– Lochlan, eres mi marido. No puedes tener miedo de amarme.
– ¡No tengo miedo de amarte! -replicó él, con la voz llena de lujuria y frustración-. ¡Tengo miedo de hacerte daño! -entonces, tomó aire y apoyó la frente en la de Elphame-. Mis manos se convierten en garras. Mi placer se convierte en sed de sangre. No puedo amarte sin sentir miedo por ti.
En su tono de voz hubo algo que despertó un instinto profundo en ella, y Elphame sintió que la ira de una diosa se avivaba y ardía lenta y constantemente. La piel comenzó a picarle, y la sangre, a fluir con un ritmo caliente y sensual.
– Me ofendes.
Lochlan alzó la cabeza y la miró con sorpresa. Ella lo apartó de sí con una fuerza que lo asombró todavía más. Elphame le acarició la parte inferior del ala deliberadamente, y él gimió.
– Yo no me asusto de tus caricias. ¿Acaso se te ha olvidado que soy más que humana? Soy más rápida, y soy más fuerte -le dijo, y volvió a acariciarle el ala. Cuando él gimió de nuevo, ella le mordió el hombro y le dejó una marca roja, como un sello-. Algunos dicen, incluso, que soy una diosa. No me trates como si fuera menos.
Entonces, atrapó su labio inferior con la boca y succionó.
Los ojos de Lochlan se llenaron de una luz oscura que chisporroteó, y ella sintió una respuesta de deseo. Recordó que él había admitido que tenía sed de sangre, y aunque no quería provocarlo, la idea de que hundiera los colmillos en su piel tenía algo que le resultaba erótico y atrayente, como si fuera una invasión sensual, parecida a cuando él entraba en su cuerpo. El aura de violencia contenida que rodeaba a Lochlan era palpable, pero no la asustaba, sino que la atraía hacia él. Era su compañero, y ella no lo veía como una anomalía ni una mutación. En realidad, tenía la sensación de que por fin había encontrado su igual.
– Ámame, Lochlan -ronroneó-. No voy a romperme, y no me voy a asustar.
Él la besó con tal fuerza que la aplastó contra la cama. Ella recibió su pasión con una fuerza equivalente, jugueteando y tentándolo con las manos y la boca. Cuando él entró en su cuerpo, no lo hizo con la misma contención que había demostrado la noche anterior, y ella se arqueó bajo él, provocándolo para que continuara. Él le agarró las manos y se las colocó en la almohada, por encima de la cabeza. Respiraba entrecortadamente mientras se inclinaba sobre ella. Elphame apenas reconoció la voz que le susurraba palabras oscuras en el oído.
– No te das cuenta de lo que estás pidiendo.
– Yo no doy mi confianza a medias.
Levantó la cabeza y volvió a morderle el hombro, con dureza, mientras se movía rítmicamente contra él.
Lochlan gruñó y apretó sus colmillos afilados contra el cuello de Elphame. Ella sintió una breve quemazón, y después, una intensa sensación erótica que se extendió desde su cuello por todo su cuerpo. La invadieron oleadas de placer mientras él se bebía su sangre al mismo tiempo que la llenaba con su simiente.
De repente, con un grito de agonía, Lochlan se alejó de su cuerpo. Elphame se sintió desorientada y se incorporó, pestañeando. Él estaba junto a la cama, mirándola con los ojos muy abiertos. Tenía sangre en los labios, y un hilillo rojo que le caía desde la boca a la barbilla. Elphame se llevó la mano al cuello y palpó dos heridas pequeñas, como pinchazos. Sonrió temblorosamente y dijo:
– Estoy bien, Lochlan. No me has hecho daño.
Él se limpió la boca con el dorso de la mano y miró con espanto la sangre.
– ¡No! No puede ser así. No permitiré que sea así.
Se tambaleó hacia atrás, negando con la cabeza.
– Lochlan, ¿qué te ocurre? Mírame. No me has hecho daño.
– ¡No! -repitió él-. ¡No permitiré que sea así!
Con la increíble velocidad de la raza de su padre, se deslizó a través de la habitación y desapareció por la entrada que conducía al baño y al túnel secreto.
– ¡Lochlan! -gritó Elphame, mientras se levantaba de un salto.
– No me sigas. No te acerques…
La voz de Lochlan le llegó sobrenaturalmente desde la escalera. Elphame cayó de rodillas y se puso a llorar.
Lochlan salió del túnel y corrió. No le importaba la dirección. Sólo sabía que tenía que huir. La noche era muy oscura, pero tenía una visión muy aguda y esquivó los árboles sin dificultad. La lluvia le acribillaba el cuerpo desnudo, pero lo agradeció. No era nada comparado con el dolor que sentía en el corazón. Gritó su agonía hacia la noche. Todavía podía saborear su sangre, y todavía oía la historia que le había revelado aquella sangre.
Se había equivocado. Todos se habían equivocado.
La Profecía era verdad. Su gente y él podían salvarse con la sangre de una diosa. Sin embargo, no era su sangre lo que se necesitaba como sacrificio, y no era la muerte física lo que se requería. Lochlan lo había averiguado. Al beber la sangre de Elphame se había llenado del conocimiento de la diosa. La sangre de Elphame no iba a salvarlos. Sólo si ella aceptaba la sangre de Lochlan obtendrían la salvación. A través de él, Elphame absorbería la oscuridad de la sangre Fomorian y asimilaría en su cuerpo la locura de toda una raza.
Sería peor que la muerte física. Si ella bebía de su sangre, se llenaría de maldad. Elphame viviría. No era su muerte física lo que anunciaba la Profecía. Viviría la larga vida de cualquier ser que llevara sangre Fomorian en las venas, pero se volvería completamente loca. Y Lochlan no podía condenarla a siglos de agonía, ni siquiera para salvar a su gente.
Debía alejarse de ella, y asegurarse de que ninguno de los suyos descubriera el camino que llevaba a Partholon a través de las Montañas Tier, y al Castillo de MacCallan. Debía mantener seguro el castillo de su clan, el hogar de su amor.
Siguió corriendo, braceando al mismo ritmo que movía las piernas, poderosas. Los latidos de su corazón eran como los truenos de la tormenta. Lejos… tenía que alejarse lo suficiente como para no oír el sonido mágico de su llamada, ni sentir su presencia. El terreno comenzó a ascender, y Lochlan agradeció el dolor ardiente de sus músculos. La lluvia le empapó la cara y lo cegó, aunque creyó atisbar unas figuras sombrías en el siguiente risco. Con una horrible aprensión, disminuyó la velocidad de su ascenso y esperó al siguiente relámpago para asegurarse. Cuando llegó, Lochlan se detuvo en seco.
En el risco, recortadas contra la tormenta, había cuatro figuras aladas.
Capítulo 32
Con sus alas del color de la tormenta, se deslizaron hacia abajo por el risco. Lochlan se mantuvo erguido, desnudo y fuerte, esperando a que lo alcanzaran. Aunque no podían leer literalmente el pensamiento de los demás, su gente estaba intuitivamente unida por la herencia de su sangre oscura, y Lochlan sabía que no deberían detectar sus emociones turbulentas. Sacó de sí la autoridad que ejercía de manera natural, y envolvió su mente y su corazón en un manto de silencio. Mientras se acercaban, vio que sus expresiones se volvían de asombro al notar su desnudez. Todos inclinaron respetuosamente la cabeza.
Con su típica obstinación de Fomorian, Keir fue el primero en hablar.
– ¿Qué te ha pasado, Lochlan?
– ¿No me saludas, ni me das una explicación del motivo por el que estáis aquí, y crees que tienes derecho a comenzar a interrogarme? -preguntó Lochlan entre dientes.
– Tienes razón al recriminármelo -dijo Keir, aunque su tono de voz no era de disculpa en absoluto-. Bien hallado, Lochlan.
Sus tres camaradas inclinaron la cabeza nuevamente y repitieron el saludo.
– ¡En absoluto! Vosotros no deberíais estar aquí -respondió él.
Keir tomó aire con un silbido peligroso, pero antes de que pudiera hablar, la mujer que estaba a su lado se adelantó y le hizo una reverencia a Lochlan.
– Llevas mucho tiempo separado de nosotros, Lochlan. Nos preocupaba que te hubiera ocurrido algo malo.