Elphame intentó ayudar a los hombres, pero se le había puesto la visión borrosa, y cada vez que se movía, la herida del costado le dolía insoportablemente. Sintió los brazos fuertes de Cuchulainn a su alrededor mientras montaba a horcajadas sobre la Cazadora.
– ¿Listos? -preguntó él.
– Sí.
Cuchulainn agarró con fuerza a Elphame y la Cazadora comenzó a trotar suavemente. En algún rincón de su mente, Elphame pensó que le hubiera gustado disfrutar de la novedad de montar sobre un centauro. En vez de eso, estaba viviendo una pesadilla. A cada paso que daba Brighid, el dolor descargaba en su cuerpo, y su estómago daba un vuelco. Notaba una humedad en el costado, y sabía que estaba sangrando a través del musgo. Se desplomó contra su hermano.
– No falta mucho. Yo te sujeto -le decía Cuchulainn, susurrándole una letanía de ánimos-. Háblame, El. Cuéntame lo magnífico que será el Castillo de MacCallan cuando terminemos de reconstruirlo.
Las respuestas de su hermana a las preguntas constantes de Cuchulainn fueron vagas. Algunas veces describían habitaciones que él reconocía como las estancias en las que habían crecido, y otras no tenían sentido en absoluto. Mientras seguían avanzando comenzó a llover con fuerza. Las antorchas de los jinetes se apagaron, y Cuchulainn agradeció los fogonazos brillantes de los relámpagos, que ayudaban a iluminar el camino. La decisión de Brighid de llevarlos a los dos había sido muy inteligente. Si él hubiera estado montando su caballo, no habría podido controlarlo a través de aquella tormenta al tiempo que sujetaba a su hermana.
La Cazadora pronto sacó ventaja al resto del grupo, incluso a los centauros que se habían ofrecido a acompañarlos durante la búsqueda. Su determinación y su resistencia eran impresionantes. Cuchulainn tuvo que admitir que había juzgado mal a la Cazadora. Sin su ayuda nunca habrían encontrado a Elphame con tanta rapidez.
¡Ojalá él hubiera reaccionado de la misma manera cuando había tenido la primera premonición de que ocurría algo malo con Elphame! Pero había ignorado el presentimiento porque provenía del reino de los espíritus, la parte de su vida que intentaba reprimir e ignorar. Bien, pues en aquella ocasión, el reino de los espíritus no se había dejado ignorar. Aquello le producía un gusto amargo en la boca, y Cuchulainn se dio cuenta de que era en parte odio hacia sí mismo y en parte miedo.
Cuchulainn agarró con fuerza a Elphame. Ahora sabía qué era lo que le había estado angustiando desde que habían comenzado su viaje hacia el Castillo de MacCallan, cuál era la amenaza sin nombre que se cernía sobre su hermana. No era un amante desleal ni una antigua maldición. Era algo totalmente mundano, un accidente, y él estaba demasiado ocupado imaginándose fantasmas como para preverlo.
Brighid fue aminorando el paso, y Cuchulainn vio las murallas oscuras del castillo materializadas ante ellos.
– Llévala a la cocina. Allí es donde han hecho la mayor parte del trabajo -le dijo a la Cazadora, gritando para hacerse oír por encima del estruendo de la tormenta.
Brighid asintió y se dirigió hacia el Gran Salón. Allí se detuvo, finalmente. Giró la cintura hacia atrás y dijo rápidamente:
– La cocina va a estar muy oscura. Esperadme aquí mientras voy a recoger las antorchas de las carretas.
Brighid le ayudó a bajar a Elphame al suelo, y Cuchulainn sujetó cuidadosamente la cabeza de su hermana en el regazo.
– Vendré enseguida -dijo Brighid, y miró por última vez a Elphame con preocupación, antes de salir apresuradamente del salón.
– Es mejor estar quieta -dijo Elphame débilmente.
– Brenna llegará enseguida -le aseguró Cuchulainn.
– ¿Cómo sabías que tenías que venir a buscarme, Cuchulainn?
– Me sentía muy inquieto por ti.
Elphame sonrió débilmente.
– Llevas inquieto por mí desde que llegamos. ¿Qué fue lo que te empujó a venir a buscarme?
– No iba a hacerlo. Me dije que eran todo imaginaciones mías. Entonces vi llegar la tormenta y me preocupe, así que pensé en ir a recogerte y desafiarte a una carrera con mi caballo hasta Loth Tor, porque como ya habías estado corriendo, tal vez tendría posibilidades de ganarte.
Él vio que ella sonreía, y le devolvió la sonrisa.
– Así que estaba esperando en la entrada del castillo cuando oí un ruido que provenía del interior. Y, al igual que mi inquietud, me fue imposible pasarlo por alto.
– ¿Por qué?
– Porque me estaban llamando a gritos -dijo Cu, al recordar la voz grave que reverberaba por los muros del castillo-. El, tengo que decirte que los rumores sobre tu castillo son ciertos, en parte. Tal vez no esté maldito, pero te prometo que está encantado.
El siguiente relámpago iluminó los sorprendidos ojos de Elphame.
– ¿El MacCallan también ha hablado contigo?
Cuchulainn frunció el ceño.
– ¿Me estás diciendo que se te ha aparecido y no me lo habías contado? -le preguntó con incredulidad a su hermana.
– Bueno, yo… Sé que te disgusta mucho todo lo que tenga que ver con el reino de los espíritus.
– ¡Que me disgusta! -exclamó él. Al ver que su hermana se estremecía de dolor por su respingo, cerró los ojos y respiró profundamente-. El -dijo-, no se trata sólo de que me disguste lo espiritual. Piensa en todo lo que ha ocurrido desde que llegamos. Tú nunca habías sentido el roce de la magia de Epona, y de repente, te has convertido en un conducto vivo de ella. Aquí hay fuerzas que no entendemos, El.
Elphame hizo un gesto débil con la mano e intentó negar con la cabeza, pero el movimiento terminó en un gesto de dolor.
– Shhh -dijo su hermano-. No quería disgustarte. No estoy enfadado contigo.
– Lo sé, Cu -susurró Elphame, e intentó ordenar las ideas-. Pero debes recordar que para mí las cosas son distintas. Yo no temo al reino de los espíritus. Y tú no pensarás que El MacCallan o Epona desean nuestro mal.
– Claro que no. Pero quiero que recuerdes que, de igual modo que existe el bien, el mal también existe. Y el mal en el reino de los espíritus no puede vencerse con la fuerza de las armas.
– No -dijo ella-. Debe vencerse con honor, verdad y fuerza de voluntad.
– Debes prometerme que me contarás más de tus visitas espirituales. Sobre todo, si tienen algo que ver con nuestros antepasados.
– Te lo prometo -respondió Elphame-. A propósito, ¿te has dado cuenta de lo mucho que te pareces a El MacCallan?
Cuchulainn soltó un resoplido.
– ¡Por favor! Yo no me parezco a ese viejo fantasma sarcástico.
– ¿Qué te dijo?
– Voy a ver si lo recuerdo correctamente… Sí, me dijo algo como «Cuchulainn, ¿acaso no eres nada más que un montón de músculos sin cerebro? ¡Ve a buscar a tu hermana, la chica te necesita!» -rugió, imitando excelentemente la voz ronca del espíritu.
Elphame estaba entre risitas y gestos de dolor cuando Brighid y el resto del grupo entraron al Gran Salón. Brenna desmontó y se acercó a Elphame, y frunció el ceño con severidad mirando a Cuchulainn.
– Te dije que le hablaras, no que la pusieras histérica.
Lochlan vigiló, bajo el aguacero, para asegurarse de que Elphame llegaba al castillo a salvo. Ellos desaparecieron en el interior de las murallas, y pronto, el resto del grupo se les unió. Lochlan continuó vigilando durante toda aquella noche, y sólo volvió a dormir a su refugio cuando Elphame salió del castillo, al día siguiente, apoyándose pesadamente en su hermano para caminar, con rigidez, hacia la tienda que los trabajadores habían montado rápidamente para ella en cuanto había empezado a amanecer.
Lochlan sonrió. Él sabía que Elphame no aceptaría retirarse al pueblo para recibir cuidados como si fuera una flor delicada. Se sorprendió un poco al verla salir del castillo, pero seguramente era un compromiso que había alcanzado con su hermano. La mirada aguda de Lochlan se fijó en la expresión severa de Cuchulainn. Sí, el guerrero preferiría que ella se recuperara en el pueblo. ¿Acaso no entendía que ella obtenía fuerza de las piedras del castillo?