastimero cántico que hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de la joven.

Conmovida, Annie alargó el brazo hacia la pequeña y Jacali se la apartó siseando una advertencia. Rafe apoyó la mano sobre el hombro de Annie, haciendo que se detuviera. Su rostro permanecía indescifrable mientras miraba fijamente el pequeño cuerpecito.

– ¿Qué está haciendo? -gritó Annie, intentando liberarse.

– No quiere que el bebé muera en la tienda -respondió él con aire ausente. Quizá la niña ya estuviera muerta; estaba demasiado oscuro para saber si respiraba o no.

Rafe sintió la cálida vitalidad de Annie bajo su mano, y le atravesó hasta clavársele en el corazón. Nunca le había preguntado acerca de su don especial ni había hecho ninguna alusión sobre él. Estaba casi seguro de que ella no se daba cuenta del poder que tenía y se había guardado el secreto para sí mismo, probablemente por puro egoísmo, porque había deseado algo de la joven que nadie más sabía que existía. ¿Qué percibían las demás personas cuando Annie las tocaba? ¿Sentían la misma oleada de ardiente pasión que ella siempre provocaba en él? Seguro que no, ya que había notado que su contacto calmaba a los guerreros apaches en vez de excitarlos. Y no era probable que las mujeres la desearan cuando ella las tocaba. Rafe había pensado mucho en ello aunque no hubiera compartido con nadie el secreto.

Había sido casi un alivio darse cuenta de que Annie no podía hacer milagros. La gente moría a pesar de su tacto curativo. Pero si la joven fuera consciente del poder de su don, sentiría una abrumadora responsabilidad que la obligaría a usarlo incluso cuando fuera inútil. Rafe lo sabía y por eso se había mantenido callado. Ya trabajaba hasta caer exhausta ahora, ¿hasta qué extremos se forzaría a sí misma si lo sabía? ¿Cuánto más profundamente le dolerían sus fracasos? Porque los consideraría fracasos personales y se esforzaría aún más. ¿Cuánto podría soportar antes de que su corazón o su espíritu cedieran ante la carga de su don? Todos sus instintos naturales le gritaban que protegiera a su mujer. Lucharía hasta la muerte para protegerla de cualquier mal. Sin embargo, ¿cómo podría quedarse ahí y ver cómo moría la pequeña cuando era posible que Annie pudiera salvarla? Puede que la niña muriera de todas formas, pero Annie era la única posibilidad que tenía.