– ¿Lo que haga yo? -preguntó Cu-. Pero yo creía que tú…
– Trae a tu lobezna a las cocinas. Wynne tendrá una gasa para hacer queso. Te enseñaré a hacer una tetilla -dijo Brenna, y se dirigió hacia la cocina.
Cu volvió a meterse la lobezna en la túnica y, entre las risas que se hicieron en el salón, siguió a la Sanadora.
– Una lobezna, ¿eh? -preguntó Elphame, sonriendo a Brighid.
– En teoría era una idea excelente. Traerle una pobre cría desamparada a la Sanadora a la que está intentando cortejar. Les derretiría el corazón a la mayoría de las doncellas.
– Brenna no es como la mayoría de las doncellas.
– Exacto.
– ¡Está tomándola!
Cuchulainn sintió un inmenso alivio. Estaba sentado en una silla junto al pequeño escritorio de la tienda que había sido de su hermana y había pasado a ser la suya. Parte de su plan había funcionado. Brenna estaba a solas con él en su tienda. Wynne les había echado a los dos de la cocina diciendo que los únicos animales que podían entrar allí eran los animales muertos y listos para el puchero. Él tenía a la lobezna envuelta en una manta sobre el regazo, y llevaba un rato intentando que aceptara la leche de la tetilla artificial. La lobezna, al principio, se había negado a mamar, gimiendo lastimeramente, como si quisiera morir.
– Con cuidado, con constancia. No es una batalla que tengas que ganar -le dijo Brenna-. Ha sufrido mucho, y tienes que conseguir que se sienta lo suficientemente segura como para mamar.
Así que Cuchulainn la había animado y la había engatusado hasta que, al final, la lobezna aceptó la tetilla. Él sonrió a Brenna con euforia.
– ¡Es fantástico! ¡Mira qué bien está bebiendo!
Brenna tuvo que contener la sonrisa. Aquel guerrero joven y viril nunca había estado más atractivo que en aquel momento, despeinado, lleno de leche y oliendo a excremento de lobo.
– No te hagas ilusiones. No está fuera de peligro.
Cuchulainn frunció el ceño y le acarició el pescuezo a la lobezna, lo que hizo que la pequeña criatura gruñera y succionara con más fuerza.
– ¿Lo ves? -preguntó Cuchulainn-. Tiene el corazón de una guerrera. No murió, como los demás, y no va a morir ahora.
Brenna sonrió ligeramente.
– Puede que tengas razón. Bueno, tienes una noche muy larga por delante. Aquí tienes suficiente leche. Creo que deberías dormir con ella pegada a tu piel. Así se mantendrá caliente, y te despertará cuando necesite comer de nuevo -le dijo a Cu, que la estaba mirando con incredulidad-. Estarás bien. Vendré a veros por la mañana.
– Espera… No te marches.
– No habías creído que iba a pasar la noche aquí contigo, ¿verdad, Cuchulainn?
– Conmigo no. Con nosotros.
– ¿Me estás diciendo que debería tratar esta situación como si fuera un paciente humano?
Cu asintió.
– Entonces, mi opinión de Sanadora es que la paciente está en las manos capaces de su… padre adoptivo, y que no me necesita. Buenas noches, Cuchulainn. Aunque debería decirte dos cosas más: primero, aunque la lobezna huele muy mal, no la bañes esta noche. Sería demasiado para su organismo. Segundo, que no se te olvide pasarle un trapo húmedo por quitarle los líquidos y las heces, como haría su madre.
Con aquellas palabras, sonrió, se dio la vuelta y salió de la tienda.
Cuchulainn cerró la boca.
La lobezna gruñó de nuevo y le empujó la mano con la cabeza, en busca de más leche en la tetilla vacía.
– De acuerdo, de acuerdo. Cumpliré tus deseos -le dijo al animal, y le preparó más leche-. Pero has visto que nos sonreía, ¿verdad? Es una buena señal. Creo que pronto tendrá que admitir que le gustamos -dijo.
Siguió su conversación con el pequeño animal maloliente. Verbalizar la determinación era positivo. Si lo decía bastantes veces, se convertiría en realidad. Por lo menos, eso esperaba Cuchulainn.
Por fin, Elphame se quedó sola en su habitación, gracias en parte a la nueva adquisición de Cuchulainn. Al principio, Brenna la había acompañado a su dormitorio y se había quedado con ella durante su baño, mientras le contaba las desventuras de su hermano de aquel día. Elphame sonrió al recordarlo, mientras se envolvía en la suave túnica de lana de cuadros azules y verdes que le había enviado su madre, y se la abrochaba al pecho con el broche de El MacCallan.
Cuando estuvo arreglada, bajó de nuevo a su baño y recorrió la circunferencia, sin separar las manos del muro de piedra, hasta que llegó al disco dorado que refulgía en la pared. Lo presionó, y la puerta se abrió silenciosamente. Tomó una de las teas que alumbraban la sala del baño y se adentró en el túnel. Las paredes eran estrechas y el techo era bajo y áspero. El aire olía a podredumbre y a humedad. Elphame posó la mano sobre una de las paredes del túnel. A través de la superficie fría y mojada, notó el pulso del castillo, y la piedra se calentó bajo su contacto. Exhaló un suspiro de alivio al ver que el hilo dorado se desenrollaba rápidamente por toda la pared. Sabía que, al final de aquel túnel, en algún momento, la piedra se abría al bosque y a la noche.
Elphame comenzó a caminar. Mientras recorría el túnel, pensó en las generaciones que habían vivido en aquel castillo. ¿Cuántas veces habría recorrido un antepasado suyo aquel pasadizo? ¿Cuántas citas habría hecho posible? Citas… Notó un cosquilleo de nerviosismo en el estómago.
– Epona, por favor, permíteme que esté haciendo lo correcto -susurró.
En aquel momento, la llama de la antorcha comenzó a temblar, y Elphame supo que se había acercado a la salida del túnel. Había unos escalones de piedra que ascendían hacia una maraña de raíces y arbustos. Dejó la tea en un aplique de la pared y comenzó a apartar las plantas y las hojas que taponaban la salida. Con poco esfuerzo, consiguió salir como un corcho de una botella.
Elphame se quitó las hojas del pelo y dejó que su visión se acostumbrara a la oscuridad de la noche. Estaba lo suficientemente adentrada en el bosque como para no divisar ni una luz del castillo, pero oía las olas del mar, así que sabía que debía de estar cerca del acantilado. Miró hacia atrás, a la entrada del túnel, y sacudió la cabeza con asombro. Desde el exterior, parecía otro agujero del suelo del bosque, un pequeño saliente de tierra que se hundía y se curvaba. Se mezclaba tan bien con el terreno que Elphame debía tener cuidado, o le costaría encontrarlo cuando quisiera volver.
No tenía ni idea de dónde podía estar Lochlan.
Había acudido en su ayuda cuando iba a atacarla el jabalí. Había ido a verla cuando estaba sola, el día anterior. Sin embargo, ¿cómo lo había sabido? Elphame recordó lo que él le había dicho:
«Llámame, corazón mío. Yo nunca estaré lejos de ti».
Se encogió de hombros y pensó que en realidad no podía hacer otra cosa. Carraspeó y pronunció su nombre con timidez.
– Lochlan -susurró.
Frunció el ceño y se reprendió a sí misma. Él no podría oír aquello.
– ¡Lochlan! -exclamó Elphame, en voz alta.
Entonces, notó en la piel un cosquilleo, debido al poder que la rodeó súbitamente. El viento capturó el eco del nombre y lo extendió entre las ramas de los pinos, repitiendo «Lochlan, Lochlan, Lochlan…» una y otra vez, hasta que el sonido se disipó suavemente.
– Magia -dijo Elphame. El nombre de Lochlan era mágico.
Ella supo que estaba allí incluso antes de poder verlo. Lo sintió como sentía el pulso del castillo a través de la piedra. Sintió la presencia de Lochlan en su sangre.
– Lochlan -repitió, deleitándose con la magia que creaba al volar por el aire y envolverla.