Выбрать главу

Raylan recorrió el puerto deportivo -la guía lo denominaba la bahía turística- y pasó por delante de la estatua de Cristóbal Colón antes de dejar atrás la playa para ir a la plaza Cavour que, a su juicio, debía de estar en pleno centro dado que era la plaza de la catedral. (Sólo Nashville, pensaba, tenía más iglesias que las ciudades de Italia.) Y una vez más se encontró en la playa, en el extremo sur de la bahía de postal. Comenzaban a escasear los cafés y el gentío allí donde la guía afirmaba que «las playas eran famosas por sus elegantes casas de baños». No las había visto. El libro añadía que «en el casco antiguo» podías «sumergirte en el ambiente de los talleres de artesanos». Tampoco los había visto, o quizás es que no abrían los domingos.

Hoy confiaba en encontrar a Harry, aunque cuando preguntó en el hotel si por casualidad un tal Harry Arno se alojaba allí, el recepcionista le respondió que no, que el señor Arno se había ido el viernes. Raylan se sorprendió tanto que le preguntó si lo decía en serio, y el recepcionista le miró asombrado. Se enteró de que Harry se había hospedado en el Liguria durante dos semanas, precisamente hasta anteayer. El empleado no sabía adónde había ido. No, no había dicho nada de dejar la ciudad. Raylan se dedicó a llamar a los hoteles y descubrió que Joyce Patton se alojaba en el Astoria, pero no aparecía ningún Harry Arno en el registro. La telefonista, creyendo que deseaba hablar con ella, le pasó con la habitación. Raylan escuchó a Joyce decir: «¿Hola?» en voz baja y con un tono de duda, y colgó. Entonces se preguntó si debía volver a llamarla, decirle que vigilara por si aparecía el Zip. Seguro que el Zip ya estaba aquí. Pero cuando volvió a llamar a los hoteles no encontró a ningún Tomasino Bitonti o a un Nicky Testa en los registros. No recordaba que este tipo de situación se estudiara en el centro de entrenamiento de Glencoe.

Raylan paseó por la ciudad con la esperanza de cruzarse con Harry, encontrarle comprando The New York Times o desayunando en alguna parte. Pero no tuvo suerte. Así que ahora no le quedaba más que caminar por la Vía Vittorio Veneto, la parte bonita de la ciudad, donde todo el mundo se daba un garbeo o tomaba un café sentado en las terrazas con el abrigo puesto. Hacía fresco, apenas si había sol, la temperatura rondaba los quince grados y no había nadie en el agua, sólo unos pocos valientes en la playa.

Llegó a un jardín, un parterre de salvia roja flanqueado por un par de cañones negros y un par de bancos. Una placa decía que era el jardín Ezra Pound y Raylan se sintió más animado, convencido de que Harry estaría por allí, pues le recordaba hablando de Ezra Pound en Atlanta, como parte de su historia. El poeta era una de las causas por las que Harry estaba allí, Raylan no lo dudaba. Había buscado un libro de poesía de Pound en la biblioteca después de haber estado con Harry en aquella ocasión y había intentado leerlo, se había esforzado, pero no había entendido ni jota. Cantos, con números diferentes. Todavía hoy se preguntaba si Harry los había comprendido.

Encontró otra placa en la entrada del Alle Rustico, un pasaje a través de un edificio, con la siguiente inscripción, en inglés e italiano:

aquí vivió ezra pound,

poeta americano

desde 1924 a 1945,

y una estrofa que parecía tomada de uno de sus poemas. Algo sobre «Confesar el mal sin perder la virtud» y algo más que tenía aún menos sentido. Raylan pensó: «No lo sé, quizá sea yo el que no lo entiende.»

Se sentía inerme en campo abierto, fácil de ver. Harry podía verle primero y esconderse, era ducho en escabullirse. Pero si tenía que estar donde estaba la gente, mirar en lo que parecían los cafés más concurridos, debía arriesgarse. Miró en el Vesuvio y después en el Gran Caffé Rapallo, sin apartarse de la sombra de los edificios de postal. Deseó haberse puesto la gabardina, la beige. El viento que soplaba desde la bahía era húmedo y Raylan se detuvo, volvió la cabeza, y se encasquetó el Stetson. Fue cuando se disponía a seguir cuando vio a Joyce Patton sentada a una mesa, unas cuantas filas más atrás, debajo de la marquesina. Allí estaba más oscuro, pero era Joyce. Contemplaba los coches que avanzaban a paso de tortuga. Joyce giró la cabeza y se quedó mirando a Raylan. Pasaron los segundos sin que dejara de mirarlo. Era como si él la tuviera atrapada en el haz de un reflector y la mujer fuera incapaz de moverse.

Aquel mismo domingo por la mañana, Robert Gee le dijo a Harry que si iba a vivir aquí, en la cima del mundo, lo que necesitaba, aparte de la comida, era un teléfono.

– Si nadie sabe dónde estoy, no me llamarán -afirmó Harry-. Y si quiero llamar a alguien puedo hacerlo desde la ciudad.

– Excepto que si esta vez bajas para llamar -señaló Robert Gee-, podrías acercarte al hotel a verla. -Esperó mientras Harry se lo pensaba antes de añadir-: O bien si estás seguro que quieres hacerlo, arriésgate: yo subiré a tu amiga.

Estaban en la biblioteca de la casa de Harry, tres paredes de libros en italiano; la cuarta eran puertas ventanas que se abrían al jardín: una vista de setos de ligustros y plantas en macetas decoradas, algunos naranjos jóvenes, y sólo cielo más allá del balcón de cemento. Harry, vestido con una gabardina, se paseaba de arriba abajo.

– Dijiste que nadie te siguió.

– Dije que no vi que nadie me siguiera. Había coches detrás nuestro desde que salimos de Milán. Para no preocuparse, uno piensa: «Bueno, eso es lo que se hace en la autopista, ir de aquí para allá, sin que nadie siga a nadie.»

Con las manos en los bolsillos de la gabardina, Harry se acercó a las puertas ventanas abiertas. Robert Gee no le perdía de vista.

– Lo mejor sería traerte un teléfono móvil. Podrías llamar a cualquier parte del mundo sin moverte de aquí. Mientras tanto -dijo Robert Gee-, ¿recojo a Joyce o no?

Harry contempló su jardín y el cielo cubierto de nubes blancas, atento a cualquier atisbo del sol. Sabía que el tiempo afectaba a su estado de ánimo, y no estaba dispuesto a permitirlo.

– Ella estará en el Caffé Rapallo a mediodía. En el jardín Ezra Pound a las tres, en el Vesuvio a las cinco. Es lo que establecimos. -Robert Gee miró su reloj-. Es casi mediodía. Si quieres que la vaya a buscar, tendrás que decírmelo ya.

– He tardado cuarenta y siete años -replicó Harry-, en decidir si quería vivir aquí. Y ahora no estoy seguro.

– Otra vez con lo mismo -dijo Robert Gee-. O tal vez sea una cuestión generaclass="underline" antes de probar una cosa, dices que no es como pensabas que sería. -Robert Gee miró el techo-. No veo ninguna gotera. Por la mancha quizá hubo una hará cien, doscientos o trescientos años, pero ahora está seco. Esto es vivir en una villa, tío. Tienes que mentalizarte. Aprender cosas de arquitectura, historia, arte, y un montón de gilipolleces como ésas. ¿Entiendes lo que digo?

Harry estaba en el jardín. Robert Gee le siguió hasta el mirador desde donde Harry contemplaba el panorama: allá abajo, en la bahía, estaba Rapallo, a unos diez minutos en el funicular; en el medio se extendía la campiña verde salpicada de puntos marrones que eran las villas y las granjas, y ondulaban las colinas, horadadas por pares de agujeros negros semejantes a cañones de una escopeta, que eran los túneles de la autopista.

– Me imaginaba a mí mismo sentado aquí al atardecer -dijo Harry-, mirando la puesta de sol, el resplandor rojo hundiéndose en el mar.

– ¿Eso es de Ezra?