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Elphame frunció los labios, e iba a responder a Cuchulainn que ella no se desmayaba, pero en aquel mismo instante, el dolor de cabeza le martilleó las sienes con intensidad.

– Acabas de quedarte blanca -le dijo Brenna-. ¿Es la cabeza?

– ¿Si digo que sí voy a tener que beber más tisanas de las tuyas?

Brenna intentó disimular la sonrisa.

– Por supuesto que sí.

– Entonces, no me duele nada la cabeza.

– Mientes muy mal.

– Yo diría que es el momento perfecto para su sorpresa -dijo Danann.

Cuchulainn, Brenna y Brighid asintieron.

– ¡Clan de los MacCallan! -dijo Cuchulainn con fuerza, y la multitud quedó en silencio-. Vuestra Jefa va a retirarse a su aposento para descansar antes de la fiesta de esta noche.

Elphame frunció el ceño con confusión. ¿Su aposento? ¿No se refería a su tienda?

Por las miradas de alegría de la gente, y los gritos alegres con los que le deseaban un buen descanso, Elphame supo que ellos también estaban al tanto del misterio. Cu debía de haberle preparado una tienda dentro de las murallas del castillo, y eso le gustaba. Así pues, Elphame sonrió y se despidió saludando con la mano, mientras Cu, seguido de Brenna y de Brighid, la llevó desde el salón central por un pasillo que se curvaba hacia la derecha, y que estaba bien iluminado con antorchas. Ella miró a su alrededor con curiosidad, puesto que no había pasado mucho tiempo en aquella zona del castillo.

– ¿Adónde me estáis llevando?

Cuchulainn sonrió enigmáticamente. Elphame suspiró. Conocía aquella sonrisa, y sabía que no iba a sonsacarle nada.

– Terco -le dijo-. Siempre has sido muy terco.

Tras ellos, Brighid resopló y murmuró:

– Os parecéis como si fuerais hermanos.

A Brenna se le escapó una risita.

Elphame miró por encima de su hombro a sus dos amigas, con una ceja arqueada mientras Cuchulainn resoplaba también.

A la izquierda del pasillo se abría otro pequeño corredor, y Cuchulainn entró en él. Elphame pestañeó al encontrarse con una puerta gruesa de madera, que tenía tallada la yegua encabritada del emblema de los MacCallan. Había un aplique con una antorcha a cada lado de la puerta, y la madera de pino de la puerta brillaba a la luz del fuego. Elphame pasó los dedos por encima de la yegua.

– Es preciosa. Esta puerta no pudo sobrevivir al incendio -dijo.

– No. Varios de los hombres trajeron madera de tus bosques, y Danann la talló. Dijo que era adecuado que el emblema de los MacCallan adornara la puerta de la habitación de la Jefa del Clan -explicó Cuchulainn.

– ¿La habitación de la Jefa del Clan? -repitió Elphame con asombro.

– Es un regalo de tu clan -dijo él, y abrió la puerta.

Lo primero que vio Elphame fue que la habitación estaba inundada de luz. Había antorchas en todas las paredes y candelabros altos de metal con velas. En la chimenea ardía un buen fuego. Las ventanas eran altas y estrechas, y había dos de ellas en cada una de las cuatro paredes. Por sus huecos entraba la luz tenue del atardecer. Había pocos muebles en la estancia; una sencilla mesa de madera con sillas, un tocador pequeño con un espejo muy adornado y un diván dorado, y la gran cama, que estaba vestida con sábanas de lino grueso y un edredón del color del oro con bordados.

Elphame se acercó a la cama y pasó la mano por el edredón.

– Mamá -dijo con una sonrisa, y miró a su hermano-. Lo ha enviado mamá.

– Sí. Han llegado esta mañana, junto a varios barriles de su excelente vino y estas dos cosas -respondió su hermano, señalando el espejo y la silla.

Elphame se echó a reír.

– Mamá ha enviado lo esencial -dijo. Después se quedó callada, mirando a su alrededor.

– Os dije que se iba a quedar sin habla -dijo Cu, sonriendo como un niño.

– Por supuesto que está sin habla -respondió Brenna-. Vamos a enseñarle el resto.

– ¿Hay más?

Los tres asintieron. Brenna la tomó de la mano y la llevó hacia un pasillo de piedra. El pasillo se abría a una torre redonda en la que había unas empinadas escaleras, también de piedra, que llevaban a una especie de descansillo.

– ¿Te acuerdas de la torre que tenía que terminar de dibujar hoy? ¿La que habían acabado los trabajadores? -preguntó Brenna.

Elphame asintió.

– Es ésta. Tu torre ya está restaurada.

– Todos queríamos acabar la Torre de la Jefa del Clan en primer lugar -le dijo Cuchulainn.

– Todavía está muy desnuda, pero un día tú la llenarás de libros y de tus cosas. La harás tuya -dijo su hermano.

– Yo… -Elphame tuvo que carraspear-. Estoy impaciente por verla.

Brenna la tomó de la muñeca. Por un momento dejó de ser su amiga y se convirtió de nuevo en la Sanadora.

– No creo que sea buena idea. Sé que te he jurado lealtad, pero en lo referente a tu salud, estoy por encima de ti. Ahora, lo que necesita tu cuerpo es descanso y comida, no el ejercicio que supondría subir todas esas escaleras.

Antes de que Elphame pudiera protestar, Cu le dijo:

– La torre lleva aquí más de cien años. Puede esperar una noche más.

– Además, creía que querías darte un baño -dijo Brenna.

A Elphame se le iluminó la mirada.

– Si puedes conseguir que suban aquí una bañera, te prometo que me olvidaré de la torre, por lo menos hasta mañana.

– ¿Una bañera? -repitió Brighid, y se echó a reír-. Creo que tenemos algo mejor para La MacCallan.

La Cazadora asintió para señalar hacia la pared de la chimenea.

– Ésta es mi parte favorita. Sígueme -dijo. Entonces guió a Elphame hacia un hueco disimulado que había en la pared, al otro extremo de la chimenea.

Elphame observó a la Cazadora, que desapareció en el hueco. Su voz llegó a la habitación desde el interior, extrañamente amortiguada por los gruesos muros de piedra.

– Ten cuidado. Hay mucho espacio, pero está un poco húmedo y los cascos resbalan.

Elphame entró en aquel hueco y pestañeó. No era una habitación. Había unas escaleras muy amplias que se formaban a sus pies, y estaban iluminadas con antorchas que ardían en los apliques de las paredes. Vio que Brighid desaparecía a medida que la escalera descendía y giraba suavemente hacia la izquierda.

– Continúa -le dijo Cuchulainn-. Te va a encantar.

Elphame comenzó a bajar suavemente las escaleras, y terminó en una estancia pequeña, como una caverna. La Cazadora estaba junto a una profunda piscina de la que emergían volutas de vapor. El aire era muy cálido. Elphame se dio cuenta de que había una pequeña cascada que alimentaba la piscina, que al otro extremo desaguaba lentamente a través de un hueco de la pared. Había braseros que contenían piedras redondas y suaves, que iban a reemplazar las que ya debían de estar en el fondo de la piscina calentando el agua.

– Los jabones y los aceites son un regalo de las mujeres -dijo Brighid-. Cada una hemos traído nuestro jabón favorito -añadió. Yo te he traído jabón de roca.

– Y yo te he traído un aceite de camomila que es calmante -dijo Brenna-. Asegúrate de ponerte un poco en el costado. Y no te quedes demasiado tiempo en el baño.

– Te lo prometo -dijo Elphame.

– Yo no te he traído jabón ni perfumes -intervino Cuchulainn-, pero he convencido a la dueña de la posada para que te regalara esas toallas.

– Son perfectas -susurró Elphame.

– No -dijo Brighid-. Será perfecto cuando te hayamos dejado sola y puedas bañarte sin público.

Brenna frunció el ceño, pero no protestó cuando Brighid la tomó de los hombros y la empujó suavemente hacia la salida. Después, miró a Cuchulainn.

– Tu hermana sabe bañarse sola.

Él refunfuñó, pero salió del baño.

– Gracias, Brighid -dijo Elphame-. Eres una buena amiga.

– Cualquier cosa por La MacCallan -dijo la Cazadora, y le guiñó un ojo. Comenzó a subir las escaleras, pero se giró y miró a Elphame-. Se me olvidaba. Estamos organizando una cena especial para esta noche, en honor a tu recuperación. He cazado algo especial para comer. Pero tómate tu tiempo, porque Wynne me ha prometido que te va a guardar un plato caliente.