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Lochlan supo cuándo cayó Elphame. Había dejado momentáneamente su puesto de vigilancia del castillo para cazar. Acababa de matar un ciervo joven en el interior del bosque y estaba limpiándolo, rápida y eficientemente, con la seguridad de que habría terminado a tiempo para volver y ver a Elphame dejando el castillo, al atardecer. Tal vez ella volviera a bañarse, pensó, y sus alas temblaron. Al instante reprimió el movimiento, y el dolor de cabeza reapareció con insistencia. La pasión de los sueños de la noche anterior había estado cerca de él durante aquel largo día.

Pero ella no sólo era un objeto que desear y usar. Era algo más que una fémina hermosa y sensual. Era algo más que piel y sangre. Sangre… Sus alas temblaron de nuevo.

Entonces, notó una punzada de dolor penetrante en el costado, seguida de un golpe en la sien y en el hombro. Tuvo que soportar una oleada de náuseas y dejó caer la espada corta que estaba usando para despellejar al ciervo. Y lo supo.

– ¡Elphame!

Había ocurrido algo terrible. Ella estaba herida y lo necesitaba. Frenéticamente, Lochlan intentó calmar el pánico para recuperar el control de sus pensamientos. ¿Dónde estaba? ¿Cómo podría llegar hasta ella?

«Te lo dirá el corazón. Escúchalo».

La voz, muy parecida a la de su madre, resonó en su mente junto al dolor de la herida de Elphame. ¿Se estaba volviendo loco, finalmente? No le importaba, siempre y cuando aquella locura lo condujera hacia ella. Lochlan se concentró en la joven que creía su destino.

Sintió la respuesta con tanta certeza como sentía el dolor. Abrió las alas para que lo transportaran con aquella carrera deslizante y rauda que había heredado de la raza de su padre, y corrió hacia el norte.

Elphame recuperó el conocimiento al oír un trueno distante. Iba a vomitar, y al volver la cabeza para no ensuciarse, sintió un dolor en la sien derecha, tan intenso que le provocó un sollozo. Tuvo arcadas, y los movimientos fueron tan duros que el costado le ardió como si tuviera fuego en él.

Abrió lentamente los ojos. Sus pensamientos eran incoherentes. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué tenía tanto frío? Tenía las piernas congeladas, casi entumecidas. Miró hacia abajo, y se dio cuenta de que estaba tendida sobre una orilla llena de musgo, y de que la mitad de su cuerpo estaba sumergida en un río. El río cuyo curso había estado siguiendo. Recuperó la memoria, y recordó que estaba corriendo y que no prestaba la suficiente atención. Se había caído por un barranco.

Cuchulainn iba a matarla.

Lentamente, estiró los brazos hacia delante para poder palparse las piernas. Le temblaban las manos, pero no notó ningún hueso roto ni saliente por el pelaje húmedo. Se estremeció, y volvió a sentir una llamarada en el costado. Tenía una rasgadura en la camisa empapada en sangre. La abrió y apartó la mirada rápidamente. Tenía un corte largo y feo en las costillas, que sangraba profusamente. Al verlo se sintió mareada de nuevo, porque nunca había visto tanta sangre.

Apretó los dientes para soportar el dolor y cambió el peso para intentar ponerse en pie, pero tuvo una náusea tan intensa que cayó desplomada de nuevo, jadeando. Le palpitaba horriblemente el lado derecho de la cabeza, y se palpó con cuidado el lugar dolorido, y apartó la mano pegajosa y roja. Tuvo que contener otra náusea.

Estaba pasándose el dorso de la mano por la boca cuando oyó un gruñido extraño, gutural. Al otro lado del río el barranco no era tan pronunciado, y había árboles casi hasta la orilla. Los matorrales se movían como si hubiera alguien atravesándolos rápidamente. ¿Había pasado el tiempo suficiente como para que Cuchulainn hubiera notado su ausencia? ¿Podría ser él?

– ¿Cuchulainn? ¿Eres tú?

El ruido cesó al instante. Cuando comenzó de nuevo, se acercó a ella y, a la luz débil del anochecer, Elphame vio dos ojos rojos entre la maleza, justo antes de que una criatura saliera de entre las sombras.

Elphame sintió pánico. Era un jabalí verdaderamente grande. Tenía el cuerpo de la longitud de un hombre y estaba lleno de barro, y unos amarillentos colmillos sobresalían formando unos arcos letales de sus poderosas mandíbulas. El animal olisqueó el aire y frunció los labios con un gruñido espantoso. Entonces, sus ojos relucieron con un brillo feroz y bajó la cabeza. Elphame se puso en pie y se tambaleó. Apoyándose pesadamente contra la pared del barranco, pestañeó para poder ver algo mientras agarraba la daga de su hermano, que llevaba prendida a la cintura. Sin embargo, el brazo derecho no le funcionaba bien, y la daga cayó al suelo. El jabalí cargó.

Elphame apretó los dientes e intentó alejarse. Sabía que iba a morir. «Epona, ayúdame a ser valiente», rezó con fervor.

– ¡No!

Mientras gritaba aquella palabra como una maldición, una forma alada se lanzó desde la parte superior del barranco, por detrás de Elphame, hacia la bestia. El jabalí cayó al suelo debido al impacto, pero se incorporó con rapidez. Ya no estaba concentrado en Elphame. Tenía un nuevo enemigo, un atacante que estaba agazapado ante él, con las alas extendidas y una espada corta, cubierta de sangre, preparada.

Elphame se desplomó de nuevo contra la pared del barranco. Tenía la sensación de que la realidad se había fragmentado, de que estaba en otro mundo, porque aquella criatura alada no cabía en su mente.

El jabalí volvió a cargar, y el ser alado se apartó de un salto y hundió la espada en el costado del animal. El jabalí gritó de dolor y rabia y se giró para embestir otra vez. Sin embargo, de nuevo la criatura fue demasiado rápida, y volvió a apuñalar a la bestia. Echando espumarajos por la boca, el jabalí atacó salvajemente, y con un terrible silbido, la criatura alada se alzó sobre él y le atravesó la garganta con la espada. El jabalí chilló y cayó pesadamente en el río, tiñendo de rojo el agua con su sangre.

Entonces, la criatura se irguió y dio dos pasos, tambaleándose, hacia Elphame.

– ¡No te acerques! -gritó ella.

La criatura se detuvo en seco.

Elphame le estaba mirando las manos. Las tenía cubiertas de sangre, al igual que la espada. Él siguió su mirada e inmediatamente dejó caer la espada y abrió las manos.

– No voy a hacerte daño -le dijo, y se dio cuenta de que ella estaba temblando con violencia.

– Demasiada sangre -musitó Elphame.

No necesitaba decirlo. Lochlan ya notaba intensamente la sangre del jabalí en su cuerpo, porque llenaba sus sentidos. Sentía el espíritu del animal, todavía fuerte y furioso, en la sustancia pegajosa y roja que le teñía las manos. Llamaba a Lochlan con una voz bárbara que hacía bullir su propia sangre.

El demonio que llevaba dentro se removió. Quería hundir los colmillos en el cuello del jabalí y beber, y absorber su esencia bestial. Lochlan luchó contra todas aquellas sensaciones. Tenía que quitarse la sangre de encima antes de dejarse ganar por ella. Mientras resistía el dolor que le atravesaba la cabeza y reprimía aquel deseo oscuro, Lochlan se agachó rápidamente y se lavó las manos en el arroyo, frotándose frenéticamente. Después, con los brazos empapados, pero limpios, se incorporó.

– Ya no tengo sangre -dijo.

Había recuperado el control, y pudo hablarle con voz calmada, como si fuera una niña pequeña.

Ella le miró las manos y el cuerpo, y lo estudió con curiosidad y extrañeza, casi sin poder respirar como resultado de la impresión, de la pérdida de sangre y de la incredulidad. Era un hombre. Un hombre alado. Era muy alto, y tenía el pelo rubio, pero de un color excepcional, como si alguien hubiera domesticado los rayos del sol del amanecer, pensó Elphame. Debía de tenerlo muy largo, porque aunque lo llevaba recogido en una coleta, se le habían soltado algunos mechones durante la lucha con el jabalí y le llegaban hasta los hombros. Tenía la cara esculpida con maestría, con líneas fuertes y unos pómulos muy bonitos, muy altos. Sus ojos, que la observaban atentamente, eran ligeramente rasgados. Cada vez más asombrada, Elphame se dio cuenta de que era muy guapo. Tenía un cuerpo largo y delgado, y la piel muy pálida, aunque no enfermiza. Parecía un ser etéreo, como si no perteneciera al mundo de los mortales. Llevaba una camisa de color crema y unos pantalones de cuero marrón. No llevaba zapatos. Sus pies tenían algo extraño, pero estaba en mitad del río, así que Elphame no podía vérselos bien.