– Pero no lo hiciste.
«Y tú tampoco lo harás. Ser La MacCallan está en tu sangre. No puedes negar tu futuro, como yo no podía escapar del mío. Recuérdalo, chica. El destino puede ser cruel. A veces nos depara una gran tristeza, además de alegrías».
– Hoy, Cuchulainn declaró su intención de cortejar a Brenna y casarse con ella. Y ella lo aceptó.
El viejo espíritu asintió pensativamente, pero permaneció en silencio.
– Yo le pedí a Epona que bendijera su unión -continuó Elphame-, pero tuve un sentimiento extraño.
«¿Extraño?».
– Extraño, inquietante. Oí un llanto, y me invadió una gran tristeza. Después, todo se fue tan rápidamente como había llegado.
El fantasma se giró y miró hacia el mar.
«¿Los demás vieron esa señal?».
– No. Creo que nadie se dio cuenta de nada. Todos comenzaron a gritar de alegría. Cu no dijo nada al respecto, y Brenna estaba resplandeciente de felicidad.
El fantasma se volvió hacia ella.
– Epona me envió la señal sólo a mí. La diosa me está preparando para lo que va a suceder.
«Es sólo responsabilidad de La MacCallan. Y tu fuerza será necesaria cuando llegue el momento».
– ¡Podría detenerlos! -exclamó Elphame, sintiendo frío y náuseas-. Soy La MacCallan, y podría prohibir su unión.
«¿Y a qué precio, muchacha? No puedes engañar al destino, pero puedes causar mucha infelicidad si lo intentas. Conozco tu dolor. Yo tenía una hermana, una muchacha joven a la que quería con todo el corazón. Ojalá hubiera podido ahorrarle el dolor a Morrigan».
A Elphame se le aceleró el corazón. Su hermana, la madre de Lochlan. ¿Lo sabía? ¿Qué era lo que le estaba intentando decir?
El fantasma volvió a mirar al mar.
«Prepárate para la tormenta. Se está acercando».
Antes de que ella pudiera seguir haciéndole preguntas, el fantasma se desvaneció y desapareció de la torre. Elphame se quedó hundida en la tristeza. Sonó un trueno, y el cielo se abrió finalmente y acribilló al castillo a gotas de lluvia. Elphame se dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras con los hombros encorvados. Se sentía fría y vacía, no fuerte, como debería sentirse La MacCallan. Se sentía como una hermana asustada.
«Tu fuerza será necesaria cuando llegue el momento».
Las palabras del fantasma resonaron incesantemente por su cabeza. Necesitaba paz…
Y sólo había un lugar donde podía encontrarla aquella noche.
Capítulo 30
La lluvia hacía un ruido reconfortante contra la tienda mientras Brenna observaba a Cuchulainn, que estaba acostando a la lobezna, después de alimentarla, en una camita que le había hecho Brenna. Le parecía extraño tener a un hombre en su tienda. No era un sentimiento malo, sólo diferente… desconcertante… íntimo. Y, sin embargo, él estaba allí por invitación suya, en su tienda y en su vida. Fand gimoteó, y Cuchulainn le acarició la cabecita mientras le susurraba algo melódico. Brenna lo reconoció con sorpresa. Era una nana. Ella sonrió; el guerrero tenía una ternura increíble. Aquélla era una de las cosas que lo separaban de los demás hombres. Tenía emociones fuertes en su interior, emociones que no se correspondían con su apariencia curtida de guerrero. Su capacidad para amar a la lobezna, y para amarla a ella, era la prueba de que Cuchulainn era distinto, y Brenna le envió a Epona una oración de agradecimiento por haberlo creado.
Cuchulainn se puso en pie lentamente, y con un exagerado sigilo, se acercó para sentarse junto a Brenna, al borde de la cama. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.
– Gracias por hacerle esa cama. Era muy sucio tener a una lobezna durmiendo toda la noche sobre mi pecho -dijo en un susurro.
Después miró a su alrededor por la tienda. La cama era igual que la suya, pero la de Brenna estaba perfectamente hecha. En el centro había una almohada rellena de hierbas fragantes. Ella tenía dos baúles, uno a los pies de la cama, y el otro cerca de su escritorio. El último estaba abierto, y Cuchulainn veía que estaba lleno de frascos y botellas, de tiras de lino y de cuchillos pequeños. Él arqueó las cejas.
– ¿Es aquí donde se originan tus legendarias pociones?
– Sí. También las cataplasmas, los bálsamos y muchas otras cosas curativas.
– ¿No tienes sangre de dragón ni lengua de sapo?
– Seguramente, si buscas bien. ¿Te gustaría que te hiciera una infusión con ellas? -preguntó Brenna, fingiendo inocencia.
– ¡No! -exclamó Cuchulainn, y bajó la voz inmediatamente, al ver que Fand se movía-. Pero me gustaría mucho ver los regalos que te hizo Epona, y que te recuerdan a mis ojos.
A Brenna se le cortó la respiración. No podía sorprenderse por el hecho de que él lo recordara. No debería sorprenderse por nada que él dijera o hiciera. Sin embargo, su amor era tan inesperado que ella no podía evitar sentirse como si estuviera en un sueño, y como si pronto fuera a despertar y a darse cuenta de que él sólo había sido una maravillosa ilusión.
– ¿Brenna? No tienes por qué hacerlo, si te resulta incómodo.
– No, no. Quiero compartirlos contigo -respondió ella.
Entonces lo guió hacia un rincón de la tienda, que estaba en sombras, y le indicó que se arrodillara a su lado. Después encendió cuatro pequeñas velas, una para cada punto cardinal, y el altar se iluminó.
Brenna le señaló el primer objeto.
– Tallé esta cabeza de yegua como recuerdo de un sueño que tenía a menudo cuando era niña. En el sueño siempre aparecía una mujer muy bella montada en esta yegua. Tenía el pelo rojizo y rizado -explicó Brenna con una sonrisa tímida-. Yo no podía reproducir la belleza de la mujer, así que me concentré en la yegua.
– ¿Puedo tocarla? -le preguntó él.
Brenna asintió.
Con reverencia, él tomó la talla de madera y la observó atentamente.
– Has hecho un buen trabajo recreando a la Yegua Elegida. Incluso has conseguido plasmar el arco arrogante de su cuello.
– ¿La encarnación equina de Epona? Pero yo no tenía intención de tallar a la Yegua Elegida.
Cu sonrió y le acarició la cara.
– ¿Y cómo no iba a ser así? Soñaste con ella, como soñaste con mi madre.
– No. Yo…
– ¿Recuerdas bien el sueño?
– Sí.
– Piensa en los ojos de la mujer.
Brenna se concentró en el sueño que había tenido con tanta frecuencia durante su dolorosa niñez. No le resultó difícil. Siempre le había proporcionado placer. La yegua y la mujer eran tan bellas, y estaban tan felices, tan libres de los horrores que Brenna había tenido que soportar, que ella no tuvo dificultad para pensar en la mujer, y en recordar sus ojos…
Entonces, se quedó sorprendida.
– ¡Tiene tus ojos!
No eran exactamente del mismo color, porque los ojos de Etain eran más verdes que azules, pero su forma era exactamente igual.
– En realidad, como ella misma te dirá, yo tengo sus ojos.
Brenna se echó a temblar. Había soñado con la madre de Cuchulainn una y otra vez.
Cuchulainn depositó la cabeza de la yegua sobre el altar. Primero, pasó un dedo por la piedra turquesa, y después acarició la pluma azul.
– Tenías razón, Brenna, estos dos objetos son del mismo color que mis ojos.
Después, fijó su atención en la perla perfecta, que tenía la forma de una gota, y comenzó a reírse suavemente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Brenna.
– ¡Oh, amor mío! Estamos destinados el uno al otro -le dijo él, y le acarició la cara-. Soñaste con mi madre, y tienes la talla de la Yegua Elegida en tu altar. Coleccionas cosas que tienen el color de mis ojos, y ahora, esta perla -dijo, y se rió de nuevo-. Mi padre me traerá un anillo que voy a regalarte. Ha estado durante generaciones en mi familia. Es un aro de plata labrada con hojas de hiedra, y en su centro tiene una perla exactamente igual a ésta.