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Agotado, se dejó caer débilmente en la manta junto a ella, todavía estrechándola contra él en una fiera actitud posesiva. Annie soltó un pequeño suspiro, cerró los ojos, y se quedó dormida antes de que su aliento llegara al hombro sobre el que tenía apoyada la cabeza. Rafe se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe en el pecho que lo hubiera dejado sin aire, pero, por primera vez en mucho tiempo, veía claro lo que tenía que hacer.

Los cuatro años que había pasado huyendo lo habían convertido en alguien que no quería ser; había vivido gracias a sus instintos, a sus reflejos tan rápidos como los de un felino, y su único objetivo había sido seguir con vida. Pero ahora no sólo tenía que pensar en él, tenía que proteger a Annie y probablemente a su hijo. Sí, estaba seguro de que tendrían un lujo, y era necesario que hiciera planes. Había vivido en el presente durante tanto tiempo que se le hacía extraño pensar en el futuro; diablos, durante cuatro años, él no había tenido un futuro.

Debía encontrar la forma de limpiar su nombre. No podían seguir huyendo indefinidamente. Aunque encontraran un lugar remoto y se establecieran allí, siempre tendrían que mirar por encima del hombro y vivir con el miedo de que algún cazarrecompensas o algún representante de la ley, más inteligente que la mayoría, hubiera logrado seguirles el rastro.

Darse cuenta de que tenían que dejar de huir y planear cómo hacerlo, eran dos cosas muy distintas. Estaba exhausto y la increíble claridad de su visión ya empezaba a desaparecer, impidiéndole pensar. Sus ojos se cerraban a pesar de sus esfuerzos. Y, maldita sea, ya estaba excitado de nuevo, aunque la urgencia había desaparecido. Medio dormido, se tumbó de lado, levantó el muslo de Annie apoyándolo sobre su cadera y luego se deslizó con suavidad en su dulce calidez. Estar tan unido a ella lo calmó, y se quedó dormido.

El sol de mediodía había penetrado a través de la sombra de los árboles y le quemaba su pierna desnuda. Rafe abrió los ojos y absorbió los detalles de la realidad. Había dormido poco más de una hora, sin embargo, se sentía como si hubiera descansado toda una noche. Maldita sea, ¿en qué había estado pensando yéndose a dormir así, los dos desnudos y tan cerca del campamento apache? No es que no hubieran necesitado dormir, pero debería haber sido más precavido.

Rafe zarandeó a Annie con suavidad, y sus ojos se abrieron somnolientos.

– Hola -murmuró acurrucándose más contra él mientras sus párpados volvían a cerrarse.

– Hola. Tenemos que vestirnos.

Rafe observó cómo sus ojos se abrían de golpe. Se incorporó en apenas un segundo y cogió la camisola para cubrir sus pechos desnudos.

– ¿He estado soñando? -preguntó aturdida, mirándolo con expresión seria-. ¿Qué hora es? ¿Hemos dormido aquí fuera toda la noche?

Rafe se puso los pantalones, preguntándose qué recordaría Annie de la pasada noche. Ni siquiera estaba seguro de lo que él mismo recordaba.

– Es un poco más tarde de mediodía -respondió después de de comprobar la posición del sol-. Y no, no hemos dormido fuera toda la noche. Hemos hecho el amor aquí hace una hora aproximadamente. ¿Lo recuerdas?

La joven miró la alborotada manta y su rostro resplandeció.

– Sí.

– ¿Recuerdas a la niña? -inquirió Rafe con cautela.

– La niña. -Annie se quedó muy quieta-. Estaba muy enferma, ¿no? Estaba muriéndose. ¿Eso fue anoche?

– Se estaba muriendo -asintió Rafe-. Y sí, eso fue anoche.

Annie extendió sus manos vacías y bajó la mirada hacia ellas con una expresión vagamente desconcertada, como si esperara ver a la niña allí y no pudiera comprender por qué no estaba.

– Pero, ¿qué pasó? -De repente, empezó a recoger su ropa con movimientos frenéticos-. Tengo que verla. Podría haber muerto mientras estábamos aquí. No puedo creer que me haya olvidado por completo de ella, que yo…

– La niña está bien. -Le cogió las manos y se las sujetó, obligándola a mirarlo-. Está bien. ¿Recuerdas lo que pasó anoche?

Annie volvió a quedarse inmóvil, observando fijamente los claros ojos grises de Rafe. Un eco la atravesó, como si estuviera mirando en un profundo pozo en el que ya hubiera caído una vez.

– Jacali la cogió y salió corriendo de la tienda -dijo despacio, asimilando poco a poco los recuerdos-. Yo fui tras ella… no, fuimos los dos. Jacali no quería dármela y yo estaba tan enfadada que me entraron ganas de abofetearla. Entonces, tú… tú se la quitaste y me la diste… y me dijiste que me concentrara.

Sus manos latieron con los restos de energía de la noche anterior y Annie se quedó mirándolas fijamente sin saber por qué.

– ¿Qué pasó? -preguntó alzando su vista hacia él sin comprender.

Rafe permaneció callado mientras le pasaba la camisola por la cabeza, cubriéndola en previsión de que alguien invadiera su intimidad.

– Son tus manos -contestó finalmente.

Annie siguió mirándolo en silencio sin comprender lo que le quería decir.

Él le cogió las manos y le besó las puntas de los dedos antes de envolverlos con ternura en sus duras palmas y de llevárselos hasta el pecho.

– Tus manos pueden curar -afirmó con suavidad-. Lo noté la primera vez que me tocaste, en Silver Mesa.

– ¿Qué quieres decir? Soy médica, así que es lógico que mis manos puedan curar, pero también pueden hacerlo las de los otros médicos…

– No -la interrumpió-. No como las tuyas. No es cuestión de conocimientos o de formación, sino de algo que tienes en tu interior. Tus manos desprenden calor y hacen que me estremezca cuando me tocas.

Annie se ruborizó intensamente.

– Las tuyas también hacen que yo me estremecezca -susurró.

Muy a su pesar, Rafe se rió.

– No de ese modo. Bueno, sí, así también. Tu cuerpo está lleno de una extraña energía que me vuelve loco cuando estoy dentro de ti. Pero puedes curar sólo con tus manos; son especiales. He oído hablar de eso, sobre todo a los ancianos, aunque no lo creía hasta que tú me tocaste y lo sentí.

– ¿Sentiste qué? • -preguntó Annie desesperadamente-. Mis manos son normales.

Rafe sacudió la cabeza.

– No, no lo son. Tienes un don único, cariño. Puedes curar lo que otros no pueden. -Rafe apartó la mirada y la dirigió hacia las distantes montañas púrpura, pero, en realidad, estaba mirando en su interior-. Anoche… anoche, tus manos estaban tan calientes que apenas podía sujetarlas. ¿Lo recuerdas? Las apretaba contra la espalda del bebé y sentí como si la piel de mis palmas se estuviera derritiendo por el calor.

– Mientes -dijo Annie. El tajante tono de su propia voz la sobresaltó-. Tienes que estar mintiendo. Yo no puedo hacer eso. Si pudiera, ninguno de mis pacientes habría muerto.

Rafe se frotó el rostro, sintiendo la dura barba contra su palma. Dios, ¿cuándo se había afeitado por última vez? Ni siquiera podía recordarlo.

– Tienes límites -le explicó-. No puedes hacer resucitar a los muertos. Te he observado y sé que no puedes hacer nada cuando la persona está demasiado enferma. No podrías haber ayudado a Trahern, porque sea lo que sea lo que tú tienes no detiene las hemorragias. Ni siquiera detuvo la del rasguño en mi hombro. Pero cuando estaba enfermo, cuando nos conocimos, el más mínimo contacto contigo me hacía sentir mejor. Me aliviabas, hacías desaparecer el dolor, hacías que las heridas se curaran más rápido. Maldita sea, Annie, podía sentir cómo la carne cicatrizaba. Eso es lo que puedes hacer.