Elphame pensó en lo que había leído en la gran biblioteca de su madre.
– Los Fomorians tenían aversión por la luz diurna, pero yo te he visto durante el día, y no parece que la luz te haga daño.
– No me hace daño, pero soy más fuerte de noche. Mi visión es mejor, mi oído y mi olfato son más certeros.
Extendió los dedos y los brazos. Elphame pensó que parecía un Chamán preparándose para invocar la magia de una diosa.
– El cielo nocturno me llama.
– ¿Puedes volar?
Él sonrió y dejó caer las manos a los lados.
– No es exactamente volar. A mí me parece que es montar el viento. Tal vez un día te lo enseñe.
Deslizarse por el aire entre sus brazos… Aquella idea le cortó la respiración.
– Esto no me parece real. Tú no me pareces real.
Lochlan se acercó a ella. Tomó un grueso mechón de su pelo y lo dejó caer, como si fuera agua, entre sus dedos.
– Una noche tuve un sueño. No lo olvidaré aunque viva durante toda la eternidad. En mis sueños presencié el nacimiento de una niña. Nació de una madre humana y de un padre centauro. Cuando el centauro la alzó en sus brazos y proclamó que era una diosa, yo supe que aquella niña maravillosa alteraría irremediablemente mi futuro. Tú siempre has sido real para mí, Elphame. Es el resto de mi vida lo que ha sido un sueño. Tú eres mi destino.
Elphame suspiró.
– No sé qué hacer con respecto a ti.
– ¿No puedes hacer lo mismo que hizo mi madre? ¿Permitirte amarme?
Todo en ella, su corazón, su alma y su sangre, gritó: «¡Sí! ¡Sí, puedo!». Sin embargo, la lógica y los años de enemistad entre ambas razas la impulsaron a ser razonable.
– No puedo. Yo sólo soy una doncella joven. Me han designado como La MacCallan. Mi gente me ha jurado lealtad. Mi primera responsabilidad es mi clan, no yo.
Lochlan sonrió con alegría.
– Pregúntame el nombre de mi madre.
– ¿Cómo se llamaba tu madre? -le preguntó ella sorprendida.
– Se llamaba Morrigan. El nombre se lo puso su padre, que la adoraba, por la legendaria Reina Fantasma. Vivía en el castillo ancestral de su clan, donde su hermano mayor era El MacCallan. Acababa de terminar su educación en el Templo de la Musa, y estaba disfrutando de unas vacaciones junto al mar mientras esperaba la fecha de su boda, una boda que nunca se celebró…
– Porque el Castillo de MacCallan fue atacado por los Fomorians, y la hicieron prisionera. Su hermano era El MacCallan -dijo Elphame, con un estremecimiento.
Lochlan se puso de rodillas ante ella y sacó su espada corta de la funda que llevaba a la cintura. Después la depositó a los pies de Elphame.
– La sangre del clan de los MacCallan corre por mis venas. Invoco el derecho de mi linaje y a partir de este momento te juro fidelidad hasta el momento de mi muerte y, si Epona lo permite, más allá.
Elphame lo miró. La luna estaba alta en el cielo, y bañaba a Lochlan en su luz pálida. Él la estaba mirando con los ojos brillantes, y ella se dio cuenta de que había aceptado su futuro.
Él le parecía su futuro. No podía explicarlo racionalmente, pero ella había cambiado desde que lo había conocido.
El viejo espíritu de El MacCallan tenía razón. Sentía paz junto a Lochlan. Elphame se bajó de la roca y se puso de rodillas, frente a él. Primero tomó la espada y se la devolvió.
– Guárdala. Puede que la necesites para defender a la Jefa del Clan.
– Entonces, ¿me aceptas?
Ella le acarició una mejilla con reverencia.
– Te acepto, Lochlan, en el clan de los MacCallan, como es tu derecho de nacimiento.
La tensión desapareció de los hombros de Lochlan, y él bajó la cabeza.
– Gracias, Epona -murmuró.
Cuando pronunció el nombre de la diosa, Elphame tuvo una visión del futuro. En una ráfaga cegadora, lo vio de rodillas, como en aquel momento, pero encadenado, cubierto de sangre… prisionero… agonizante…
Su mente gritó rechazando aquella visión. Ella no iba a permitir que lo destruyeran. La visión hizo que supiera lo que tenía que hacer, que se decidiera. Si lo aceptaba, si se permitía amarlo, alteraría su futuro, y aquella sentencia de muerte se anularía. Tal y como Morrigan había conseguido conquistar la oscuridad de la sangre de Lochlan, Elphame conseguiría vencer el odio del mundo.
– Dices que soy tu destino -le preguntó ella.
Lochlan asintió y habló con certeza.
– Te quiero, Elphame.
– Entonces, cásate conmigo.
Lochlan tomó aire bruscamente, pero aquél fue el único signo de su impresión.
– ¡Sí! -le dijo, tomándole ambas manos-. ¡Sí, me casaré contigo!
«Y que la maldita Profecía y el mundo se vayan al cuerno», pensó él con ferocidad. Antes de que ella pudiera dudarlo, Lochlan comenzó a recitar las palabras de unión que le había enseñado su madre, que a ella le había enseñado su madre, y la madre de su madre antes.
– Yo, Lochlan, hijo de Morrigan MacCallan, te tomo a ti, Elphame, hija de Etain, en matrimonio, en el día de hoy. Te protegeré del fuego si cae el sol, del agua si el mar se enfurece y de la tierra si tiembla bajo nuestros pies. Y honraré tu nombre como si fuera el mío.
– Yo, Elphame, Jefa del Clan de los MacCallan, te tomo a ti, Lochlan, en matrimonio en el día de hoy. Ni el fuego ni las llamas podrán alejarnos, ni un lago ni un mar ahogarnos, ni las montañas separarnos. Y honraré tu nombre como si fuera el mío.
– Así se ha dicho -terminó Lochlan.
– Y así se hará -dijo Elphame, y completó el ritual.
Se besaron para consumar aquellas promesas. Elphame se apoyó en Lochlan, y él la rodeó con los brazos. Tenía los labios muy suaves, y su olor la envolvió. De nuevo, Lochlan era el bosque, salvaje y masculino. Elphame lo bebió. Él era su oasis en la vida, cuando ella siempre había creído que no conocería el amor de un compañero.
Y ahora, se pertenecían el uno al otro.
El crujido de sus alas flexionándose y llenándose fue como una música para los oídos de Elphame. Se apartó de Lochlan, lo justo para poder verlas bien.
– Tus alas -susurró ella- son de terciopelo. Quiero que me envuelvas en ellas y que me lleves lejos.
Alargó una mano y le acarició una de ellas. Lochlan exhaló un suspiro, se estremeció y cerró los ojos. Ella apartó la mano y le acarició la cara. Lentamente, Lochlan abrió los ojos.
– Me has visto durante toda mi vida, así que ya debes de saber lo que voy a contarte -dijo Elphame-. No tengo ninguna experiencia en el amor. Así que cuando te cierras a mí, no sé por qué lo haces. Debes decírmelo, debes guiarme. Cuando te acaricio las alas te comportas como si te hiciera daño, pero ayer me pediste que no dejara de acariciarte. No lo entiendo, pero me gustaría. Lo necesito. Ayúdame a entenderte, marido mío.
Aquella expresión de cariño hizo temblar el alma de Lochlan. Eran marido y mujer, y él sintió que se pertenecían mutuamente. Al haberla ganado, había encontrado su lugar en el mundo, y no habría fuerza capaz de separarlos.
– Mis alas son una extensión de mis deseos más profundos. Son parte de la herencia de mi padre, y llevan su sangre, así que reaccionan con una ferocidad elemental que no siempre es fácil de controlar. Cuando las acaricias, estás acariciando lo más abyecto que hay en mí.
– ¿Crees que tu deseo por mí es abyecto?
– ¡No! Por supuesto que no. Pero algunas veces, su intensidad me abruma. Cuando despiertas la necesidad que siento por ti, la lujuria oscura que late en mi sangre demoníaca también se despierta. Puede ser salvaje y peligrosa.
Elphame lo miró a los ojos, y no vio a ningún demonio allí. Sólo al hombre que había sido creado para ser su compañero toda la vida.
– Yo creo que tu amor por mí es más fuerte que tu demonio.
Lochlan llevaba una sencilla camisa de algodón, y ella lo miró fijamente mientras se la desataba y se la apartaba del pecho. A Elphame se le cortó la respiración al admirar la belleza de su cuerpo.