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Cuchulainn se dio cuenta de que Brenna palidecía, y que, con un gesto que él estaba empezando a detestar, agachaba la cabeza y se escondía tras su melena negra.

– No, no sé bailar.

Cuchulainn oyó su voz, que se había convertido en el susurro trémulo con el que se dirigía a él habitualmente. Al oírlo de nuevo, se sintió muy enfadado de repente.

– ¿Que no sabes bailar? ¿Una mujer que sabe suturar una herida, colocar un brazo roto y traer a un niño al mundo no sabe bailar?

Él no quería que su voz sonara tan sarcástica, de verdad.

Brenna alzó los ojos y, a través del velo de su cabello, Cuchulainn captó un brillo de ira en ellos. Entonces, pensó que cualquier emoción era mejor que su retirada.

– Las habilidades que mencionas las he podido practicar. Nunca he tenido oportunidad de aprender a bailar.

– Ahora la tienes.

Cuchulainn se encogió al recordar la arrogancia con la que le había tendido la mano. Habría apostado que ella iba a aceptar. Ni siquiera se había dado cuenta de que la gente que estaba cerca de ellos se había quedado callada para presenciar la conversación. Brenna había mirado a su alrededor como buscando una escapatoria, y él apretó los dientes al recordarlo. Su petulancia masculina la había convertido en el centro de atención.

– No… Yo… no -murmuró ella.

– Sólo es un baile, Brenna. No te estoy pidiendo que seas mi compañera para toda la vida -dijo él con una risa, aunque se odió a sí mismo en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras.

– No… Yo nunca habría pensado algo así…

– Sé cuál es el problema -intervino entonces Brighid, y terminó con la vacilación de Brenna-. Cuchulainn nunca ha oído la palabra «no» en los labios de una mujer. Evidentemente, no conoce su significado.

El grupo que los estaba escuchando se echó a reír. Entonces, Wynne se acercó con un paso alegre, con una invitación abierta, moviendo su melena rojiza, y puso la mano en la que Cuchulainn todavía tenía tendida hacia Brenna.

– La Sanadora tiene razón, Cuchulainn. Tal vez debas elegir a una muchacha que tenga las habilidades que tú requieres y que no te diga que no -dijo seductoramente.

Entonces, los demás se rieron y comenzaron a animar ruidosamente a Cuchulainn mientras ella lo arrastraba hacia la zona del baile y comenzaba a moverse sensualmente al ritmo de la música. Cu la siguió con facilidad, repitiendo sus movimientos con la misma gracia. Wynne danzó, jugueteó, prometió, todo al ritmo del tambor. Frotó su cuerpo exuberante contra el de Cuchulainn y, a través de la nebulosa del vino, él percibió su olor. Olía a pan recién hecho y a especias y a mujer, pero en vez de atraerlo, como habría sido normal, su olor sólo le recordó todo lo que faltaba en ella. No olía a hierba recién cortada y a lluvia. No era Brenna.

Sin dejar de bailar, Cuchulainn se volvió hacia la mesa. Brighid seguía allí, rígida, y por un segundo, sus miradas se cruzaron. Después, con una expresión de disgusto, la Cazadora le dio la espalda. El asiento que había junto a ella había quedado vacío.

En aquel momento, Cuchulainn comenzó a sentir un nudo de angustia en el estómago. Se excusó con Wynne y se alejó. Tenía que encontrar a Brenna, y no la vio por el Gran Salón, ni tampoco la halló en el patio principal. Interrumpió a una pareja que se abrazaba apoyada en la columna central, y ellos le dijeron que la Sanadora había salido corriendo del castillo unos minutos antes que él.

Intentó alcanzarla antes de que ella llegara a su tienda, pero era demasiado tarde. Recordó que se había acercado a la tienda de Brenna y que había visto su pequeña silueta pasando por delante de la única vela que tenía encendida. Si hubiera sido cualquier otra mujer, él habría entrado en la tienda, le habría pedido perdón y le habría explicado que era un idiota borracho de amor y de deseo. Después le habría hecho el amor.

Pero Brenna no era cualquier otra mujer.

Así pues, Cuchulainn se retiró a su tienda para emborracharse lentamente hasta el olvido.

– Tenía razón en una cosa. Soy un idiota borracho.

Fue lo último que pensó antes de sumirse en el sueño. Al día siguiente iba a hacerse perdonar por ella, aunque no tenía ni idea de cómo conseguirlo.

Antes de dormir, Brenna siempre hablaba con Epona. No lo consideraba rezar. Ella no le hacía peticiones a la diosa, sino que hablaba con ella como si fuera una vieja amiga suya. Y, en realidad, Brenna llevaba tanto tiempo hablando con Epona que así era como pensaba de la diosa. Sus conversaciones con Epona habían comenzado después del accidente. Brenna sabía que no podía hacerse nada con respecto a sus heridas; de hecho, la joven Brenna de diez años pensaba que iba a morir. Tenía un dolor tan intenso, y había durado tanto tiempo, que nunca pensó en pedirle a Epona que la salvara. No quería la salvación, sólo quería el alivio. En vez de rogarle a Epona que la curara, Brenna se había pasado horas hablándole a la diosa. Pensaba que pronto iba a encontrarla en el reino de los espíritus. Ni siquiera después de sorprender a todo el mundo, incluso a sí misma, sobreviviendo, pudo dejar de hablar con la diosa. Se había convertido en un hábito que calmaba su mente y su cuerpo.

Aquella noche necesitaba calma.

Le temblaban las manos de ira contenida mientras quemaba un poco de hierba seca e inhalaba el olor familiar de la lavanda. Se sentó frente a su altar improvisado y acarició cada uno de los objetos, intentando aclararse la mente y prepararse para hablar con Epona. Sin embargo, aquella noche no encontró consuelo en sus objetos, la piedra turquesa que era del mismo color que el mar, la pequeña figura de madera de la cabeza de una yegua que ella misma había tallado, la perla en forma de gota y la pluma, que brillaba con el mismo color verde azulado de la piedra…

Del mismo color que los ojos de Cuchulainn.

Brenna cerró los ojos con disgusto. «Deja de pensar en él», se ordenó. Sin embargo, sus pensamientos, que normalmente eran disciplinados y lógicos, no obedecieron.

Volvió a sentir ira, y se deleitó con la frialdad de aquella emoción. Era mucho más fácil de soportar que la desesperanza y la soledad.

¿Cómo había podido ser tan ingenua? Pensaba que había encontrado la paz en su interior, que había conseguido aceptar su vida muchos años antes. Era una Sanadora. Nunca conocería la alegría de tener un marido, de tener hijos, pero su vida, la vida que había terminado una década antes, tenía significado. Se había dedicado a combatir a dos viejos conocidos suyos, el dolor y el sufrimiento.

¿Qué le había pasado recientemente? ¿Cómo era posible que su plácido interior se hubiera convertido en un océano turbulento?

Brenna se tocó la mejilla derecha, distraídamente, y notó la superficie irregular y suave de sus cicatrices. ¿Cuándo había pensado en el amor por última vez? Años antes, cuando había comenzado a tener el periodo. Durante aquella transición de la feminidad, había pensado en cómo habría sido su vida si hubiera estado un paso más alejada del hogar, o si su madre hubiera sabido que el cubo contenía aceite en vez de agua, o si su madre hubiera esperado para ver si ella había sobrevivido, o si su padre hubiera podido continuar con su vida…

Todo aquello había sucedido una década antes, pero aquella noche los recuerdos estaban muy frescos. Hacía mucho tiempo que no se permitía pensar en cómo podían haber sido las cosas. Normalmente era más lógica, y no había lógica en el hecho de desear lo imposible, o en desear que se deshiciera lo que ya estaba hecho.

Entonces, ¿por qué en aquel momento? ¿Por qué sus deseos, que se habían quemado en otra vida, habían renacido con unos ojos turquesa y una sonrisa de niño?

Brenna quiso acariciar la piedra, pero todavía le temblaban las manos, así que se las agarró en el regazo y apartó la vista del altar. Aquella noche no veía a la diosa reflejada allí, sino las sombras y los matices de Cuchulainn.