«Siempre tendrán eso conmigo, tendrán un hogar en el que serán necesitadas y apreciadas». Mientras Elphame se hacía aquella promesa, creyó que oía, por un instante, una voz en el viento, una voz que decía: «Bien hecho, Amada».
Capítulo 6
– Es muy oscuro. Da miedo -dijo Caitlin.
Su voz suave reverberó contra las paredes del Castillo de MacCallan, cuya entrada acababan de despejar.
Las mujeres habían dado unos pasos hacia el interior. Habían pasado toda la mañana limpiando el vano de la gran puerta, y había llegado el momento de comenzar la siguiente tarea: entrar al castillo y convertir aquella destrucción en un hogar bien organizado.
Pero primero, Elphame tenía que animar a las tropas. De nuevo.
– No es tan oscuro -dijo-. Lo parece porque todo está cubierto de hollín del fuego. Por no mencionar todos los años que ha pasado abierto a los elementos -añadió, y sonrió a Caitlin-. Pero sólo hace falta darle un buen fregado y una atención cuidadosa, y dejará de ser oscuro.
Caitlin, al igual que el resto de las mujeres, no parecía muy convencida. Elphame supo que debía enfrentarse a lo que estaban pensando, mencionarlo claramente para poder solucionar el problema.
– Y, en cuanto a la maldición -dijo-, no existe. Me lo ha asegurado la misma Encarnación de Epona, y me lo dice mi intuición. Aquí hay mucha belleza, y sólo tenéis que buscarla. Por favor, no permitáis que los cuentos que os contaban de niñas estropeen vuestra confianza en nuestro nuevo hogar -«ni en mí», pensó.
– Yo nunca he tenido miedo de esos cuentos, mi señora.
Elphame reconoció la voz de la mujer. Era Brenna, que salió de su acostumbrado lugar al final del grupo.
– Sin embargo -continuó Brenna-, creo que algunas veces la fantasía y la imaginación pueden ser más poderosas que la realidad. Por eso, es sabio disipar esos fantasmas irreales antes de que puedan enturbiar lo que es real.
A Elphame le gustaba la manera de hablar calmada y segura de Brenna.
– ¿Y qué sugieres, Brenna?
– Creo que estaría bien llevar a cabo una sencilla ceremonia de purificación, que limpie las energías negativas y nos proteja y nos dé la bienvenida al castillo.
Las otras mujeres estaban observando a Brenna con curiosidad y alivio.
– Dinos lo que necesitas -le dijo Elphame.
– La ceremonia es simple. Sólo necesitamos albahaca y agua fresca.
– Tal vez pueda encontrar albahaca silvestre en el huerto de las cocinas -dijo Wynne.
– Las hierbas son resistentes. Es posible que encuentres albahaca, si encuentras el huerto -respondió Brenna.
– Yo puedo encontrar el huerto en cualquier castillo -dijo Wynne.
– Y también debería haber algún recipiente en el que podamos traer el agua -apostilló Meara-. Este sitio estaba lleno de gente, y donde hay gente, tiene que haber recipientes.
– Buenas ideas, Wynne y Meara. La mitad de vosotras, marchad con nuestra cocinera jefe en busca de la albahaca, y la otra mitad, acompañad a Meara a buscar algún cubo o una vasija en la que traer agua -dijo Elphame con energía-. Después traed aquí lo que hayáis encontrado.
Elphame no esperaba que reaccionaran tan rápidamente, pero las mujeres hicieron dos grupos y se adentraron en el castillo. Sí, hablaban y se reían en voz alta, como si quisieran ahuyentar a cualquier cosa que anduviera entre las sombras, pero habían entrado en el edificio sin temblar ni gritar de miedo. Elphame recordó que, aquella misma mañana, los hombres y los centauros se habían negado a seguir a Danann al interior de los muros del castillo. En aquel momento, las voces de las mujeres rebotaban en aquellos muros. Era un paso en la dirección adecuada.
– A veces, el miedo puede superar al sentido común y dificultar tareas familiares y sencillas -dijo Brenna suavemente. No se había marchado con las mujeres. Elphame y ella estaban solas a la entrada del castillo.
Elphame sonrió.
– Ha sido muy inteligente pensar en la ceremonia de purificación. A mí sólo se me ocurría decirles que era una tontería asustarse de un lugar que proporciona tantas esperanzas para el futuro. Quería gritarles y obligarlas a que entendieran que esas historias no son ciertas. Tú lo has hecho mucho mejor.
– No, mi señora. Sólo más fácil de entender para ellas.
– ¿Eres Chamán? -preguntó Elphame con curiosidad.
Brenna sonrió.
– Me halaga que lo penséis, pero no, mi señora. No puedo curar el espíritu como un Chamán, pero sé que para poder curar la carne debo tener ciertos conocimientos del reino de los espíritus.
Elphame sonrió todavía más.
– Hablas como mi padre, aunque él dice lo contrario. Él no puede sanar el cuerpo, pero debe tener ciertos conocimientos físicos para poder curar los problemas del espíritu.
– Midhir es el Sumo Chamán. Sólo he estado una vez ante él, pero en aquella ocasión me mostró una bondad que nunca olvidaré.
– No sabía que conocieras a mi padre.
– No lo conozco en realidad, mi señora. Como he dicho, sólo he estado una vez ante él.
Elphame asintió.
– ¿De dónde eres, Brenna?
– Vivía en el Castillo de la Guardia.
– Me alegro de que decidieras venir con nosotros, pero espero que en el Castillo de la Guardia no echen demasiado de menos a su Sanadora.
Brenna apartó la mirada, pero antes de que lo hiciera, Elphame percibió un reflejo de dolor en sus ojos.
– Había llegado la hora de que me marchara. Debía comenzar de nuevo.
– Creo que te entiendo -murmuró Elphame.
Brenna la miró, y abrió la boca para decir que Elphame, con su rostro perfecto y bello, no podía entenderla. Sin embargo, no pudo pronunciar aquellas palabras, y no porque sintiera miedo de aquella mujer poderosa. Lentamente, recorrió con la vista el cuerpo de Elphame. Iba vestida como el resto de las mujeres, con un vestido de lino sencillo y práctico, que terminaba, como era costumbre en Partholon, por encima de las rodillas. Allí, Brenna detuvo la mirada. Elphame iba vestida como el resto de las mujeres, pero en aquel punto terminaban las similitudes. En vez de unas rodillas esbeltas y las pantorrillas bien formadas de una mujer, Elphame tenía unas patas equinas poderosas, cubiertas por un pelaje brillante de color caoba. Aquellas patas increíbles terminaban en dos cascos que brillaban como el ébano pulido.
No era humana, pero tampoco era una mujer centauro. Era alguien que estaba aparte de todos los demás en Partholon. Brenna elevó la vista y se encontró con la de Elphame.
– Sí, creo que vos podéis entenderme bien -dijo lentamente.
Y aquellas dos mujeres únicas se sonrieron con timidez.
Las mujeres volvieron mucho más rápidamente de lo que Elphame había previsto. El grupo de Meara había encontrado dos recipientes que podían usarse, un cubo y una vasija que habían escapado al fuego.
– Es evidente que ninguno se ha lavado durante años -dijo Meara-. Habrá que restregarlos bien, como a todo el castillo.
Elphame reprimió una sonrisa. Evidentemente, Meara era la mejor elección para encabezar un grupo de formidables limpiadoras, y era mejor que estuviera refunfuñando por todo el trabajo que tenían por delante que preocupándose por una maldición imaginaria.
– Hay un riachuelo cerca de aquí que cae desde el bosque al océano por los acantilados -dijo una de las mujeres.
– Eres Arlene, ¿verdad? -le preguntó Elphame.
La mujer asintió con timidez.
– Sí, mi señora. Me crié en Loth Tor, y conozco bien esta zona.
– Bien. Puedes mostrarle a Meara dónde está ese riachuelo. Meara, llévate a las mujeres que necesites para limpiar bien esos recipientes.